por. Facundo Ezequiel
man, it's hard even when you have all the cards
no cards, it's the same
if you let them break you
then it will be a matter of time
if you overcome the weight of the world
all those words, kindness, envy in disguise
all those silent declarations of mankind
are nothing
you are you
an artist
a flower in the sun
whose veins are chlorophyll channels
raging uniqueness
fed from eclipses
you will discover
if you believe this words i'm singing
nothing really matters
so grow spines
or let your guts out
nobody would notice
not even me
all those I's
ayes
eyes covered with white gauze

viernes, junio 19, 2009
martes, mayo 19, 2009
A quien mi pena sublime
por. Facundo Ezequiel
¿De quién serán los días
cuando solo me quede la noche?
¿De quién los tintes celestes
de mis horas finales?
El dolor es un alivio cuando
lo que tortura es el alma.
Será una dama esta vez
a quien mi pena sublime,
mañana seré yo
quien al cielo se arrime.
Si pusiera mi mano en su mejilla lunar,
si bebiera el cálido frío que ha de manar
hallaría mi suerte : la gloria y la muerte.
¿De quién serán los días
cuando solo me quede la noche?
¿De quién los tintes celestes
de mis horas finales?
El dolor es un alivio cuando
lo que tortura es el alma.
Será una dama esta vez
a quien mi pena sublime,
mañana seré yo
quien al cielo se arrime.
Si pusiera mi mano en su mejilla lunar,
si bebiera el cálido frío que ha de manar
hallaría mi suerte : la gloria y la muerte.
viernes, mayo 15, 2009
Jano
por. Facundo Ezequiel
A L.M.A.
Rosa borrosa
que envenena mi sangre,
almíbar de derrota,
repetición gangosa
que mi corazón
quiso soltar y
con un hipo doloroso
se tragó.
Sufriría menos
si recordara,
si olvidara
no dolería más,
pero tus ojos que vuelven
no sé si eran de fuego
o si eran de mar.
Venus de brazos cortos,
¿a quién podrías abrazar?
Tus brazos apenas alcanzan
para el aire rascar.
Ya sé que es de cobardes
vivir en el pasado,
más fácil temer lo que pasó
que mirar hacia delante,
pero sé también que muero
si no te veo un instante;
tal es mi pasión.
Hoy casi no existe:
un suspiro mustio
de astromelias.
Triste.
Pero mi cabeza de Jano
ve el futuro y ve el pasado,
y entre medio
se bate mi existencia
entre la sonrisa amarga y
la cínica carcajada.
A L.M.A.
Rosa borrosa
que envenena mi sangre,
almíbar de derrota,
repetición gangosa
que mi corazón
quiso soltar y
con un hipo doloroso
se tragó.
Sufriría menos
si recordara,
si olvidara
no dolería más,
pero tus ojos que vuelven
no sé si eran de fuego
o si eran de mar.
Venus de brazos cortos,
¿a quién podrías abrazar?
Tus brazos apenas alcanzan
para el aire rascar.
Ya sé que es de cobardes
vivir en el pasado,
más fácil temer lo que pasó
que mirar hacia delante,
pero sé también que muero
si no te veo un instante;
tal es mi pasión.
Hoy casi no existe:
un suspiro mustio
de astromelias.
Triste.
Pero mi cabeza de Jano
ve el futuro y ve el pasado,
y entre medio
se bate mi existencia
entre la sonrisa amarga y
la cínica carcajada.
Pilar
por. Facundo Ezequiel
Preciosa
como un secreto
La estructura
que sostiene mis sueños
Pilar de mi tren
de pensamientos
Reflejo circunspecto
que me espía
atentamente
No muchas palabras
Mi confuso
tartamudeo
y poemas
disgregados
repartidos
en botellas
importadas
Después
al separarnos
masturbándome
ante su foto
Una lágrima
en el espejo
Preciosa
como un secreto
La estructura
que sostiene mis sueños
Pilar de mi tren
de pensamientos
Reflejo circunspecto
que me espía
atentamente
No muchas palabras
Mi confuso
tartamudeo
y poemas
disgregados
repartidos
en botellas
importadas
Después
al separarnos
masturbándome
ante su foto
Una lágrima
en el espejo
jueves, mayo 07, 2009
Burro y Cisne
por. Facundo Ezequiel
Podría haber habido
Guitarras
Castañuelas
Bailarines
Velas encendidas y
Un vino descorchado
Podría haber habido
Cientos de personas
A mi alrededor
Pero
En lo que
A mí
Me concierne
Solo éramos
Dos
Ella
Como un
Cisne
Maravillosamente
Blanca
Y
Yo
Como un
Burro
Gris
Sin saber
Como hablar
Debe haber habido
Guitarras porque
Aún las
escucho
Podría haber habido
Guitarras
Castañuelas
Bailarines
Velas encendidas y
Un vino descorchado
Podría haber habido
Cientos de personas
A mi alrededor
Pero
En lo que
A mí
Me concierne
Solo éramos
Dos
Ella
Como un
Cisne
Maravillosamente
Blanca
Y
Yo
Como un
Burro
Gris
Sin saber
Como hablar
Debe haber habido
Guitarras porque
Aún las
escucho
Todos los ojos azules
por. Facundo Ezequiel
Todos los ojos azules
De Ramos a Merlo
Y vuelta
Todos los carteristas
Agazapados
Todos los locos
Los violadores
Las putas
Y
Las criaturas
Inocentes
Se subieron a
Este tren
De borrachos
Fumadores y
Santos
Todas las víctimas
Y las musas
De estos poemas
Como un seco
Lengüetazo
De gato
Marcaron la
Tarjeta y
Mi piel
Todos los ojos azules
De Ramos a Merlo
Y vuelta
Todos los carteristas
Agazapados
Todos los locos
Los violadores
Las putas
Y
Las criaturas
Inocentes
Se subieron a
Este tren
De borrachos
Fumadores y
Santos
Todas las víctimas
Y las musas
De estos poemas
Como un seco
Lengüetazo
De gato
Marcaron la
Tarjeta y
Mi piel
lunes, abril 27, 2009
Llantos
por. Facundo Ezequiel
Estábamos besándonos, no es que desatendiera la situación, pero, del otro lado estaba esta otra chica que no paraba de mirarme. Y yo la miraba también. No era fea; era rubia, carita de ángel, no más de 20 años, tenía las piernas cruzadas y entre sus manos un libro que me era muy familiar
“estás prestando atención o estás mirando a la chica” me recriminó con tono de pregunta.
“estoy prestando atención, y mirando a la chica”
“por qué no te vas con ella si tanto te gusta?”
“te tengo más cerca”
no sé qué porquería gritó y con un gesto exagerado me dio la espalda y se fue.
La rubia se quedó sonriendo y yo, mirándola con mi indiferencia de macho alfa, me prendí un cigarrillo.
“va a volver” dije “a las 12 y cuarto, cuando salga de su clase de danza, va a llamarme desde un teléfono público, llorando, pidiéndome perdón”
la rubia seguía sonriendo y entonces empecé a sospechar que era medio estúpida.
“querés venir a mi departamento hasta que llame” pregunté
“en serio?”
“siempre hablo en serio”
me paré, ella descruzó las piernas y desplegó el más hermoso par de jamones que jamás hube visto. Era alta como el mismo cielo. Le pasé la mano por la cintura y me puse a calcular el repertorio. Nunca había estado con una mina más alta que yo.
“sí que tenés piernas. Me vendrías bien para sacar las telarañas del taparrollos”
la rubia se rió y las mejillas se le pusieron de un hermoso color rosado. Estaba seguro que era virgen
di vuelta la llave y la hice pasar. Miraba todo con ojos de cachorro. Sobre la mesa tenía la máquina de escribir y un poema que llevaba tres días sin terminar. Se acercó a leer la hoja y de nuevo empezó a reír
“ponete cómoda. Una cerveza?”
“uh, gracias”
fui a la heladera a buscar las botellas y las destapé
cuando volví la rubia estaba completamente desnuda y mojada hasta las rodillas, que, debo decirlo, era un largo trecho
“epa” dije, sorprendido
“cogeme” me dijo
tomé un trago
“bue...”
era, como lo había sospechado, virgen, pero como yo no tenía la obligación de saberlo, la metí hasta el fondo y la rubia soltó un aullido que me perforó el tímpano. Al minuto la rubia empezó a reírse como una loca, yo aproveché para mover más rápido los pistones y darle más fuerte. La saqué a último momento y le acabé encima. Debo haber soltado dos litros de esperma que, como orgullosos campeones de salto en largo, blanquearon su expresión
“wow... de dónde sacaste tanta waska?” me preguntó mientras jugueteaba con el pegote en su mentón
“no uses esa palabra. Limpiate en el baño” le señalé la única puerta que no llevaba a afuera
la rubia, mientras reía se fue sumisa al baño. El teléfono sonó y desde la cama, tomando un trago de cerveza tibia, le pedí a la rubia que contestase
la rubia atendió el teléfono y empezó a reírse a carcajadas, una risa macabra, idiota
“necesito que te vayas” le dije, frío
“tenías razón” dijo “llamó llorando como histérica, que quería hablar con vos y no sé qué mierda”
“siempre tengo razón. Ahí está tu ropa”
“me encantó que fueras el primero...” empezó mientras se ponía la bombacha
“sí, sí, a mí también”
la rubia se terminó de vestir y se fue a arreglar el pelo al espejo del baño
“quería que fuese especial” decía alzando la voz desde la otra habitación “pero nunca pensé que iba a ser con vos...”
“me alegro. Mirá, ahora van a venir unas personas y no puedo tenerte acá dando vueltas, viste”
la rubia apareció otra vez, solo la sonrisa estúpida delataba su condición post-venérea
“bueno, me voy, si me dedicás el libro”
era lo menos que podía hacer. Firmé, lo dediqué a Wanda y se lo devolví
“no me llamo Wanda” dijo al ver lo que había escrito
“y yo no soy el puto Borges. ahora te agradecería si te vas yendo... gracias”
empujé a la rubia afuera y me tiré en la cama para terminar la cerveza. El teléfono sonó otra vez. Dejé que sonara. Un perro empezó a rasguñar la puerta. Los llantos no me iban a dejar dormir jamás.
Estábamos besándonos, no es que desatendiera la situación, pero, del otro lado estaba esta otra chica que no paraba de mirarme. Y yo la miraba también. No era fea; era rubia, carita de ángel, no más de 20 años, tenía las piernas cruzadas y entre sus manos un libro que me era muy familiar
“estás prestando atención o estás mirando a la chica” me recriminó con tono de pregunta.
“estoy prestando atención, y mirando a la chica”
“por qué no te vas con ella si tanto te gusta?”
“te tengo más cerca”
no sé qué porquería gritó y con un gesto exagerado me dio la espalda y se fue.
La rubia se quedó sonriendo y yo, mirándola con mi indiferencia de macho alfa, me prendí un cigarrillo.
“va a volver” dije “a las 12 y cuarto, cuando salga de su clase de danza, va a llamarme desde un teléfono público, llorando, pidiéndome perdón”
la rubia seguía sonriendo y entonces empecé a sospechar que era medio estúpida.
“querés venir a mi departamento hasta que llame” pregunté
“en serio?”
“siempre hablo en serio”
me paré, ella descruzó las piernas y desplegó el más hermoso par de jamones que jamás hube visto. Era alta como el mismo cielo. Le pasé la mano por la cintura y me puse a calcular el repertorio. Nunca había estado con una mina más alta que yo.
“sí que tenés piernas. Me vendrías bien para sacar las telarañas del taparrollos”
la rubia se rió y las mejillas se le pusieron de un hermoso color rosado. Estaba seguro que era virgen
di vuelta la llave y la hice pasar. Miraba todo con ojos de cachorro. Sobre la mesa tenía la máquina de escribir y un poema que llevaba tres días sin terminar. Se acercó a leer la hoja y de nuevo empezó a reír
“ponete cómoda. Una cerveza?”
“uh, gracias”
fui a la heladera a buscar las botellas y las destapé
cuando volví la rubia estaba completamente desnuda y mojada hasta las rodillas, que, debo decirlo, era un largo trecho
“epa” dije, sorprendido
“cogeme” me dijo
tomé un trago
“bue...”
era, como lo había sospechado, virgen, pero como yo no tenía la obligación de saberlo, la metí hasta el fondo y la rubia soltó un aullido que me perforó el tímpano. Al minuto la rubia empezó a reírse como una loca, yo aproveché para mover más rápido los pistones y darle más fuerte. La saqué a último momento y le acabé encima. Debo haber soltado dos litros de esperma que, como orgullosos campeones de salto en largo, blanquearon su expresión
“wow... de dónde sacaste tanta waska?” me preguntó mientras jugueteaba con el pegote en su mentón
“no uses esa palabra. Limpiate en el baño” le señalé la única puerta que no llevaba a afuera
la rubia, mientras reía se fue sumisa al baño. El teléfono sonó y desde la cama, tomando un trago de cerveza tibia, le pedí a la rubia que contestase
la rubia atendió el teléfono y empezó a reírse a carcajadas, una risa macabra, idiota
“necesito que te vayas” le dije, frío
“tenías razón” dijo “llamó llorando como histérica, que quería hablar con vos y no sé qué mierda”
“siempre tengo razón. Ahí está tu ropa”
“me encantó que fueras el primero...” empezó mientras se ponía la bombacha
“sí, sí, a mí también”
la rubia se terminó de vestir y se fue a arreglar el pelo al espejo del baño
“quería que fuese especial” decía alzando la voz desde la otra habitación “pero nunca pensé que iba a ser con vos...”
“me alegro. Mirá, ahora van a venir unas personas y no puedo tenerte acá dando vueltas, viste”
la rubia apareció otra vez, solo la sonrisa estúpida delataba su condición post-venérea
“bueno, me voy, si me dedicás el libro”
era lo menos que podía hacer. Firmé, lo dediqué a Wanda y se lo devolví
“no me llamo Wanda” dijo al ver lo que había escrito
“y yo no soy el puto Borges. ahora te agradecería si te vas yendo... gracias”
empujé a la rubia afuera y me tiré en la cama para terminar la cerveza. El teléfono sonó otra vez. Dejé que sonara. Un perro empezó a rasguñar la puerta. Los llantos no me iban a dejar dormir jamás.
La advertencia
por. Facundo Ezequiel
mientras con la lengua
desesperadamente
trataba de sacarme
la carne de la
muela cariada
ella seguía parloteando
movía las manos
como loca
“sos insensible!”
llegué a escuchar
cuando creía
que se aflojaba
la carne
se estaba poniendo roja
los ojos vidriosos
pero la carne
no salía
cuando se me cansó
la lengua
gruñí
se le saltaba una vena
en la sien izquierda
ladraba
“nunca me escuchás!”
forcé mi suerte
me corté la lengua
con la muela
rota
mientras con la lengua
desesperadamente
trataba de sacarme
la carne de la
muela cariada
ella seguía parloteando
movía las manos
como loca
“sos insensible!”
llegué a escuchar
cuando creía
que se aflojaba
la carne
se estaba poniendo roja
los ojos vidriosos
pero la carne
no salía
cuando se me cansó
la lengua
gruñí
se le saltaba una vena
en la sien izquierda
ladraba
“nunca me escuchás!”
forcé mi suerte
me corté la lengua
con la muela
rota
Con casi 24 años
por. Facundo Ezequiel
Con casi 24 años
El destino se asoma
Y me hace saber
Que soy un artista
Me guiña el ojo
Y me recuerda
A los otros
El pintor pelirrojo
Que se cortó
La oreja
Y se suicidó
El escritor hipocondríaco
Que se mató
Patéticamente
Con el alcohol
El otro que
Fue consumido
Por la sífilis
En la locura
Sonrío
Puede que me haya
Roto una uña
Al patear esta silla
Sin trabajo
Ni pasión
Por la muerte
No tengo
Con qué
Pagarme el
Alcohol
Completamente
Desconocido
Quién querría verme
Arrastrándome en el barro?
Hay que hacerse
Un lugar en el cielo
Para ganarse
El infierno
Con casi 24 años
Ya soy un fracaso
Solo puedo escribir
Patéticos poemas
Con casi 24 años
El destino se asoma
Y me hace saber
Que soy un artista
Me guiña el ojo
Y me recuerda
A los otros
El pintor pelirrojo
Que se cortó
La oreja
Y se suicidó
El escritor hipocondríaco
Que se mató
Patéticamente
Con el alcohol
El otro que
Fue consumido
Por la sífilis
En la locura
Sonrío
Puede que me haya
Roto una uña
Al patear esta silla
Sin trabajo
Ni pasión
Por la muerte
No tengo
Con qué
Pagarme el
Alcohol
Completamente
Desconocido
Quién querría verme
Arrastrándome en el barro?
Hay que hacerse
Un lugar en el cielo
Para ganarse
El infierno
Con casi 24 años
Ya soy un fracaso
Solo puedo escribir
Patéticos poemas
Loco
por. Facundo Ezequiel
Desperté con el cigarrillo
Entre los dedos
Por lo visto
Solo había
Dormido un segundo
La ceniza
Seguía aferrada
Y no tenía
Más de un
Centímetro
La mierda seguía
Ahí afuera
Estaba por todos lados
Amenazando
Con ensuciarme
Los pantalones
“vos, mierda,
no me vas a agarrar!”
grité
la tele parpadeaba
su ruido habitual
una mujer
empezó a
sollozar
a mi lado
“no te
conozco”
la abracé
intenté
abrirle la
blusa —
se asomaba
una pequeña flor—
mordí
los botones
“no
te
conozco”
la mierda
pasaba
por debajo de
la puerta
me llegaba
a los zapatos
ella
se apartó
“puta! Mierda!
Puta!
Puta! Mierda!
Puta!”
La mierda ya
La tenía
Por los tobillos
Sin levantar
Los pies
Mientras
Ella
Se alejaba
Intenté
Aferrarla
Por el brazo
Pero
Tenía
Espinas
“puta!
Puta!
Puta!”
Podría haber evitado
La mierda
Por un momento
—me llegaba
a las rodillas—
pero siempre
creí
que era bueno
tener los
pies
en la tierra
aunque eso signifique
embarrarse
de mierda
Desperté con el cigarrillo
Entre los dedos
Por lo visto
Solo había
Dormido un segundo
La ceniza
Seguía aferrada
Y no tenía
Más de un
Centímetro
La mierda seguía
Ahí afuera
Estaba por todos lados
Amenazando
Con ensuciarme
Los pantalones
“vos, mierda,
no me vas a agarrar!”
grité
la tele parpadeaba
su ruido habitual
una mujer
empezó a
sollozar
a mi lado
“no te
conozco”
la abracé
intenté
abrirle la
blusa —
se asomaba
una pequeña flor—
mordí
los botones
“no
te
conozco”
la mierda
pasaba
por debajo de
la puerta
me llegaba
a los zapatos
ella
se apartó
“puta! Mierda!
Puta!
Puta! Mierda!
Puta!”
La mierda ya
La tenía
Por los tobillos
Sin levantar
Los pies
Mientras
Ella
Se alejaba
Intenté
Aferrarla
Por el brazo
Pero
Tenía
Espinas
“puta!
Puta!
Puta!”
Podría haber evitado
La mierda
Por un momento
—me llegaba
a las rodillas—
pero siempre
creí
que era bueno
tener los
pies
en la tierra
aunque eso signifique
embarrarse
de mierda
Conversación
por. Facundo Ezequiel
los hombres hablan
de fútbol
de autos
de cuánto les cuelga
y qué huevo está más abajo
yo prefiero
el silencio
estando
entre mujeres
pero ellas
tampoco se
callan
los hombres hablan
de fútbol
de autos
de cuánto les cuelga
y qué huevo está más abajo
yo prefiero
el silencio
estando
entre mujeres
pero ellas
tampoco se
callan
Tengo una vida para cada día de la semana
por. Facundo Ezequiel
tengo una vida para cada día de la semana
el lunes
soy una puta vieja y cansada
el martes
soy un escritor decadente
el miércoles
soy un chofer heroinómano
el jueves
soy un poeta aferrado al vino
el viernes soy otro despojo derrotado
tambaleante y sucio
el sábado soy
un niño caprichoso
el domingo
soy un loco suicida
y fracasado
las semanas pasan
con variaciones
hoy
no sé qué día es
pero estoy
mareado
y tecleando
en una vieja máquina
un poema
que no voy
a leer
ni nadie
jamás
tengo una vida para cada día de la semana
el lunes
soy una puta vieja y cansada
el martes
soy un escritor decadente
el miércoles
soy un chofer heroinómano
el jueves
soy un poeta aferrado al vino
el viernes soy otro despojo derrotado
tambaleante y sucio
el sábado soy
un niño caprichoso
el domingo
soy un loco suicida
y fracasado
las semanas pasan
con variaciones
hoy
no sé qué día es
pero estoy
mareado
y tecleando
en una vieja máquina
un poema
que no voy
a leer
ni nadie
jamás
miércoles, abril 15, 2009
Huesos
por. Facundo Ezequiel
las mujeres
todas
se llevan algo
de mí
libros
fotos
calzoncillos
ganas
alma
vida
llegado este punto
en el que estoy
desnudo
incluso
de piel
sin alma
uno solo
puede escribir
poemas
que la
próxima mujer
se va
a
llevar
también
las mujeres
todas
se llevan algo
de mí
libros
fotos
calzoncillos
ganas
alma
vida
llegado este punto
en el que estoy
desnudo
incluso
de piel
sin alma
uno solo
puede escribir
poemas
que la
próxima mujer
se va
a
llevar
también
Me complació
por. Facundo Ezequiel
un perro dormía en la calle
ella tenía que ser hermosa
y le ofreció
un pedazo de torta y
unas caricias
era mi cumpleaños
un perro dormía en la calle
ella tenía que ser hermosa
y le ofreció
un pedazo de torta y
unas caricias
era mi cumpleaños
Plop
por. Facundo Ezequiel
sí, hoy soy mejor poeta,
aguanto más botellas
de cerveza
mis frases vacías
ya no son incompletas
y el amor cursi
es solo algo
que me atormenta
desde el pasado
hoy soy mejor poeta,
tomé lo que había en la mesa y
escribo
desde la
comodidad de
mi baño
sí, hoy soy mejor poeta,
aguanto más botellas
de cerveza
mis frases vacías
ya no son incompletas
y el amor cursi
es solo algo
que me atormenta
desde el pasado
hoy soy mejor poeta,
tomé lo que había en la mesa y
escribo
desde la
comodidad de
mi baño
jueves, abril 09, 2009
Sífilis
por. Facundo Ezequiel
poemas
para qué?
poemas
para qué?
Propina
por. Facundo Ezequiel
ellas son jóvenes
huelen bien
nada de perfumes n°5
solo su piel
recorren las mesas juntando pedidos
con una sonrisa
trabajan en negro
un pobre sueldo
me conocen
no tanto como yo a ellas
pero se sienten aliviadas
cuando les pido
mi café
rara vez
tengo plata
pero siempre dejo propina
el otro día
no tenía monedas
y puse bajo la taza
mi mejor poema
no soy shakespeare
pero nunca voy a escribir
otro mejor
ellas son jóvenes
huelen bien
nada de perfumes n°5
solo su piel
recorren las mesas juntando pedidos
con una sonrisa
trabajan en negro
un pobre sueldo
me conocen
no tanto como yo a ellas
pero se sienten aliviadas
cuando les pido
mi café
rara vez
tengo plata
pero siempre dejo propina
el otro día
no tenía monedas
y puse bajo la taza
mi mejor poema
no soy shakespeare
pero nunca voy a escribir
otro mejor
Billete roto
por. Facundo Ezequiel
las señoras piensan
que los basureros
no penan
que son
espíritus
que se
desvanecen
a la luz del día
que solo reaparecen
para tocar los timbres
a la hora de la siesta
o a la hora de la comida
o a la hora de lavar la ropa
o a la hora de la telenovela
para violar
la tranquilidad
y preservar
la basura
para evitar revueltas
donan una moneda
o el billete roto
que le entregó
el verdulero
el otro día
pero ellos
por un mal sueldo
se deshacen de su mierda
del semen de sus maridos
destinado a sus amantes
de las uñas cortadas
de las cartas
que no deben
ser encontradas
se deshacen
de las últimas
toallas
ensangrentadas
por un mal sueldo
y tal vez
una moneda o
un billete
roto
sin numeración
las señoras piensan
que los basureros
no penan
que son
espíritus
que se
desvanecen
a la luz del día
que solo reaparecen
para tocar los timbres
a la hora de la siesta
o a la hora de la comida
o a la hora de lavar la ropa
o a la hora de la telenovela
para violar
la tranquilidad
y preservar
la basura
para evitar revueltas
donan una moneda
o el billete roto
que le entregó
el verdulero
el otro día
pero ellos
por un mal sueldo
se deshacen de su mierda
del semen de sus maridos
destinado a sus amantes
de las uñas cortadas
de las cartas
que no deben
ser encontradas
se deshacen
de las últimas
toallas
ensangrentadas
por un mal sueldo
y tal vez
una moneda o
un billete
roto
sin numeración
Una idea
por. Facundo Ezequiel
en cinco años espero
tener mi licenciatura
en arte
voy a pintar un cuadro
un rembrandt mutilado
lo voy a vender
diez veces más caro
que el cuadro más
caro
voy a fumar cigarros
voy a jugar ajedrez
con chicas desnudas
voy a prometer
retratos
a todas ellas
que no voy a pintar
y
al cumplir 70 y tantos
voy a dormir
con chicas
de 20
a 15 años
el vino no va a faltar
y voy a vivir de fiado
y si me queda tiempo
pintaré otro cuadro
en cinco años espero
tener mi licenciatura
en arte
voy a pintar un cuadro
un rembrandt mutilado
lo voy a vender
diez veces más caro
que el cuadro más
caro
voy a fumar cigarros
voy a jugar ajedrez
con chicas desnudas
voy a prometer
retratos
a todas ellas
que no voy a pintar
y
al cumplir 70 y tantos
voy a dormir
con chicas
de 20
a 15 años
el vino no va a faltar
y voy a vivir de fiado
y si me queda tiempo
pintaré otro cuadro
viernes, abril 03, 2009
La muerte es buena
por. Facundo Ezequiel
la muerte es buena,
hoy se murió el primer
ex presidente
de la post dictadura
y la gente
se reunía y
recordaba,
parecía recordar
por vez primera
la ilusión de la
democracia.
una mierda,
como quien dice.
la muerte es buena,
hoy se murió el primer
ex presidente
de la post dictadura
y la gente
se reunía y
recordaba,
parecía recordar
por vez primera
la ilusión de la
democracia.
una mierda,
como quien dice.
Los Jotas del ministerio
por. Facundo Ezequiel
Los Jotas del ministerio adoptan posturas obscenas.
Una pierna por detrás de la cabeza y la lengua
Colgando por debajo del ombligo.
Dando saltitos se acercan a quienquiera que los mire
Para mover las caderas frente a los ojos horrorizados
De quienes aún guardan algo de decencia.
La dignidad se les escapa
Por entre las piernas.
Los Jotas del ministerio creen saber lo que hacen
Pero ellos tampoco tienen la más mínima idea.
Patizambos del camino moral, los Jotas del ministerio
Amenazan con hacer cumplir las leyes
Grabadas en antiguas fojas.
Los Jotas del ministerio adoptan posturas obscenas.
Una pierna por detrás de la cabeza y la lengua
Colgando por debajo del ombligo.
Dando saltitos se acercan a quienquiera que los mire
Para mover las caderas frente a los ojos horrorizados
De quienes aún guardan algo de decencia.
La dignidad se les escapa
Por entre las piernas.
Los Jotas del ministerio creen saber lo que hacen
Pero ellos tampoco tienen la más mínima idea.
Patizambos del camino moral, los Jotas del ministerio
Amenazan con hacer cumplir las leyes
Grabadas en antiguas fojas.
Mis amigos
por. Facundo Ezequiel
los locos
borrachos
cínicos
son mis amigos. .
entre todo ese
farfullo
siempre
se las arreglan
para decir
una verdad.
si tuviese un mango
les
compraría
un
trago.
mientras
con gusto
dejo
que ellos
me inviten
a mí.
los locos
borrachos
cínicos
son mis amigos. .
entre todo ese
farfullo
siempre
se las arreglan
para decir
una verdad.
si tuviese un mango
les
compraría
un
trago.
mientras
con gusto
dejo
que ellos
me inviten
a mí.
Soledad
por. Facundo Ezequiel
el alcohol y los perros
son los únicos compañeros.
pero los perros se van y
las borracheras pasan
intenté con las hembras
pero ellas también
se van
y el tiempo
al final
solo queda
una pregunta
el alcohol y los perros
son los únicos compañeros.
pero los perros se van y
las borracheras pasan
intenté con las hembras
pero ellas también
se van
y el tiempo
al final
solo queda
una pregunta
Suicidio
por. Facundo Ezequiel
cuando los perros ladran
y no puedo dormir
pienso en las veces
que pensé matarme
y siempre algo me
convencía de no hacerlo
pienso que
seguramente
no eran buenas razones
pero
cuándo hay
buenas razones para
no matarse?
es la burocracia del cambio
lo que me mantiene
con vida
cuando los perros ladran
y no puedo dormir
pienso en las veces
que pensé matarme
y siempre algo me
convencía de no hacerlo
pienso que
seguramente
no eran buenas razones
pero
cuándo hay
buenas razones para
no matarse?
es la burocracia del cambio
lo que me mantiene
con vida
jueves, marzo 26, 2009
Autofagia
por. Facundo Ezequiel
El lóbulo cansado
se posa sobre el algodón,
donde los campos son blancos
y el azul no chorrea.
Es inagotable la tristeza
pero aprendemos a olvidarla,
el resto que nos excita
lo bebemos con mesura.
Lento gotear
del corazón, la tierra
subvierte el tacto
y la lengua, como un loco agotado,
ya casi no jadea.
El amor, al final,
es un animal autófago.
El lóbulo cansado
se posa sobre el algodón,
donde los campos son blancos
y el azul no chorrea.
Es inagotable la tristeza
pero aprendemos a olvidarla,
el resto que nos excita
lo bebemos con mesura.
Lento gotear
del corazón, la tierra
subvierte el tacto
y la lengua, como un loco agotado,
ya casi no jadea.
El amor, al final,
es un animal autófago.
lunes, marzo 16, 2009
Sangría
por. Facundo Ezequiel
Si hubiese
una sola rosa en el rosal
que coronase las espinas
valdría la sangría
el mirarla nomás
Si hubiese
una sola rosa en el rosal
que coronase las espinas
valdría la sangría
el mirarla nomás
jueves, marzo 12, 2009
Bautismo
por. Facundo Ezequiel
Después de un día de lluvia
una única gota
bautizó su frente.
Después de un día de lluvia
una única gota
bautizó su frente.
jueves, marzo 05, 2009
Salida de viernes
por. Facundo Ezequiel
La calle azul se perdía bajo los pesados pies de los gigantes de concreto. Ernestina se miró los zapatos que habían tomado un extraño tono verdoso a esa hora de la tarde, sus piecitos parecían no haber pisado nunca en sus veintitantos años y le dolían al verse obligados a tomar la forma de los zapatos. Ser mujer es difícil, si encontrara a un buen hombre y pudiese pensar que todo este trabajo valió la pena... ¿Para qué me compré estos zapatos horribles que encima me hacen doler los pies? Cruzó la calle, en la esquina dos tipos la miraban con una sonrisa y cuando pasó junto a ellos dijeron una guarangada. Ernestina apuró el paso, estaba oscureciendo y todavía faltaban como cinco cuadras. Por la calle pasó un auto con música a todo volumen. Los amigos se estaban reuniendo en los departamentos, haciendo la previa antes de ir a los boliches. Más adelante, en la puerta del edificio, el encargado fumaba un cigarrillo. Ernestina lo saludó y presionó el timbre. El encargado no dejaba de mirarla, la hacía poner nerviosa. La voz tardó una eternidad en contestar. «¿Sí?»
—Soy yo, abrime —dijo Ernestina, acercándose al portero eléctrico.
La chicharra gruñó y cuando Ernestina empujó la puerta, se abrió con un chasquido metálico.
En el pasillo el ascensor la esperaba. Abrió la primer puerta plegadiza, luego la segunda y se metió adentro, cerró las puertas y apretó el botón marcado con un “5” en bajorrelieve. La caja, que era como un ropero pequeño, arrancó, llevándole toda la sangre a los pies. Pegado en el espejo con cinta adhesiva un cartel impreso decía “En el mes de enero aumentará el valor de las expensas para cubrir los gastos del arreglo del ascensor. Federico Puccio, jefe de consorcio.” ¿Qué pasaría si ahora se cayera el ascensor? Mejor no pensarlo. No sería la primera vez que. “Capacidad Máxima: 4 personas.” Quedaría hecha papilla. Más no me podrían doler los pies. El ascensor se detuvo. Abrió las puertas. El piso estaba completamente a oscuras, solo la lucecita naranja del interruptor de la luz se veía claramente. Ernestina se abalanzó para presionarlo, pero tropezó con el borde mal alineado del piso con el ascensor y casi se cae. Soltando un quejido entre dientes como el de las serpientes al acecho cojeó hasta el botón de luz y después, ya pudiendo ver dónde andaba, cerró las puertas del ascensor y buscó el “5D”. Tocó el timbre y poco después el sonido de los cerrojos descorridos y una vuelta de llave la alivió. La puerta se abrió, la música inundó el pasillo y la cara amiga le sonrió.
—¡Era hora, boluda! —aulló Ernestina—. ¿Por qué tardaste tanto en abrirme el portón? No sabés cómo me miraba el pajero del portero. ¡Ajj! Me da un asco ese tipo.
—¡Hola, no? Me estaba secando el pelo, ¿qué querés? Y cómo no te va a mirar, puta, si andás con toda la concha al aire.
—Si no muestro un poco las piernas, no me va a ver nadie.
—¿De qué hablamos entonces?
—¡Ay, pero no ese tipo!
—Mirá que ganan bien estos tipos, eh, así como lo ves, el negro éste se la pasa pajereando y gana más que yo en esa mierda de oficina.
Ernestina se acomodó en la sala, apoyó la cartera sobre la mesa y se sentó.
—¿Cuánto te falta?
—Me maquillo y vamos.
—Bueno, dale.
Paseó la mirada por la habitación. Había unos cerditos, perritos, llamas, gatos, cocodrilos, elefantes, pequeños saleros de cerámica con forma de todo tipo de animales que interactuaban entre ellos sobre la cómoda inglesa, frente al espejo. Marta es una persona perfectamente normal, excepto por esta manía infantil de coleccionar saleros con forma de animalitos.
—¡Conseguiste el avestruz! —gritó Ernestina a Marta que se maquillaba en el baño.
—¿Viste? —contestó la voz apagada—. ¿No es hermosa?
—¡Sí! —dijo mientras se paraba para verlo de cerca.
Un bicho feo de plumas grises brillantes. Parece salido de una película de Disney. ¿Qué clase de persona dedica su tiempo libre a coleccionar avestruces de cráneos de porcelana agujereados? Da un poco de miedo pensarlo. Una vieja solterona, con la casa llena de antigüedades y polvo sobre los muebles cubiertos de plástico. Para entonces yo espero estar viuda de algún millonario.
—Yastá... —apareció Marta. Se veía verdaderamente hermosa. Ernestina sintió que se le hinchaba el pecho de alegría.
—¿Paso al baño un segundo y vamos?
—Dale.
Cruzaron la puerta. Los bolsos pegados a sus lados.
—Apretá —dijo Marta.
—¿Qué?
—La luz.
—Ah, sí.
El pasillo se iluminó y Marta pudo cerrar la puerta con la tintineante llave. Llamaron al ascensor y escucharon cómo regresaba de algún piso superior. Marta presionó el botón de la luz antes de que se apagara, interiorizado como tenía el tiempo que duraba la luz encendida. El ascensor se detuvo. Puerta uno. Puerta dos. Puerta uno. Puerta dos. “En el mes de enero...” “Capacidad Máxima...” Apenas pueden entrar dos, ¿cómo esperan que entren cuatro? Marta se miraba el maquillaje en el espejo que decoraba las paredes del habitáculo. El ascensor se detuvo en el tercer piso. Detrás de las dos puertas un hombre joven de una cabellera rubia y una barba rala un tanto desprolija que contrastaba con la pulcredad y el cuidado de su vestimenta esperaba para entrar.
—Disculpen —dijo el hombre, avergonzado—, ¿entramos todos?
Marta tuvo que tragarse la negativa cuando Ernestina se apuró a contestar.
—¡Entramos todos!
—Permiso...
El hombre puso el primer pie con mucho cuidado de no pisar a ninguna de las dos. Ernestina se puso colorada cuando el hombre le rozó los pechos con el brazo al cerrar las puertas. El hombre se dio cuenta y de pronto se puso rígido soslayando la mirada hacia Ernestina. ¿Y si es él? Marta miró al hombre con mala cara, dándose cuenta de cómo miraba a su amiga. ¿Y si es el hombre que necesito? Es hermoso. El ascensor se detuvo. El hombre abrió las puertas, se bajó y esperó a un lado a que las dos muchachas salieran, les sonrió amablemente cuando lo hicieron y luego volvió a cerrar las puertas. Ernestina se apuró a darle las gracias. Marta le tiró del brazo. Lentamente se acercaron hacia la puerta, el hombre las pasó, abrió la puerta y la mantuvo abierta hasta que pasaron. Ernestina no pudo evitar sonreír de felicidad y nuevamente le dio las gracias. Una vez que se alejaron del edificio, del portero, del hombre rubio de barba desprolija, Ernestina, disimuladamente comentó.
—Era lindo, ¿no?
—¿Lindo? No, me pareció un desastre... Vi cómo te miraba.
—¿Me miraba? —preguntó con una gran sonrisa Ernestina, poniéndose roja.
—Mmm... y vi cómo te pusiste... ¡sos una trola!
¿Y si es él?
—¡Andá a cagar!... Decime que lo conocés, que te lo cruzás, que sabés dónde vive...
—Lo vi alguna vez, pero no sé dónde vive, prefiero no saber.
¿Y si es él?
Sus zapatos eran grises bajo la noche estrellada, joven, sucia como un lienzo sin pintar que lleva demasiado tiempo olvidado en una buhardilla, joven mientras se perdían en su estómago hambriento las dos mujeres, jóvenes también.
La calle azul se perdía bajo los pesados pies de los gigantes de concreto. Ernestina se miró los zapatos que habían tomado un extraño tono verdoso a esa hora de la tarde, sus piecitos parecían no haber pisado nunca en sus veintitantos años y le dolían al verse obligados a tomar la forma de los zapatos. Ser mujer es difícil, si encontrara a un buen hombre y pudiese pensar que todo este trabajo valió la pena... ¿Para qué me compré estos zapatos horribles que encima me hacen doler los pies? Cruzó la calle, en la esquina dos tipos la miraban con una sonrisa y cuando pasó junto a ellos dijeron una guarangada. Ernestina apuró el paso, estaba oscureciendo y todavía faltaban como cinco cuadras. Por la calle pasó un auto con música a todo volumen. Los amigos se estaban reuniendo en los departamentos, haciendo la previa antes de ir a los boliches. Más adelante, en la puerta del edificio, el encargado fumaba un cigarrillo. Ernestina lo saludó y presionó el timbre. El encargado no dejaba de mirarla, la hacía poner nerviosa. La voz tardó una eternidad en contestar. «¿Sí?»
—Soy yo, abrime —dijo Ernestina, acercándose al portero eléctrico.
La chicharra gruñó y cuando Ernestina empujó la puerta, se abrió con un chasquido metálico.
En el pasillo el ascensor la esperaba. Abrió la primer puerta plegadiza, luego la segunda y se metió adentro, cerró las puertas y apretó el botón marcado con un “5” en bajorrelieve. La caja, que era como un ropero pequeño, arrancó, llevándole toda la sangre a los pies. Pegado en el espejo con cinta adhesiva un cartel impreso decía “En el mes de enero aumentará el valor de las expensas para cubrir los gastos del arreglo del ascensor. Federico Puccio, jefe de consorcio.” ¿Qué pasaría si ahora se cayera el ascensor? Mejor no pensarlo. No sería la primera vez que. “Capacidad Máxima: 4 personas.” Quedaría hecha papilla. Más no me podrían doler los pies. El ascensor se detuvo. Abrió las puertas. El piso estaba completamente a oscuras, solo la lucecita naranja del interruptor de la luz se veía claramente. Ernestina se abalanzó para presionarlo, pero tropezó con el borde mal alineado del piso con el ascensor y casi se cae. Soltando un quejido entre dientes como el de las serpientes al acecho cojeó hasta el botón de luz y después, ya pudiendo ver dónde andaba, cerró las puertas del ascensor y buscó el “5D”. Tocó el timbre y poco después el sonido de los cerrojos descorridos y una vuelta de llave la alivió. La puerta se abrió, la música inundó el pasillo y la cara amiga le sonrió.
—¡Era hora, boluda! —aulló Ernestina—. ¿Por qué tardaste tanto en abrirme el portón? No sabés cómo me miraba el pajero del portero. ¡Ajj! Me da un asco ese tipo.
—¡Hola, no? Me estaba secando el pelo, ¿qué querés? Y cómo no te va a mirar, puta, si andás con toda la concha al aire.
—Si no muestro un poco las piernas, no me va a ver nadie.
—¿De qué hablamos entonces?
—¡Ay, pero no ese tipo!
—Mirá que ganan bien estos tipos, eh, así como lo ves, el negro éste se la pasa pajereando y gana más que yo en esa mierda de oficina.
Ernestina se acomodó en la sala, apoyó la cartera sobre la mesa y se sentó.
—¿Cuánto te falta?
—Me maquillo y vamos.
—Bueno, dale.
Paseó la mirada por la habitación. Había unos cerditos, perritos, llamas, gatos, cocodrilos, elefantes, pequeños saleros de cerámica con forma de todo tipo de animales que interactuaban entre ellos sobre la cómoda inglesa, frente al espejo. Marta es una persona perfectamente normal, excepto por esta manía infantil de coleccionar saleros con forma de animalitos.
—¡Conseguiste el avestruz! —gritó Ernestina a Marta que se maquillaba en el baño.
—¿Viste? —contestó la voz apagada—. ¿No es hermosa?
—¡Sí! —dijo mientras se paraba para verlo de cerca.
Un bicho feo de plumas grises brillantes. Parece salido de una película de Disney. ¿Qué clase de persona dedica su tiempo libre a coleccionar avestruces de cráneos de porcelana agujereados? Da un poco de miedo pensarlo. Una vieja solterona, con la casa llena de antigüedades y polvo sobre los muebles cubiertos de plástico. Para entonces yo espero estar viuda de algún millonario.
—Yastá... —apareció Marta. Se veía verdaderamente hermosa. Ernestina sintió que se le hinchaba el pecho de alegría.
—¿Paso al baño un segundo y vamos?
—Dale.
Cruzaron la puerta. Los bolsos pegados a sus lados.
—Apretá —dijo Marta.
—¿Qué?
—La luz.
—Ah, sí.
El pasillo se iluminó y Marta pudo cerrar la puerta con la tintineante llave. Llamaron al ascensor y escucharon cómo regresaba de algún piso superior. Marta presionó el botón de la luz antes de que se apagara, interiorizado como tenía el tiempo que duraba la luz encendida. El ascensor se detuvo. Puerta uno. Puerta dos. Puerta uno. Puerta dos. “En el mes de enero...” “Capacidad Máxima...” Apenas pueden entrar dos, ¿cómo esperan que entren cuatro? Marta se miraba el maquillaje en el espejo que decoraba las paredes del habitáculo. El ascensor se detuvo en el tercer piso. Detrás de las dos puertas un hombre joven de una cabellera rubia y una barba rala un tanto desprolija que contrastaba con la pulcredad y el cuidado de su vestimenta esperaba para entrar.
—Disculpen —dijo el hombre, avergonzado—, ¿entramos todos?
Marta tuvo que tragarse la negativa cuando Ernestina se apuró a contestar.
—¡Entramos todos!
—Permiso...
El hombre puso el primer pie con mucho cuidado de no pisar a ninguna de las dos. Ernestina se puso colorada cuando el hombre le rozó los pechos con el brazo al cerrar las puertas. El hombre se dio cuenta y de pronto se puso rígido soslayando la mirada hacia Ernestina. ¿Y si es él? Marta miró al hombre con mala cara, dándose cuenta de cómo miraba a su amiga. ¿Y si es el hombre que necesito? Es hermoso. El ascensor se detuvo. El hombre abrió las puertas, se bajó y esperó a un lado a que las dos muchachas salieran, les sonrió amablemente cuando lo hicieron y luego volvió a cerrar las puertas. Ernestina se apuró a darle las gracias. Marta le tiró del brazo. Lentamente se acercaron hacia la puerta, el hombre las pasó, abrió la puerta y la mantuvo abierta hasta que pasaron. Ernestina no pudo evitar sonreír de felicidad y nuevamente le dio las gracias. Una vez que se alejaron del edificio, del portero, del hombre rubio de barba desprolija, Ernestina, disimuladamente comentó.
—Era lindo, ¿no?
—¿Lindo? No, me pareció un desastre... Vi cómo te miraba.
—¿Me miraba? —preguntó con una gran sonrisa Ernestina, poniéndose roja.
—Mmm... y vi cómo te pusiste... ¡sos una trola!
¿Y si es él?
—¡Andá a cagar!... Decime que lo conocés, que te lo cruzás, que sabés dónde vive...
—Lo vi alguna vez, pero no sé dónde vive, prefiero no saber.
¿Y si es él?
Sus zapatos eran grises bajo la noche estrellada, joven, sucia como un lienzo sin pintar que lleva demasiado tiempo olvidado en una buhardilla, joven mientras se perdían en su estómago hambriento las dos mujeres, jóvenes también.
Afuera, la lluvia
por. Facundo Ezequiel
Afuera, la lluvia. Dentro, a oscuras, la mira caer. Él la miraba, a oscuras, la veía y caía, y por más fuerte que apretara los dientes su mirada no tenía el poder de evitarlo y caía. Sus uñas clavadas en el sillón de cuerina negra, o la oscuridad era impenetrable y él la creía cayendo y no cayera. Afuera, la lluvia. Dentro, el clamor apagado por la alfombra, y ella, cayendo. Él también, estaba, pero sólo la veía caer y caía con ella y hubiese sido ella de no ser por el sillón y la alfombra que sentía en las uñas y en la planta de los pies. Caía, caía, y de pronto un sobresalto; tal vez un relámpago o el sonido de un cuerpo dando contra la mesa. Afuera, la lluvia. Dentro, él, el sillón, la alfombra; la mesa... y algo espantoso que no dejaba de caer.
Afuera, la lluvia. Dentro, a oscuras, la mira caer. Él la miraba, a oscuras, la veía y caía, y por más fuerte que apretara los dientes su mirada no tenía el poder de evitarlo y caía. Sus uñas clavadas en el sillón de cuerina negra, o la oscuridad era impenetrable y él la creía cayendo y no cayera. Afuera, la lluvia. Dentro, el clamor apagado por la alfombra, y ella, cayendo. Él también, estaba, pero sólo la veía caer y caía con ella y hubiese sido ella de no ser por el sillón y la alfombra que sentía en las uñas y en la planta de los pies. Caía, caía, y de pronto un sobresalto; tal vez un relámpago o el sonido de un cuerpo dando contra la mesa. Afuera, la lluvia. Dentro, él, el sillón, la alfombra; la mesa... y algo espantoso que no dejaba de caer.
El árbol cayó en el bosque
por. Facundo Ezequiel
Cuando María se levantó del sillón, Juan hizo ademán de levantarse, apoyó las manos sobre los brazos de su asiento y luego de aquel gesto inacabado se dejó caer nuevamente; miró cómo María se alejaba, adentrándose en la cocina. Juan prendió un cigarrillo que sacó del paquete arrugado que había sobre la mesita ratona.
—¡Mi amor! ¿No traés el cenicero?
María volvió con el platito de los carozos de aceitunas que habían comido hacia el comienzo de la picada.
—¿Y el cenicero?
—Yo qué sé. Fijate dónde lo dejaste que siempre lo dejás repleto y después la que termina limpiando las cenizas soy yo.
»Y te toca lavar los platos.
—Cuando termine el cigarrillo voy.
—Dejá, los lavo yo, pero después vas a limpiar el baño vos, eh.
—Esperá un segundo que termino el cigarro y ya los lavo.
—Mejor los lavo yo, que estoy con el envión.
María volvió a desaparecer dentro de la cocina, Juan resopló, llenando de humo la habitación, se levantó y apagó el cigarrillo contra los carozos. Con largos pasos, Juan se acercó a María por detrás, que ya estaba enjabonando los platos, y la abrazó, rodeándola por la cintura y cruzando un brazo entre sus pechos, dejando la mano sobre uno de sus hombros. María, sintiéndose completamente abarcada por el abrazo de este enorme hombre, suspiró.
—Siempre me mataron tus suspiros.
María sonrió.
—No te creas que así vas a zafar de lavar los platos. Tomá la esponja, seguí vos.
Juan amaba la suspicacia de María y comenzó a reír, incapaz de evitar la responsabilidad que le legaba María con el pase de la esponja.
—¿Dónde dejaste los cigarrillos?
—Quedaron sobre la mesita, pero hay que bajar a comprar más; quedaron dos.
María desapareció, esta vez hacia la sala.
—Pero cuando termine de lavar voy yo, no te preocupes... Vení acá.
María se acercó a la cocina con un cigarrillo entre los dedos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tengo ganas de escucharte.
—Ay, Juan, qué bobo.
—¡Qué tiene! Me gusta escucharte hablar, me hace bien, me tranquiliza. ¿Tanto te cuesta complacerme?
—Sólo cuando me lo pedís.
María se rió y le besó tiernamente el cuello a Juan mientras que él seguía lavando, le frotó el pecho con una mano, le dio una pitada al cigarrillo que tenía en la otra y luego de soltar el humo le habló al oído.
—Te quiero mucho...
Juan, con dificultad, se mantuvo en silencio y luego dijo con voz grave.
—Sos cruel... ¿por qué sos así conmigo?
—Porque te gusta —susurró María.
Juan cerró el agua y se dio vuelta para enfrentar a María que lo miraba con una sonrisa lasciva, sádica, Juan pensó que estaba esperando un golpe o algo, algo que la excitara un poco más. Juan con violencia le desabrochó el pantalón. María se mordía el labio mientras lo miraba actuar de esa manera, desencajado, era otro Juan, el animal que ella buscaba en él a cada encuentro.
La empujó contra la pared y se puso de rodillas. Le levantó una pierna y se la puso al hombro. Pocos habían sido tan buenos como Juan para María.
Cuando el portón se cerró detrás de él, Juan se dio vuelta y miró a la que creyó que era su ventana. Sonreía, pero no tenía ninguna razón para hacerlo y la ambigüedad de ese sentimiento encontrado con la razón lo carcomía. ¿Qué tenía que ver la dicha con la razón? El ser humano no compatibiliza con la felicidad, eso es lo que lo diferencia de los apacibles ciervos que saltan en los bosques, lo que lo distingue de cualquier otra raza animal. Sin embargo, Juan todavía sonreía al pagar por el paquete de cigarrillos y al pensar en las cosas que sería capaz de hacer por esa mujer que no lo esperaba, allá, en el departamento de arriba, ansiaba, eso sí, sus cigarrillos, su sexo, pero bien podría no tenerlo y, sin mirar atrás, buscaría al siguiente si no encontrara el suyo. Era una máquina de hacer piltrafas, pero solo los infelices se tiraban de cabeza a esa picadora de sentimientos y razonamientos. ¿Qué mejor que sufrir más hoy para saber que ayer estábamos mejor y tener así una meta visible pero igual de inalcanzable que el horizonte mismo? Así se puede saber que estamos vivos.
Juan trepó las escaleras y con la llave entró al departamento 48. Había música sonando, esa música que había aprendido a querer pese a su odio por la misma: era la música favorita de María. Juan canturreó un poco, inconscientemente, como dictándole la letra al tipo del disco que repetía lo que Juan decía, pero afinado.
—Ya llegué.
Juan empezó a buscar a María, y aunque no había muchos lugares donde buscar, enseguida pudo ver que no estaba en la sala, ni en la cocina, ni en la pieza. Tenía que estar en el baño. Juan se acercó a la puerta y se asomó a la cerradura, vio entonces que la luz estaba prendida, así que le habló a la puerta.
—Dejo los cigarrillos sobre el escritorio.
Juan abrió el paquete y sacó un cigarrillo, lo prendió con los fósforos que también había comprado y dejó el paquete sobre el escritorio, en la pieza. Grata fue la sorpresa al ver el cenicero sobre la mesa de luz, entonces se acordó que a la mañana había estado fumando en la cama. Se tiró sobre el acolchado, puso el cenicero sobre su panza y descartó las cenizas de su cigarrillo. El cenicero subía y bajaba con su respiración y esto era particularmente relajante para Juan que siempre se encontraba tensionado, atascado entre sombras por el irracional crecimiento de sus fantasías de locura y persecución. Arriba, abajo, el sonido mínimo y crispado del cigarrillo que se consumía a cada pitada y el humo en las penumbras de la habitación lo fueron sumiendo en un sopor del que no despertó sino con una terrible convulsión inexplicable: alguna pesadilla que no pudo recordar, pues había sido menos que un instante. Confundido miró alrededor: había tirado el cenicero y todas sus cenizas sobre el cubrecamas, si no arreglaba eso rápido María lo iba a matar. Se apuró a meter, como pudo, las cenizas de vuelta en el cenicero y luego, apurado, lo fue a vaciar al tacho de basura en la cocina, agarró un trapo y se apuró a volver a la pieza. Sacudió las cenizas de la cama y suspiró al ver que se había salvado de una de esas reprimendas histéricas de María.
—No pasó nada —se dijo a sí mismo, esperando quizá que María lo oiga y nada hubiese cambiado—. No pasó nada —repitió en voz más alta, pero nadie le preguntó “¿Qué nada pasó?” y Juan quizo tranquilizar a María diciéndole —. No pasó nada, no pasó nada, no pasó nada.
Pero repetir el conjuro no lo hacía cierto y la luz del baño estaba prendida todavía, María, del otro lado de la puerta, no daba señales de vida, naturalmente. El árbol había caído en el bosque, lejos de toda contemplación. No había pasado nada.
Cuando María se levantó del sillón, Juan hizo ademán de levantarse, apoyó las manos sobre los brazos de su asiento y luego de aquel gesto inacabado se dejó caer nuevamente; miró cómo María se alejaba, adentrándose en la cocina. Juan prendió un cigarrillo que sacó del paquete arrugado que había sobre la mesita ratona.
—¡Mi amor! ¿No traés el cenicero?
María volvió con el platito de los carozos de aceitunas que habían comido hacia el comienzo de la picada.
—¿Y el cenicero?
—Yo qué sé. Fijate dónde lo dejaste que siempre lo dejás repleto y después la que termina limpiando las cenizas soy yo.
»Y te toca lavar los platos.
—Cuando termine el cigarrillo voy.
—Dejá, los lavo yo, pero después vas a limpiar el baño vos, eh.
—Esperá un segundo que termino el cigarro y ya los lavo.
—Mejor los lavo yo, que estoy con el envión.
María volvió a desaparecer dentro de la cocina, Juan resopló, llenando de humo la habitación, se levantó y apagó el cigarrillo contra los carozos. Con largos pasos, Juan se acercó a María por detrás, que ya estaba enjabonando los platos, y la abrazó, rodeándola por la cintura y cruzando un brazo entre sus pechos, dejando la mano sobre uno de sus hombros. María, sintiéndose completamente abarcada por el abrazo de este enorme hombre, suspiró.
—Siempre me mataron tus suspiros.
María sonrió.
—No te creas que así vas a zafar de lavar los platos. Tomá la esponja, seguí vos.
Juan amaba la suspicacia de María y comenzó a reír, incapaz de evitar la responsabilidad que le legaba María con el pase de la esponja.
—¿Dónde dejaste los cigarrillos?
—Quedaron sobre la mesita, pero hay que bajar a comprar más; quedaron dos.
María desapareció, esta vez hacia la sala.
—Pero cuando termine de lavar voy yo, no te preocupes... Vení acá.
María se acercó a la cocina con un cigarrillo entre los dedos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tengo ganas de escucharte.
—Ay, Juan, qué bobo.
—¡Qué tiene! Me gusta escucharte hablar, me hace bien, me tranquiliza. ¿Tanto te cuesta complacerme?
—Sólo cuando me lo pedís.
María se rió y le besó tiernamente el cuello a Juan mientras que él seguía lavando, le frotó el pecho con una mano, le dio una pitada al cigarrillo que tenía en la otra y luego de soltar el humo le habló al oído.
—Te quiero mucho...
Juan, con dificultad, se mantuvo en silencio y luego dijo con voz grave.
—Sos cruel... ¿por qué sos así conmigo?
—Porque te gusta —susurró María.
Juan cerró el agua y se dio vuelta para enfrentar a María que lo miraba con una sonrisa lasciva, sádica, Juan pensó que estaba esperando un golpe o algo, algo que la excitara un poco más. Juan con violencia le desabrochó el pantalón. María se mordía el labio mientras lo miraba actuar de esa manera, desencajado, era otro Juan, el animal que ella buscaba en él a cada encuentro.
La empujó contra la pared y se puso de rodillas. Le levantó una pierna y se la puso al hombro. Pocos habían sido tan buenos como Juan para María.
Cuando el portón se cerró detrás de él, Juan se dio vuelta y miró a la que creyó que era su ventana. Sonreía, pero no tenía ninguna razón para hacerlo y la ambigüedad de ese sentimiento encontrado con la razón lo carcomía. ¿Qué tenía que ver la dicha con la razón? El ser humano no compatibiliza con la felicidad, eso es lo que lo diferencia de los apacibles ciervos que saltan en los bosques, lo que lo distingue de cualquier otra raza animal. Sin embargo, Juan todavía sonreía al pagar por el paquete de cigarrillos y al pensar en las cosas que sería capaz de hacer por esa mujer que no lo esperaba, allá, en el departamento de arriba, ansiaba, eso sí, sus cigarrillos, su sexo, pero bien podría no tenerlo y, sin mirar atrás, buscaría al siguiente si no encontrara el suyo. Era una máquina de hacer piltrafas, pero solo los infelices se tiraban de cabeza a esa picadora de sentimientos y razonamientos. ¿Qué mejor que sufrir más hoy para saber que ayer estábamos mejor y tener así una meta visible pero igual de inalcanzable que el horizonte mismo? Así se puede saber que estamos vivos.
Juan trepó las escaleras y con la llave entró al departamento 48. Había música sonando, esa música que había aprendido a querer pese a su odio por la misma: era la música favorita de María. Juan canturreó un poco, inconscientemente, como dictándole la letra al tipo del disco que repetía lo que Juan decía, pero afinado.
—Ya llegué.
Juan empezó a buscar a María, y aunque no había muchos lugares donde buscar, enseguida pudo ver que no estaba en la sala, ni en la cocina, ni en la pieza. Tenía que estar en el baño. Juan se acercó a la puerta y se asomó a la cerradura, vio entonces que la luz estaba prendida, así que le habló a la puerta.
—Dejo los cigarrillos sobre el escritorio.
Juan abrió el paquete y sacó un cigarrillo, lo prendió con los fósforos que también había comprado y dejó el paquete sobre el escritorio, en la pieza. Grata fue la sorpresa al ver el cenicero sobre la mesa de luz, entonces se acordó que a la mañana había estado fumando en la cama. Se tiró sobre el acolchado, puso el cenicero sobre su panza y descartó las cenizas de su cigarrillo. El cenicero subía y bajaba con su respiración y esto era particularmente relajante para Juan que siempre se encontraba tensionado, atascado entre sombras por el irracional crecimiento de sus fantasías de locura y persecución. Arriba, abajo, el sonido mínimo y crispado del cigarrillo que se consumía a cada pitada y el humo en las penumbras de la habitación lo fueron sumiendo en un sopor del que no despertó sino con una terrible convulsión inexplicable: alguna pesadilla que no pudo recordar, pues había sido menos que un instante. Confundido miró alrededor: había tirado el cenicero y todas sus cenizas sobre el cubrecamas, si no arreglaba eso rápido María lo iba a matar. Se apuró a meter, como pudo, las cenizas de vuelta en el cenicero y luego, apurado, lo fue a vaciar al tacho de basura en la cocina, agarró un trapo y se apuró a volver a la pieza. Sacudió las cenizas de la cama y suspiró al ver que se había salvado de una de esas reprimendas histéricas de María.
—No pasó nada —se dijo a sí mismo, esperando quizá que María lo oiga y nada hubiese cambiado—. No pasó nada —repitió en voz más alta, pero nadie le preguntó “¿Qué nada pasó?” y Juan quizo tranquilizar a María diciéndole —. No pasó nada, no pasó nada, no pasó nada.
Pero repetir el conjuro no lo hacía cierto y la luz del baño estaba prendida todavía, María, del otro lado de la puerta, no daba señales de vida, naturalmente. El árbol había caído en el bosque, lejos de toda contemplación. No había pasado nada.
Limbo
por. Facundo Ezequiel
Cansado, cansado, cansado
Como quien se ve envuelto en palabras
Repitiendo una premonición pasada
¡La voluntad!
¿Dónde?
Dos secretos en la vereda en penumbras
Deslizándose hacia la alcantarilla.
Los muertos no hablan,
Comentó el espiritista
Al decano de la respetable iglesia.
Uno más uno
Y el tercero en discordia
Pasearon hasta caer
Fundidos, sin memoria.
Olas tras las puertas doradas,
Mares de gente queriendo entrar.
Li-libertad,
Tartamudeó la reina,
Inmersa con la cabeza hasta la cintura
Del amable cortesano
Y en una mano una rosa
Que en sus labios posó.
¡Despiértese!,
El guardia al vagabundo instó;
Una costilla el sueño le costó
Pero dios no le devolvió su hembra,
Y la rama del fruto...
Demasiado alta.
Cansado, cansado, cansado
Como quien se ve envuelto en palabras
Repitiendo una premonición pasada
¡La voluntad!
¿Dónde?
Dos secretos en la vereda en penumbras
Deslizándose hacia la alcantarilla.
Los muertos no hablan,
Comentó el espiritista
Al decano de la respetable iglesia.
Uno más uno
Y el tercero en discordia
Pasearon hasta caer
Fundidos, sin memoria.
Olas tras las puertas doradas,
Mares de gente queriendo entrar.
Li-libertad,
Tartamudeó la reina,
Inmersa con la cabeza hasta la cintura
Del amable cortesano
Y en una mano una rosa
Que en sus labios posó.
¡Despiértese!,
El guardia al vagabundo instó;
Una costilla el sueño le costó
Pero dios no le devolvió su hembra,
Y la rama del fruto...
Demasiado alta.
Sobre los árboles
por. Facundo Ezequiel
Poniendo prácticamente naso con naso, los dos gorilas se miraban con cierta presteza extática como sólo saben hacer los salvajes al enfrentar sus estrechos horizontes.
—Te via matá —dijo el Intelectual de la tribu pronunciando a la perfección los agudos acentos de su particular idioma.
—Me gustária que lo intenté, gil —dijo el otro, intentando meter miedo a través de métodos subconscientes, lo que le mereció el respeto de su contrincante, que supo notar la variación de los tonos y los acentos, la eliminación de una sutil “s” y la pronunciación de labios apretados que hacían sonar el calificativo final como un genial ‘jul’.
El Intelectual se supo ante un virtuoso y pese a que la apariencia de aquel no lo acompañara (le crecían pelos en la frente), tuvo que esbozar una sonrisa y concederle honorablemente la victoriola.
—Meá dejá inerme —dijo el Intelectual haciendo vibrar un moco en la laringe con la profunda pronunciación de la “j”. El de los pelos en la frente sonrió también, con cierta dificultosa, y ambos pelanfrunes estrecharon sus manos en mutuo consentimiento.
El Intelectual, derrotado en el juego del enfrentamiento verbal, volvió entonces a su humilde choza, enarbolada sobre las metálicas vigas y el maleable concreto. Luego de una obvia mágica conjuración destinada al extraño, aparente, deseo de apertura de cierta planta pedalácea, se abrió la puerta de su residencia.
—Cerrate nomás, sésamo. —Cerróse la puerta detrás del Intelectual.
La choza consistía en separaciones cuyas funciones diferenciales estaban dispuestas por la preponderancia de ciertos colores: el baño era baño hasta que los elementos que lo constituían cambiaban del color blanco al negro y entonces el baño no era más baño sino que era cocina; de la misma manera el amarillo indicaba dormitorio y el verde sala de estar/comedor. Parado en el verde de la choza, que por dificultades estructurales representaba también vestíbulo, barruntaba su próxima acción, la cual confirmó cuando se apresuró al negro y se sirvió un vaso de agua que desbordó la sensación de hacer del blanco su próxima parada en la choza.
Sentado en el tazón y concentrado en su lectura (porque el Intelectual no habitaba el blanco si no era apoltronado en la lectura de algún volumen olvidado por la cuadrumanidad) gestualizaba cada una de las palabras que sus ojos recorrían.
El Intelectual se sobresaltó cuando un repetido golpe proveniente del verde de la choza lo ubicó nuevamente en su mamiferocidad.
—¡Puta, puta! ¡Me cagón su madre! ¡Ni un ségundo de paz! —Abrióse la flor de su irreverencia y subióse los lompa. Tropezando en insultos se acercó a la puerta y de un tirón la abrió.
—Hola bola te tárdaste un cacho en abrí. —Del otro lado saludaba un retazo de la cuadrumanidad; un retazo que él consideraba gastado y malformado, pero que de vez en cuando apreciaba tener a su lado.
—Mamor, staba descárgando unos indóloros; me retardé, pero perdones pídote.
—No te gandulfes, que te tra pa comé unos vidolitos que están de rechufle.
—¡Vidolitos! Vo me hacé desampará todo filo de nervio. Tamo, mamor —el Intelectual dijo mientras ponía en bobo los labios para chuponear a su hembra.
—Sipi, sipi, yásepe, nonos pongamonó cachondo —dijo ella mientras lo alejaba con dura mano en la sembla.
El Intelectual reculó, en silencio, hacia el verde, presto a preparar la mesa.
—¿Pongo los platoboldos? —preguntó en voz alta a su hembra, que se encontraba en el negro, preocupándose de los vidolitos. Como su concentración era amplia en su labor, no oyó la cuestión del Intelectual, quien, siempre que se le ignorase en sus peticiones, a causa de algún rezago de su tumultuosa infancia, se sulfuraba hasta el paroxismo; y tal era la representación que tenía de sí encolerizado, que muchas veces no podía evitar reírse con tal fuerza que su atacado diafragma le provocaba un terrible acceso de hipo.
—¡¡Thep pregunthép ship pongo lhosp platobholpdos!!... —repetía vanamente y con pésimos resultados el Intelectual, que ahora no sólo sufría de una inmensa duda sino también de un profundo dolor de vientre a causa del esfuerzo involuntario de sus músculos hiparios.
Los vidolitos que la hembra había echado en el hervorio de agua, se blandaban como serpientes cansadas y sin faquires que las encanten se ahogaban en el gor-gor que vaporeaba al negro y que prontamente se extendía por los restantes colores de la choza. Ya se sabía entonces que los vidolitos estaban listos, bien mortoritos y cantantes al dente de gustador que se precie.
Aparecíase entonces descabellada y a los chillos la hembra, reclamando la disposición de los platoboldos.
—¡¡¿Y los platoboldos?!! ¡¡¿Y los platoboldos?!!
Agotarado, el Intelectual, con un suspiro se resignó y no respondió con voz, sino disponiendo la vajetilla como debiera todo buen cuadrumarido responsable de su elección casamental.
—Ya hubiera elegido uno más prendido... si vinieran con etiqueta estos momototos... —refunfululaba para sí la hembra.
El Intelectual bajó la mirada y le alcanzó su platoboldo a su mamada, esperando, si no cariño, sí callar su vientriloquía, que por el pupo le gruñía y gruñía como un sapo. La hembra vorrojó un enjambre de enredados vidolitos en el platoboldo del Intelectual y luego, más tiernamente, llenó el suyo. La comilona sucedió entre calladas mira-miras y babosos zipidos de vidolos. Hacía años que no se sentían tan diferencialejados el uno del otro. Sin embargo no había odiares; era imposible cuando no se comunaban ni el amargor ni el candor de los días.
—Estoy viejo —bufó tristemente el Intelectual, rumiando sobre su deteriorado malvivir. Tanto pensamiento lo estaba dejando calvo de la frente a los pies, y la pelusa que se asomaba por sus narices estaba tan nevada que el frío de la muerte parecía ya envolver al pobre. Su profunda tristeza parecía confirmar la inminencia del no-ser.
—Estás viejo —bufó tristemente la hembra, rumiando sobre el tiempo compartido con ese saco de huesos roídos. Aún conservaba la energía de su juventud, pero la contradicción del espejo de los ojos aguados del viejo, que cierta vez la vieran hermosa, hacía que se le crispara la paciencia. Si ninguno de los dos moría antes de que los vidolitos dejasen los platoboldos, su existencia, pensaba, habría sido un completo fracaso.
—Estás viejo y maloroso y afelipado como un cadáver en descomposición —bufó nuevamente la hembra en un tono que el Intelectual jamás había oído de agujero alguno que se elevara sobre los hombros. Su vida se había convertido en una ofensa y lo presentía desde hacía muchas medialunas.
—Mi vida me pasé hundido en las postrimerías de fugaces pensamientos, siempre esperando aferrarme al siguiente que se iba igual al anterior. Lo más arriesgado en mi vida fue vivir una fantasía que nunca se concretó y sufrí cada segundo como si me supiera en un estadio finiquital. Nunca nadie me puso la garra al hombro más que para rasgármelo, y cada vez fui igual de ingenuo; siempre creí que me compadecerían. Pero hoy, tarde, me doy cuenta de que nunca nadie me tuvo en cálculo y para todos no fui más que un chiste que a veces se les cruzaba en tal o cual esquina, ¡ahora mismo deben de estar llorando de risa el Vendepapa y el sotreta Frentepeluda! Pero no puedo culparlos, que si mis huesos no fuesen míos mi angustia sería gracia.
»Mi mujer no es mía más que cuando me sirve de eco de mi consciencia, y ya no me agrada escucharla, como no me gusta tampoco tener que escucharme a mí mismo... ¿Te divertiste con el Vendepapa?
—¿¡Cómo!?
—Lo que suelto, mamor... es sólo una incuera amable; todavía me interesan tus actividades diarias.
Mirando con falsa indignación un largo segundo el platoboldo, la hembra tejía una respuesta que, con sinceridad, pronto hizo voz.
—Bastante —respondió.
—Bien —tragó dolorosamente el Intelectual—, al menos mi mujer tiene la fortuna de abanicar las caderas y sonreir con cuanto labio le plazca. —Y mirando a su mamada devorar sus vidolitos el Intelectual esperaba cruzar alguna gazeada de culpa en sus estropojos, pero jamás la cruzó.
El resto de la mansha sucedióse en silencio, hasta que un único vidolo entuercado en sí mismo quedábale en el plato al Intelectual. Entonces fue que la hembra dripeó unos pocos angustaladros vocablos.
—¿Fuimos en algún tiempo felices?
—Un pretérito lo fue pa mí y si meras sincera lo fuimos ambos... sí... —el Intelectual parecía perder la vista en algún suceso antiguo, retrovaba con una sonrisa oculta en sus pliegues de viejo.
—¿Podremos serlo hoy? —inquirió ansiosa.
—Quén sá, quén sá... séria mi desé, ma no sé si e acontecible —responsó el viejo, intentando no ser demasiado óptimo ni muy negato.
—Y si... —comenzó pensativa y alargada la hembra, pero detúvose pronto y silenció toda expresión.
—¿Posibilitaríamos?... —dijo el Intelectual, pensando en la misma cosa que su mamada. Entonces fue que se luquearon de verdad por única vez en decuriones de años agnósticos; se entuercaron sus ojos y en un tifón remolón de emociones se vieron enroscados. El Intelectual cofó y bajó la vista del fugaz encanto y parsimoniosamente entornó el último vidolito en su cubierto y lo engulló.
—Nah... —suspiró para sí.
Enero 2008
Poniendo prácticamente naso con naso, los dos gorilas se miraban con cierta presteza extática como sólo saben hacer los salvajes al enfrentar sus estrechos horizontes.
—Te via matá —dijo el Intelectual de la tribu pronunciando a la perfección los agudos acentos de su particular idioma.
—Me gustária que lo intenté, gil —dijo el otro, intentando meter miedo a través de métodos subconscientes, lo que le mereció el respeto de su contrincante, que supo notar la variación de los tonos y los acentos, la eliminación de una sutil “s” y la pronunciación de labios apretados que hacían sonar el calificativo final como un genial ‘jul’.
El Intelectual se supo ante un virtuoso y pese a que la apariencia de aquel no lo acompañara (le crecían pelos en la frente), tuvo que esbozar una sonrisa y concederle honorablemente la victoriola.
—Meá dejá inerme —dijo el Intelectual haciendo vibrar un moco en la laringe con la profunda pronunciación de la “j”. El de los pelos en la frente sonrió también, con cierta dificultosa, y ambos pelanfrunes estrecharon sus manos en mutuo consentimiento.
El Intelectual, derrotado en el juego del enfrentamiento verbal, volvió entonces a su humilde choza, enarbolada sobre las metálicas vigas y el maleable concreto. Luego de una obvia mágica conjuración destinada al extraño, aparente, deseo de apertura de cierta planta pedalácea, se abrió la puerta de su residencia.
—Cerrate nomás, sésamo. —Cerróse la puerta detrás del Intelectual.
La choza consistía en separaciones cuyas funciones diferenciales estaban dispuestas por la preponderancia de ciertos colores: el baño era baño hasta que los elementos que lo constituían cambiaban del color blanco al negro y entonces el baño no era más baño sino que era cocina; de la misma manera el amarillo indicaba dormitorio y el verde sala de estar/comedor. Parado en el verde de la choza, que por dificultades estructurales representaba también vestíbulo, barruntaba su próxima acción, la cual confirmó cuando se apresuró al negro y se sirvió un vaso de agua que desbordó la sensación de hacer del blanco su próxima parada en la choza.
Sentado en el tazón y concentrado en su lectura (porque el Intelectual no habitaba el blanco si no era apoltronado en la lectura de algún volumen olvidado por la cuadrumanidad) gestualizaba cada una de las palabras que sus ojos recorrían.
El Intelectual se sobresaltó cuando un repetido golpe proveniente del verde de la choza lo ubicó nuevamente en su mamiferocidad.
—¡Puta, puta! ¡Me cagón su madre! ¡Ni un ségundo de paz! —Abrióse la flor de su irreverencia y subióse los lompa. Tropezando en insultos se acercó a la puerta y de un tirón la abrió.
—Hola bola te tárdaste un cacho en abrí. —Del otro lado saludaba un retazo de la cuadrumanidad; un retazo que él consideraba gastado y malformado, pero que de vez en cuando apreciaba tener a su lado.
—Mamor, staba descárgando unos indóloros; me retardé, pero perdones pídote.
—No te gandulfes, que te tra pa comé unos vidolitos que están de rechufle.
—¡Vidolitos! Vo me hacé desampará todo filo de nervio. Tamo, mamor —el Intelectual dijo mientras ponía en bobo los labios para chuponear a su hembra.
—Sipi, sipi, yásepe, nonos pongamonó cachondo —dijo ella mientras lo alejaba con dura mano en la sembla.
El Intelectual reculó, en silencio, hacia el verde, presto a preparar la mesa.
—¿Pongo los platoboldos? —preguntó en voz alta a su hembra, que se encontraba en el negro, preocupándose de los vidolitos. Como su concentración era amplia en su labor, no oyó la cuestión del Intelectual, quien, siempre que se le ignorase en sus peticiones, a causa de algún rezago de su tumultuosa infancia, se sulfuraba hasta el paroxismo; y tal era la representación que tenía de sí encolerizado, que muchas veces no podía evitar reírse con tal fuerza que su atacado diafragma le provocaba un terrible acceso de hipo.
—¡¡Thep pregunthép ship pongo lhosp platobholpdos!!... —repetía vanamente y con pésimos resultados el Intelectual, que ahora no sólo sufría de una inmensa duda sino también de un profundo dolor de vientre a causa del esfuerzo involuntario de sus músculos hiparios.
Los vidolitos que la hembra había echado en el hervorio de agua, se blandaban como serpientes cansadas y sin faquires que las encanten se ahogaban en el gor-gor que vaporeaba al negro y que prontamente se extendía por los restantes colores de la choza. Ya se sabía entonces que los vidolitos estaban listos, bien mortoritos y cantantes al dente de gustador que se precie.
Aparecíase entonces descabellada y a los chillos la hembra, reclamando la disposición de los platoboldos.
—¡¡¿Y los platoboldos?!! ¡¡¿Y los platoboldos?!!
Agotarado, el Intelectual, con un suspiro se resignó y no respondió con voz, sino disponiendo la vajetilla como debiera todo buen cuadrumarido responsable de su elección casamental.
—Ya hubiera elegido uno más prendido... si vinieran con etiqueta estos momototos... —refunfululaba para sí la hembra.
El Intelectual bajó la mirada y le alcanzó su platoboldo a su mamada, esperando, si no cariño, sí callar su vientriloquía, que por el pupo le gruñía y gruñía como un sapo. La hembra vorrojó un enjambre de enredados vidolitos en el platoboldo del Intelectual y luego, más tiernamente, llenó el suyo. La comilona sucedió entre calladas mira-miras y babosos zipidos de vidolos. Hacía años que no se sentían tan diferencialejados el uno del otro. Sin embargo no había odiares; era imposible cuando no se comunaban ni el amargor ni el candor de los días.
—Estoy viejo —bufó tristemente el Intelectual, rumiando sobre su deteriorado malvivir. Tanto pensamiento lo estaba dejando calvo de la frente a los pies, y la pelusa que se asomaba por sus narices estaba tan nevada que el frío de la muerte parecía ya envolver al pobre. Su profunda tristeza parecía confirmar la inminencia del no-ser.
—Estás viejo —bufó tristemente la hembra, rumiando sobre el tiempo compartido con ese saco de huesos roídos. Aún conservaba la energía de su juventud, pero la contradicción del espejo de los ojos aguados del viejo, que cierta vez la vieran hermosa, hacía que se le crispara la paciencia. Si ninguno de los dos moría antes de que los vidolitos dejasen los platoboldos, su existencia, pensaba, habría sido un completo fracaso.
—Estás viejo y maloroso y afelipado como un cadáver en descomposición —bufó nuevamente la hembra en un tono que el Intelectual jamás había oído de agujero alguno que se elevara sobre los hombros. Su vida se había convertido en una ofensa y lo presentía desde hacía muchas medialunas.
—Mi vida me pasé hundido en las postrimerías de fugaces pensamientos, siempre esperando aferrarme al siguiente que se iba igual al anterior. Lo más arriesgado en mi vida fue vivir una fantasía que nunca se concretó y sufrí cada segundo como si me supiera en un estadio finiquital. Nunca nadie me puso la garra al hombro más que para rasgármelo, y cada vez fui igual de ingenuo; siempre creí que me compadecerían. Pero hoy, tarde, me doy cuenta de que nunca nadie me tuvo en cálculo y para todos no fui más que un chiste que a veces se les cruzaba en tal o cual esquina, ¡ahora mismo deben de estar llorando de risa el Vendepapa y el sotreta Frentepeluda! Pero no puedo culparlos, que si mis huesos no fuesen míos mi angustia sería gracia.
»Mi mujer no es mía más que cuando me sirve de eco de mi consciencia, y ya no me agrada escucharla, como no me gusta tampoco tener que escucharme a mí mismo... ¿Te divertiste con el Vendepapa?
—¿¡Cómo!?
—Lo que suelto, mamor... es sólo una incuera amable; todavía me interesan tus actividades diarias.
Mirando con falsa indignación un largo segundo el platoboldo, la hembra tejía una respuesta que, con sinceridad, pronto hizo voz.
—Bastante —respondió.
—Bien —tragó dolorosamente el Intelectual—, al menos mi mujer tiene la fortuna de abanicar las caderas y sonreir con cuanto labio le plazca. —Y mirando a su mamada devorar sus vidolitos el Intelectual esperaba cruzar alguna gazeada de culpa en sus estropojos, pero jamás la cruzó.
El resto de la mansha sucedióse en silencio, hasta que un único vidolo entuercado en sí mismo quedábale en el plato al Intelectual. Entonces fue que la hembra dripeó unos pocos angustaladros vocablos.
—¿Fuimos en algún tiempo felices?
—Un pretérito lo fue pa mí y si meras sincera lo fuimos ambos... sí... —el Intelectual parecía perder la vista en algún suceso antiguo, retrovaba con una sonrisa oculta en sus pliegues de viejo.
—¿Podremos serlo hoy? —inquirió ansiosa.
—Quén sá, quén sá... séria mi desé, ma no sé si e acontecible —responsó el viejo, intentando no ser demasiado óptimo ni muy negato.
—Y si... —comenzó pensativa y alargada la hembra, pero detúvose pronto y silenció toda expresión.
—¿Posibilitaríamos?... —dijo el Intelectual, pensando en la misma cosa que su mamada. Entonces fue que se luquearon de verdad por única vez en decuriones de años agnósticos; se entuercaron sus ojos y en un tifón remolón de emociones se vieron enroscados. El Intelectual cofó y bajó la vista del fugaz encanto y parsimoniosamente entornó el último vidolito en su cubierto y lo engulló.
—Nah... —suspiró para sí.
Enero 2008
Lunares
por. Facundo Ezequiel
Acá y allá en la esquina
Cuando la gente estornuda
Hay un pequeño lunar que crece
Tan pero tan lentamente
Que pocos se sorprenden
Solo el visitante ocasional
Que busca monedas donde va
Dice “Esto no era así o no estaba acá”
Pero sigue su camino nomás
Acá y allá en la esquina
Cuando la gente estornuda
Hay un cáncer terrible y crece
Acá y allá en la esquina
Cuando la gente estornuda
Hay un pequeño lunar que crece
Tan pero tan lentamente
Que pocos se sorprenden
Solo el visitante ocasional
Que busca monedas donde va
Dice “Esto no era así o no estaba acá”
Pero sigue su camino nomás
Acá y allá en la esquina
Cuando la gente estornuda
Hay un cáncer terrible y crece
viernes, febrero 20, 2009
Poema abierto
La idea de "poema abierto" es que quien quiera pueda agregar una línea al mismo, a través de los comentarios. Propongo lo siguiente como piedra fundacional:
Entre las hojas del periódico
Entre las hojas del periódico
domingo, febrero 08, 2009
Palomita guerrera
por. Facundo Ezequiel
Palomita dálmata
a muchos les das lástima
Palomita tristona
dejá de comer las migas de otros
El viejo se sienta y mira
cómo las palomas se pelean
Palomita guerrera
perdiste un ojo y la guerra
Palomita dálmata
a muchos les das lástima
Palomita tristona
dejá de comer las migas de otros
El viejo se sienta y mira
cómo las palomas se pelean
Palomita guerrera
perdiste un ojo y la guerra
Perros
por. Facundo Ezequiel
De-de-de da-da-da
Si pongo mi plata voy a ganar
El perro grande corre rápido
El hombre chiquito le tiene miedo
La fuerte voz hace eco
La tierra pica las narices
De-de-de da-da-da
Los hombres todos tristes
De-de-de da-da-da
Si pongo mi plata voy a ganar
El perro grande corre rápido
El hombre chiquito le tiene miedo
La fuerte voz hace eco
La tierra pica las narices
De-de-de da-da-da
Los hombres todos tristes
Poemas
por. Facundo Ezequiel
Una hoja fue rasgada
y en su interior
ahogada un alma
§
Apuñáleme la espalda
pero luego
béseme la herida
§
Béseme la herida
pero luego
héchele sal
§
Mi guitarra tiene tres cuerdas
cuando tenga una sola
la amaré igual
cuando no tenga cuerdas
la amaré mucho más
§
Miré dentro de mi vaso
¡y me vi a mí mismo!
Una hoja fue rasgada
y en su interior
ahogada un alma
§
Apuñáleme la espalda
pero luego
béseme la herida
§
Béseme la herida
pero luego
héchele sal
§
Mi guitarra tiene tres cuerdas
cuando tenga una sola
la amaré igual
cuando no tenga cuerdas
la amaré mucho más
§
Miré dentro de mi vaso
¡y me vi a mí mismo!
Monkey ball
por. Facundo Ezequiel
Monkey has got his ball
let him enjoy now
let him dance a little more
let him be til dawn
til he is tired and out
I'll be waiting you outside
by the drunken man sleeping
by the payphone broken
I'll be moaning til you're mine
Monkey has got his ball
let him enjoy now
let him dance a little more
let him be til dawn
til he is tired and out
I'll be waiting you outside
by the drunken man sleeping
by the payphone broken
I'll be moaning til you're mine
Enterrado
por. Facundo Ezequiel
Enterrado
Enterrado
¿No me dejarías al menos descansar?
Mis ojos todavía ven
Mis manos aún sienten
y se aferran con tanta fuerza
Subterráneo con el pecho ardiendo en pedazos
Enterrado
Sin poder descansar
Enterrado
Enterrado
¿No me dejarías al menos descansar?
Mis ojos todavía ven
Mis manos aún sienten
y se aferran con tanta fuerza
Subterráneo con el pecho ardiendo en pedazos
Enterrado
Sin poder descansar
viernes, enero 09, 2009
El callejón de los bellos hombres desnudos
por. Facundo Ezequiel
En el norte de la ciudad hay un callejón que nadie conoce donde se reúnen hombres con una belleza tal que no quisieras que tu mujer se entere jamás que son posibles semejantes atributos de ensueño. Una noche fui invitado a ese oscuro escondrijo por quién sabe qué prodigio de la maravillosa providencia, quizás haya sido un giro equivocado o el aroma a sueño que me guió hasta aquel extraño lugar. Un hombre idéntico a la imagen que tenía de Aquiles fabricada en mi mente esperaba bajo un farol, ante la suprema oscuridad del callejón desde donde podía escucharse el sonido de risas apagadas por lo que olía a una multitud de personas, olor que me recordó a los viajes matutinos al trabajo, así que dudé cuando el hombre me dijo: “Desnúdese.” Lo miré un segundo en silencio. Las risas se elevaban ahora, haciendo eco contra las paredes de ladrillo, húmedas por el rocío de la madrugada. El hombre extendió sus brazos, como esperando que le entregara algo. “No se preocupe,” dijo, “en cuanto entre no querrá volver a usar esta ropa de nuevo.”
Lo cierto es que cualquier hombre que se precie, vería esta situación un tanto rara, pero yo llevaba tiempo descarriado; había intentado el suicidio, pero era demasiado cobarde o inútil como para llevarlo a cabo satisfactoriamente. Cada ocasión que pudiera agregarle un poco de emoción a mi monótona vida suicida era bienvenida. Me quité la ropa y se la puse directamente sobre sus enormes brazos de percha. Apenas recibió las prendas, las arrojó a un lado como si fuesen basura. Estuve a punto de insultarlo, pero la situación, así como se presentaba, no acreditaba una reacción tan desencajada. “Ya va a ver, usted sería un perfecto miembro de nuestro club, no se arrepentirá.”
Caminamos alrededor de medio minuto por aquel largo, oscuro pasillo hasta que una tenue luz como de vela iluminó suavemente el final del callejón. Un grupo de hombres completamente desnudos parecía estar de fiesta, pero no era nada de lo que me hubiese imaginado. Todos reían y se veían completamente satisfechos con lo que hacían. Mi sorpresa fue enorme al ver lo que hacían. A decir verdad nadie interactuaba con nadie más que con sí mismo. Cada uno de ellos era verdaderamente hermoso, eran cuerpos prodigiosos de belleza semejante a los dioses, si es que ellos no lo eran. Todos de una edad indefinida, como si sus cuerpos no tuviesen edad, sólo belleza. Un hombre alto y moreno estaba recostado contra una de las paredes laterales y se acariciaba los músculos de sus brazos, los amplios pectorales, el estómago, los muslos, el pelo como si estuviera amándose. Otro hombre de pelo color zanahoria, en el medio, se encontraba masturbándose mientras reía a carcajadas y gemía en un grito extrañamente mezclado. Estas imágenes se repetían en el extenso grupo donde se confundían unos cuerpos con otros, pero todos estaban concentrados en amarse sólo a sí mismos.
De pronto la sensatez me atacó como un rayo y me asusté. “¿Qué hago acá?,” me dije. Me di la vuelta y salí a toda velocidad, tropezando en la tiniebla absoluta que me guió hasta el farol de la entrada. Detrás continuaba escuchando las carcajadas y gemidos y la voz de mi guía que me gritaba desde la profundidad del callejón. “¡Volvé! ¡Te perdés algo increíble! ¡Te lo perdés!” Encontré mis pantalones y calzoncillos junto a unas páginas viejas del Crónica y cáscaras de naranja secas. No pude encontrar la camisa ni los zapatos, pero no busqué demasiado y salí aterrado al escuchar nuevamente el eco del masivo placer egoísta que se oía desde el perverso callejón.
Algún tiempo después volví a pasar delante del callejón, una tarde. Vi mis zapatos apoyados contra la pared y un montón de ropa amontonada a un lado. Esperando allí estaba el guía, al verme pasar me guiñó el ojo y yo apuré el paso, abandonando para siempre la esperanza de recuperar ese buen par de zapatos. Quién sabe si me tentaría finalmente a quedarme en el callejón, de haber recogido mis zapatos.
En el norte de la ciudad hay un callejón que nadie conoce donde se reúnen hombres con una belleza tal que no quisieras que tu mujer se entere jamás que son posibles semejantes atributos de ensueño. Una noche fui invitado a ese oscuro escondrijo por quién sabe qué prodigio de la maravillosa providencia, quizás haya sido un giro equivocado o el aroma a sueño que me guió hasta aquel extraño lugar. Un hombre idéntico a la imagen que tenía de Aquiles fabricada en mi mente esperaba bajo un farol, ante la suprema oscuridad del callejón desde donde podía escucharse el sonido de risas apagadas por lo que olía a una multitud de personas, olor que me recordó a los viajes matutinos al trabajo, así que dudé cuando el hombre me dijo: “Desnúdese.” Lo miré un segundo en silencio. Las risas se elevaban ahora, haciendo eco contra las paredes de ladrillo, húmedas por el rocío de la madrugada. El hombre extendió sus brazos, como esperando que le entregara algo. “No se preocupe,” dijo, “en cuanto entre no querrá volver a usar esta ropa de nuevo.”
Lo cierto es que cualquier hombre que se precie, vería esta situación un tanto rara, pero yo llevaba tiempo descarriado; había intentado el suicidio, pero era demasiado cobarde o inútil como para llevarlo a cabo satisfactoriamente. Cada ocasión que pudiera agregarle un poco de emoción a mi monótona vida suicida era bienvenida. Me quité la ropa y se la puse directamente sobre sus enormes brazos de percha. Apenas recibió las prendas, las arrojó a un lado como si fuesen basura. Estuve a punto de insultarlo, pero la situación, así como se presentaba, no acreditaba una reacción tan desencajada. “Ya va a ver, usted sería un perfecto miembro de nuestro club, no se arrepentirá.”
Caminamos alrededor de medio minuto por aquel largo, oscuro pasillo hasta que una tenue luz como de vela iluminó suavemente el final del callejón. Un grupo de hombres completamente desnudos parecía estar de fiesta, pero no era nada de lo que me hubiese imaginado. Todos reían y se veían completamente satisfechos con lo que hacían. Mi sorpresa fue enorme al ver lo que hacían. A decir verdad nadie interactuaba con nadie más que con sí mismo. Cada uno de ellos era verdaderamente hermoso, eran cuerpos prodigiosos de belleza semejante a los dioses, si es que ellos no lo eran. Todos de una edad indefinida, como si sus cuerpos no tuviesen edad, sólo belleza. Un hombre alto y moreno estaba recostado contra una de las paredes laterales y se acariciaba los músculos de sus brazos, los amplios pectorales, el estómago, los muslos, el pelo como si estuviera amándose. Otro hombre de pelo color zanahoria, en el medio, se encontraba masturbándose mientras reía a carcajadas y gemía en un grito extrañamente mezclado. Estas imágenes se repetían en el extenso grupo donde se confundían unos cuerpos con otros, pero todos estaban concentrados en amarse sólo a sí mismos.
De pronto la sensatez me atacó como un rayo y me asusté. “¿Qué hago acá?,” me dije. Me di la vuelta y salí a toda velocidad, tropezando en la tiniebla absoluta que me guió hasta el farol de la entrada. Detrás continuaba escuchando las carcajadas y gemidos y la voz de mi guía que me gritaba desde la profundidad del callejón. “¡Volvé! ¡Te perdés algo increíble! ¡Te lo perdés!” Encontré mis pantalones y calzoncillos junto a unas páginas viejas del Crónica y cáscaras de naranja secas. No pude encontrar la camisa ni los zapatos, pero no busqué demasiado y salí aterrado al escuchar nuevamente el eco del masivo placer egoísta que se oía desde el perverso callejón.
Algún tiempo después volví a pasar delante del callejón, una tarde. Vi mis zapatos apoyados contra la pared y un montón de ropa amontonada a un lado. Esperando allí estaba el guía, al verme pasar me guiñó el ojo y yo apuré el paso, abandonando para siempre la esperanza de recuperar ese buen par de zapatos. Quién sabe si me tentaría finalmente a quedarme en el callejón, de haber recogido mis zapatos.
El agujero
por. Facundo Ezequiel
Había salido tarde del trabajo, estaba algo cansado y necesitaba mis cigarrillos, así que me fui al kiosco de enfrente. Le pedí los Philip Morris y el kiosquero me contestó poniendo los cigarrillos sobre el mostrador. Le di el billete y el tipo buscó en la registradora las monedas que me puso en la mano. Entonces me dijo simplemente eso. Yo estaba cansado y pensé que no había entendido bien, y cuando estaba saliendo, me aclaró:
—Está a cinco cuadras de acá, siguiendo esta calle.
Yo miré atrás sin darle mucha importancia y seguí mi camino. La parada estaba a dos cuadras y ya había visto que se me escapaba un colectivo. De todas formas era la peor hora para viajar de vuelta; en cuarenta minutos estaba seguro que el asunto iba a mejorar. Tenía que dejar pasar un par de colectivos más. Cuando llegué a la esquina paró el colectivo y la larga fila de hombres de bolsos y portafolios fue tragada por el mastodonte verde. Aproveché inconscientemente el impulso de mis piernas.
«El agujero» había dicho el tipo. Estaba a tres cuadras.
El Agujero, el boliche de los curiosos; sonaba a bar gay, pero qué tal si ni siquiera era un bar. Si veía algún tipo de luz de neón, me cruzaría a la vereda de enfrente y volvería disimulando a tomar el siguiente colectivo.
Pero no había luces de neón. Un grupo de gente cercaba la calle, cincuenta metros más adelante. Bajé la velocidad de mis pasos y miré alrededor en busca de alguien que pudiese advertirme qué era lo que pasaba. No había nadie cerca, por eso estiré un poco el cuello mientras me acercaba, pero no llegué a ver nada, parecía que alguien había tenido un accidente, todos estaban mirando algo en la calle. Necesitaba ver qué pasaba. Finalmente me acerqué a un pibe que estaba en la parte exterior del círculo de gente, plantado con un pie en el suelo y el otro en el pedal de una vieja bicicleta.
Lo que me dijo no fue nada revelador y tampoco me supuso algo tan interesante como para convocar tanta gente.
Me puse en puntas de pie entre una vieja y una señora que volvía de las compras y me asomé.
Ahí estaba, eso que el chico había dicho, nada espectacular ni meritorio en una ciudad como ésta, sin embargo, ahí estaba toda esa gente, mirando como si fuesen cavernícolas ante la primer fogata de la humanidad.
«Un agujero.» Eso me dijo el chico. Eso vi. Cuando le pregunté a la señora qué había pasado, esperando que me dijera que se había caído alguien dentro, no conseguí más que una estúpida repetición sonora de lo que veían mis ojos. Miré de nuevo entre esas dos cabezas de señora. Era casi como una enorme araña que echaba raíces en el pavimento; negro, no se advertía un fondo desde donde estaba parado, y parecía querer tirar abajo buena parte de la vereda: un verdadero desastre estructural, probablemente corríamos peligro estando ahí parados junto al agujero. Se lo intenté decir a la vieja (por lo general son las primeras en alocarse), pero me ignoró por completo. Tal vez yo haya sido el miedoso, pero tantas noticias a lo largo de mi vida me aterraron con gente atrapada en angostos pozos y túneles durante días antes de ser rescatados, algunas veces sin vida, que prefería no desafiar a aquel agujero. Di un par de pasos hacia atrás, pero me daba más miedo parecer cobarde, así que me volví a adelantar.
Volví a mirar al agujero. Por un momento me pareció que era más grande que hacía un momento. Eché una mirada alrededor y todos estaban absortos en aquel agujero, como zombis. Volví a mirar. Una piedrita de asfalto se desprendió del borde opuesto al mío y cayó dentro, yo esperé atento para escuchar la caída y hacer un estimado de su profundidad, pero nada. Nadie tampoco se mosqueó por el desprendimiento de aquella piedrita. ¿No se daban cuenta lo peligroso que era? En cualquier momento se desprendería un cascote y dentro resbalaría aquel pibe de campera gris. ¿Se quedarían todos mirando en silencio? Tal vez el pibe tampoco gritaría al caer hacia la oscuridad. Nadie hizo ningún comentario y yo no quise ser diferente, ya me había intimidado la mirada vacía de la vieja, antes.
De pronto, un gesto me incomodó. Un hombre vestido con una remera negra con el nombre de una banda de rock en ella y pantalones de jogging, comenzó a balancearse poco a poco como quien se está quedando dormido de pie. Estuve a punto de gritar alguna advertencia, pero tenía miedo de asustar a alguien y que cayera por la exaltación de mi grito. Manifesté mi preocupación a la señora de mi derecha, pero no me escuchó, o me ignoró. El tipo parecía balancearse cada vez más profundamente y yo comencé a tartamudear, realmente asustado. El tipo estaba parado en el borde, sabía que hay muchas personas que sufren de vértigo al encontrarse a grandes alturas o frente a la posibilidad de una gran caída, lo empecé a llamar mientras lo señalaba, pero él tampoco me escuchó y su balanceo ya se había convertido en algo realmente peligroso. Nadie se daba cuenta ni hacía nada más que mirar el agujero, negro, como una araña, deborándose el asfalto. Y luego como un rayo difuso. Me quedé con la boca abierta porque no lo podía creer. Levanté la vista. Ya no estaba. El tipo que se balanceaba no estaba: había caído al agujero. El agujero había devorado al hombre aquel. Ningún suspiro. Ninguna exclamación. El agujero absorvía las miradas y consumía los pensamientos de todos al punto de que no podían hablar ni reaccionar ante una atrocidad como la que acababa de ocurrir. Las grietas que lo acunaban como en una frágil tela de araña de pavimento me daban la sensación de estar creciendo a cada segundo, pero cuando lograba quitar los ojos del agujero y miraba las grietas, no me parecía que hubiese algún cambio en su extensión o forma. Por un rato largo me mantuve mirando frenéticamente así, primero el agujero y después las grietas en una repetición que acabó por hacerme doler los ojos.
Me refregué los ojos y me dispuse a relajarme, pero al volver a mirar al agujero, algo me llamó la atención; dentro de él, en la oscuridad que lo conformaba, algo parecía moverse. ¿Sería el recién caído?
«¡Es el hombre!,» grité, contento, exaltado.
Pero nadie reaccionó y más allá de mi súbito desafuero yo tampoco reaccioné. Al segundo me dispuse a aguzar la vista y observé esa oscuridad que se arremolinaba inexplicablemente. Había algo ahí dentro. Había algo. Había algo, así que miré.
Había salido tarde del trabajo, estaba algo cansado y necesitaba mis cigarrillos, así que me fui al kiosco de enfrente. Le pedí los Philip Morris y el kiosquero me contestó poniendo los cigarrillos sobre el mostrador. Le di el billete y el tipo buscó en la registradora las monedas que me puso en la mano. Entonces me dijo simplemente eso. Yo estaba cansado y pensé que no había entendido bien, y cuando estaba saliendo, me aclaró:
—Está a cinco cuadras de acá, siguiendo esta calle.
Yo miré atrás sin darle mucha importancia y seguí mi camino. La parada estaba a dos cuadras y ya había visto que se me escapaba un colectivo. De todas formas era la peor hora para viajar de vuelta; en cuarenta minutos estaba seguro que el asunto iba a mejorar. Tenía que dejar pasar un par de colectivos más. Cuando llegué a la esquina paró el colectivo y la larga fila de hombres de bolsos y portafolios fue tragada por el mastodonte verde. Aproveché inconscientemente el impulso de mis piernas.
«El agujero» había dicho el tipo. Estaba a tres cuadras.
El Agujero, el boliche de los curiosos; sonaba a bar gay, pero qué tal si ni siquiera era un bar. Si veía algún tipo de luz de neón, me cruzaría a la vereda de enfrente y volvería disimulando a tomar el siguiente colectivo.
Pero no había luces de neón. Un grupo de gente cercaba la calle, cincuenta metros más adelante. Bajé la velocidad de mis pasos y miré alrededor en busca de alguien que pudiese advertirme qué era lo que pasaba. No había nadie cerca, por eso estiré un poco el cuello mientras me acercaba, pero no llegué a ver nada, parecía que alguien había tenido un accidente, todos estaban mirando algo en la calle. Necesitaba ver qué pasaba. Finalmente me acerqué a un pibe que estaba en la parte exterior del círculo de gente, plantado con un pie en el suelo y el otro en el pedal de una vieja bicicleta.
Lo que me dijo no fue nada revelador y tampoco me supuso algo tan interesante como para convocar tanta gente.
Me puse en puntas de pie entre una vieja y una señora que volvía de las compras y me asomé.
Ahí estaba, eso que el chico había dicho, nada espectacular ni meritorio en una ciudad como ésta, sin embargo, ahí estaba toda esa gente, mirando como si fuesen cavernícolas ante la primer fogata de la humanidad.
«Un agujero.» Eso me dijo el chico. Eso vi. Cuando le pregunté a la señora qué había pasado, esperando que me dijera que se había caído alguien dentro, no conseguí más que una estúpida repetición sonora de lo que veían mis ojos. Miré de nuevo entre esas dos cabezas de señora. Era casi como una enorme araña que echaba raíces en el pavimento; negro, no se advertía un fondo desde donde estaba parado, y parecía querer tirar abajo buena parte de la vereda: un verdadero desastre estructural, probablemente corríamos peligro estando ahí parados junto al agujero. Se lo intenté decir a la vieja (por lo general son las primeras en alocarse), pero me ignoró por completo. Tal vez yo haya sido el miedoso, pero tantas noticias a lo largo de mi vida me aterraron con gente atrapada en angostos pozos y túneles durante días antes de ser rescatados, algunas veces sin vida, que prefería no desafiar a aquel agujero. Di un par de pasos hacia atrás, pero me daba más miedo parecer cobarde, así que me volví a adelantar.
Volví a mirar al agujero. Por un momento me pareció que era más grande que hacía un momento. Eché una mirada alrededor y todos estaban absortos en aquel agujero, como zombis. Volví a mirar. Una piedrita de asfalto se desprendió del borde opuesto al mío y cayó dentro, yo esperé atento para escuchar la caída y hacer un estimado de su profundidad, pero nada. Nadie tampoco se mosqueó por el desprendimiento de aquella piedrita. ¿No se daban cuenta lo peligroso que era? En cualquier momento se desprendería un cascote y dentro resbalaría aquel pibe de campera gris. ¿Se quedarían todos mirando en silencio? Tal vez el pibe tampoco gritaría al caer hacia la oscuridad. Nadie hizo ningún comentario y yo no quise ser diferente, ya me había intimidado la mirada vacía de la vieja, antes.
De pronto, un gesto me incomodó. Un hombre vestido con una remera negra con el nombre de una banda de rock en ella y pantalones de jogging, comenzó a balancearse poco a poco como quien se está quedando dormido de pie. Estuve a punto de gritar alguna advertencia, pero tenía miedo de asustar a alguien y que cayera por la exaltación de mi grito. Manifesté mi preocupación a la señora de mi derecha, pero no me escuchó, o me ignoró. El tipo parecía balancearse cada vez más profundamente y yo comencé a tartamudear, realmente asustado. El tipo estaba parado en el borde, sabía que hay muchas personas que sufren de vértigo al encontrarse a grandes alturas o frente a la posibilidad de una gran caída, lo empecé a llamar mientras lo señalaba, pero él tampoco me escuchó y su balanceo ya se había convertido en algo realmente peligroso. Nadie se daba cuenta ni hacía nada más que mirar el agujero, negro, como una araña, deborándose el asfalto. Y luego como un rayo difuso. Me quedé con la boca abierta porque no lo podía creer. Levanté la vista. Ya no estaba. El tipo que se balanceaba no estaba: había caído al agujero. El agujero había devorado al hombre aquel. Ningún suspiro. Ninguna exclamación. El agujero absorvía las miradas y consumía los pensamientos de todos al punto de que no podían hablar ni reaccionar ante una atrocidad como la que acababa de ocurrir. Las grietas que lo acunaban como en una frágil tela de araña de pavimento me daban la sensación de estar creciendo a cada segundo, pero cuando lograba quitar los ojos del agujero y miraba las grietas, no me parecía que hubiese algún cambio en su extensión o forma. Por un rato largo me mantuve mirando frenéticamente así, primero el agujero y después las grietas en una repetición que acabó por hacerme doler los ojos.
Me refregué los ojos y me dispuse a relajarme, pero al volver a mirar al agujero, algo me llamó la atención; dentro de él, en la oscuridad que lo conformaba, algo parecía moverse. ¿Sería el recién caído?
«¡Es el hombre!,» grité, contento, exaltado.
Pero nadie reaccionó y más allá de mi súbito desafuero yo tampoco reaccioné. Al segundo me dispuse a aguzar la vista y observé esa oscuridad que se arremolinaba inexplicablemente. Había algo ahí dentro. Había algo. Había algo, así que miré.
viernes, enero 02, 2009
Año nuevo (decile chau al viejo)
Los autos se funden en la perspectiva de tímidas luces y vuelven híbridos de sombra y día por la misma calle. Yo, que apenas me enteré hoy que empezó un año nuevo, no soy muy optimista al formular mis deseos. Vi los vidrios rotos y las dosis manejando. Vi los travestis yendo, volviendo, y las barras tambalearse. Vi una chica hermosa frente a la villa esperando en un kiosco. Vi el camión de los bomberos corriendo como loco mientras aullaba en tajante línea recta quebrando los estallidos de las bombas de estruendo. Me vi mirando mi fantasma del otro lado que me veía mirar y me vi impasible. Éstas fueron las primeras horas de este nuevo año y lo vi tan viejo que casi lo despido al saludarlo.
lunes, noviembre 24, 2008
I remember my thoughts very well
por. Facundo Ezequiel
A friend told me not to worry.
He gave me this pen and paper.
“Spill your feelings in here”, he told me.
Then I was talkin’ to you on the phone,
Thinkin’ what a waste of time it was,
And started to scribble dumbly.
A head appeared and burped black foam,
I told you something about a dead man I used to know,
Well, he was just a boy when he got killed,
Today he would be a man,
But he’s three feet underground;
You just nodded,
I didn’t heard that through the line,
Maybe I just imagined it,
You kept silent
And the foam became a sheep
And a soft balloon grew from it’s tiny head
And it was counting men:
A sheep also needs to sleep.
Finally you said something
I didn’t quite catched it
But I nodded too.
Then we stood thinkin’ silently,
You puffed smoke from your cigarette
And asked me if I was going to speak anytime soon.
What was it that you were thinking?
I remember my thoughts very well.
A friend told me not to worry.
He gave me this pen and paper.
“Spill your feelings in here”, he told me.
Then I was talkin’ to you on the phone,
Thinkin’ what a waste of time it was,
And started to scribble dumbly.
A head appeared and burped black foam,
I told you something about a dead man I used to know,
Well, he was just a boy when he got killed,
Today he would be a man,
But he’s three feet underground;
You just nodded,
I didn’t heard that through the line,
Maybe I just imagined it,
You kept silent
And the foam became a sheep
And a soft balloon grew from it’s tiny head
And it was counting men:
A sheep also needs to sleep.
Finally you said something
I didn’t quite catched it
But I nodded too.
Then we stood thinkin’ silently,
You puffed smoke from your cigarette
And asked me if I was going to speak anytime soon.
What was it that you were thinking?
I remember my thoughts very well.
Whom may you sue
por. Facundo Ezequiel
Whom may you sue
When ev’rything you laud
Is nothing but a fraud?
Ain’t that a shame,
To have noone to blame?
It all has that filthy aura
Revolving in and out it’s guts.
So I started with booze at a very young age,
I could feel the world on my stomach,
Later I could feel it on my bladder,
On my prostate, on my glans penis.
I felt the joy of the world, whole, holy,
Then, when I felt like a gladiolus in bloom,
I bursted in pain, you know,
The most pure pain bleeding from every pore of my body.
But noone but me was to be blamed,
And, man, I was God, you know,
But how could you know?
The past,
Dancing on the tip of my toe nail;
The future scratching my back.
For all you can imagine I’m just an old drunkard,
The question is that if God was to be laying down on the street,
Smelling like urine and vodka, would you pick him up?
Would you even recognize him?
So if you think you’ll do, if you see me,
Gimme a wink,
Or even better,
A good wank.
Whom may you sue
When ev’rything you laud
Is nothing but a fraud?
Ain’t that a shame,
To have noone to blame?
It all has that filthy aura
Revolving in and out it’s guts.
So I started with booze at a very young age,
I could feel the world on my stomach,
Later I could feel it on my bladder,
On my prostate, on my glans penis.
I felt the joy of the world, whole, holy,
Then, when I felt like a gladiolus in bloom,
I bursted in pain, you know,
The most pure pain bleeding from every pore of my body.
But noone but me was to be blamed,
And, man, I was God, you know,
But how could you know?
The past,
Dancing on the tip of my toe nail;
The future scratching my back.
For all you can imagine I’m just an old drunkard,
The question is that if God was to be laying down on the street,
Smelling like urine and vodka, would you pick him up?
Would you even recognize him?
So if you think you’ll do, if you see me,
Gimme a wink,
Or even better,
A good wank.
lunes, noviembre 17, 2008
El primer hombre
por. Facundo Ezequiel
Cuando la puerta del bar se abrió, sólo el hombre detrás de la barra entrecerró los ojos para ver mejor la borrosa figura que irrumpía violando la oscuridad del antro, pero apenas la puerta se cerró, continuó pasándole el trapo sucio a un vaso de whisky. Los borrachos ni se enteraron que en la habitación había un hombre más, el mismo encargado de la barra se hubiese olvidado de no haber sentido la obligación de cobrar al menos un trago de los cientos que los vagos jamás pagarían. El hombre que acababa de entrar no parecía particularmente arruinado ni tenía apariencia de inspector o policía.
—¿Qué le sirvo? —preguntó el mozo, esperando la negativa, seguro de que solo era un tipo que había sufrido un pinchazo en una rueda de su Fiat Uno.
—Una Corona... Y unos maníes, si tiene, por favor.
El tipo tenía cara de manejar un Fiat Uno, pero venía vestido como un Relaciones Públicas, o como cualquier vendedor de drogas bien conectado.
—Una Corona —dijo el mozo mientras ponía sobre el mostrador la cerveza y la destapaba con una herramienta que sacó mágicamente de un bolsillo en su pantalón— y maníes...
El mozo se le quedó mirando un momento y luego preguntó:
—Bien, no es de acá, ¿no?
El tipo, inexpresivo, le dio un trago a la cerveza y después contestó con una sonrisa:
—No, la verdad que no.
—Sí, me di cuenta en seguida. Escucho mucho “manís”, o “manises”, pero nunca un “maníes”.
El tipo levantó la mirada de su botella, esperando entender a qué quería llegar con ese comentario. En silencio tomó otro trago. Como el pie no llegaba, el mozo continuó tendiendo su puente conversacional.
—Lo único que se ve por acá son borrachos perdidos, siempre son los mismos vagos que vienen todos los días, y toman una botella de ron o de whisky; el último que pidió cerveza fue un viejo que se la pasaba el día entero tomando whisky sentado allá en esa esquina: tenía cirrosis, la última vez que vino me pidió la cerveza, “Estoy en tratamiento,” me dijo, “acabo de salir del hospital y el doctor me dijo que absolutamente nada de whisky”. Esa noche se murió el viejo loco, por suerte alcanzó a salir de acá. Se desangró por adentro; lo encontraron en la escalera del edificio donde vivía, despatarrado y blanco como un papel.
El tipo no pareció reaccionar con la historia del mozo.
—¿Usted no se va a morir, no? —bromeó el mozo.
—Uno nunca sabe —replicó el tipo con una sonrisa y miró el reloj que adornaba su muñeca izquierda.
El mozo apenas tuvo tiempo de recuperarse de su perplejidad, cuando la puerta se abrió sorpresivamente por segunda vez dejando entrar una cegadora ráfaga de luz. El segundo hombre se acercó a la barra y se sentó junto al primero.
—Una Corona... Y unos maníes, si tiene, por favor —dijo el segundo hombre.
El mozo no habló por un momento, puso sin fuerzas la botella sobre el mostrador y torpemente la destapó.
—Ustedes —habló finalmente—... ¿No serán compañeros, no?
El segundo hombre apenas corrió su mirada hacia el primero un instante y dijo:
—No, nunca lo vi en mi vida —y sonrió.
—Curioso —dijo el mozo—; pidieron lo mismo y exactamente de la misma manera. ¿Cuáles son las probabilidades de que pase eso, en este lugar?
—No sabría decirle —dijo el segundo hombre. El primero tomó un trago, estoico, como había hecho hasta el momento.
—Créame que menores que las que se le puedan ocurrir —aclaró el mozo—. ¿No le molestará compartir los maníes con el señor? No me quedaron más.
—No creo que eso sea un problema. ¿A usted le molesta? —preguntó dirigiéndose al primer hombre.
—De cualquier forma me tengo que ir, no se preocupe —contestó y le dio un último trago largo a su cerveza. Sacó un billete de diez y lo puso en el mostrador—. No se preocupe por el cambio —dijo y se levantó.
—Oh, muchas gracias. ¡Aprendan, vagos! —dijo el mozo, levantando la voz a los borrachos que balbuceaban para sí en la oscuridad del bar.
La puerta se abrió por tercera vez y la figura del primer hombre se desvaneció en la luz del mediodía. El mozo notó una fugaz e imprecisa sonrisa en la cara del segundo hombre; aunque era extraño, le pareció que era bastante parecido al primero. El hombre entonces dijo:
—Cóbrese de lo que le dejó mi amigo —y se levantó con una energía que el mozo jamás había visto. Había algo en esa actitud que le impidió protestar.
La puerta se abrió una cuarta vez. El hombre desapareció en el incierto exterior.
—Hijo de puta, ni siquiera tomó la cerveza —dijo el mozo.
—Dámela a mí, entonces —propuso un borracho que había oído.
—¡Primero pagá lo que debés, vago de mierda!
Un estallido proveniente de afuera los hizo saltar de sorpresa.
El mozo, aferrándose primero a la botella, para alejarla de las garras de los borrachos, se acercó a la puerta para ver qué había pasado con aquella explosión. Cuando abrió la puerta el paisaje le resultó demasiado pálido como para distinguir la forma de las cosas, pero un instante después, pudo ver lo que le pareció un hombre tirado en la vereda. Acostumbrado a los borrachos que se desmayaban en la puerta, lo pateó para que reaccionara, pero entonces se dio cuenta que pisaba un río de sangre que se desprendía de la cabeza del tipo y corría hacia la calle. Dio un paso atrás y arrastró los pies en el suelo hasta limpiarse las suelas.
Reconoció al muerto como el primer hombre y perezosamente se metió otra vez en la oscuridad del bar donde un borracho se había guardado una botella de J&B en el saco aprovechando su ausencia.
Cuando la puerta del bar se abrió, sólo el hombre detrás de la barra entrecerró los ojos para ver mejor la borrosa figura que irrumpía violando la oscuridad del antro, pero apenas la puerta se cerró, continuó pasándole el trapo sucio a un vaso de whisky. Los borrachos ni se enteraron que en la habitación había un hombre más, el mismo encargado de la barra se hubiese olvidado de no haber sentido la obligación de cobrar al menos un trago de los cientos que los vagos jamás pagarían. El hombre que acababa de entrar no parecía particularmente arruinado ni tenía apariencia de inspector o policía.
—¿Qué le sirvo? —preguntó el mozo, esperando la negativa, seguro de que solo era un tipo que había sufrido un pinchazo en una rueda de su Fiat Uno.
—Una Corona... Y unos maníes, si tiene, por favor.
El tipo tenía cara de manejar un Fiat Uno, pero venía vestido como un Relaciones Públicas, o como cualquier vendedor de drogas bien conectado.
—Una Corona —dijo el mozo mientras ponía sobre el mostrador la cerveza y la destapaba con una herramienta que sacó mágicamente de un bolsillo en su pantalón— y maníes...
El mozo se le quedó mirando un momento y luego preguntó:
—Bien, no es de acá, ¿no?
El tipo, inexpresivo, le dio un trago a la cerveza y después contestó con una sonrisa:
—No, la verdad que no.
—Sí, me di cuenta en seguida. Escucho mucho “manís”, o “manises”, pero nunca un “maníes”.
El tipo levantó la mirada de su botella, esperando entender a qué quería llegar con ese comentario. En silencio tomó otro trago. Como el pie no llegaba, el mozo continuó tendiendo su puente conversacional.
—Lo único que se ve por acá son borrachos perdidos, siempre son los mismos vagos que vienen todos los días, y toman una botella de ron o de whisky; el último que pidió cerveza fue un viejo que se la pasaba el día entero tomando whisky sentado allá en esa esquina: tenía cirrosis, la última vez que vino me pidió la cerveza, “Estoy en tratamiento,” me dijo, “acabo de salir del hospital y el doctor me dijo que absolutamente nada de whisky”. Esa noche se murió el viejo loco, por suerte alcanzó a salir de acá. Se desangró por adentro; lo encontraron en la escalera del edificio donde vivía, despatarrado y blanco como un papel.
El tipo no pareció reaccionar con la historia del mozo.
—¿Usted no se va a morir, no? —bromeó el mozo.
—Uno nunca sabe —replicó el tipo con una sonrisa y miró el reloj que adornaba su muñeca izquierda.
El mozo apenas tuvo tiempo de recuperarse de su perplejidad, cuando la puerta se abrió sorpresivamente por segunda vez dejando entrar una cegadora ráfaga de luz. El segundo hombre se acercó a la barra y se sentó junto al primero.
—Una Corona... Y unos maníes, si tiene, por favor —dijo el segundo hombre.
El mozo no habló por un momento, puso sin fuerzas la botella sobre el mostrador y torpemente la destapó.
—Ustedes —habló finalmente—... ¿No serán compañeros, no?
El segundo hombre apenas corrió su mirada hacia el primero un instante y dijo:
—No, nunca lo vi en mi vida —y sonrió.
—Curioso —dijo el mozo—; pidieron lo mismo y exactamente de la misma manera. ¿Cuáles son las probabilidades de que pase eso, en este lugar?
—No sabría decirle —dijo el segundo hombre. El primero tomó un trago, estoico, como había hecho hasta el momento.
—Créame que menores que las que se le puedan ocurrir —aclaró el mozo—. ¿No le molestará compartir los maníes con el señor? No me quedaron más.
—No creo que eso sea un problema. ¿A usted le molesta? —preguntó dirigiéndose al primer hombre.
—De cualquier forma me tengo que ir, no se preocupe —contestó y le dio un último trago largo a su cerveza. Sacó un billete de diez y lo puso en el mostrador—. No se preocupe por el cambio —dijo y se levantó.
—Oh, muchas gracias. ¡Aprendan, vagos! —dijo el mozo, levantando la voz a los borrachos que balbuceaban para sí en la oscuridad del bar.
La puerta se abrió por tercera vez y la figura del primer hombre se desvaneció en la luz del mediodía. El mozo notó una fugaz e imprecisa sonrisa en la cara del segundo hombre; aunque era extraño, le pareció que era bastante parecido al primero. El hombre entonces dijo:
—Cóbrese de lo que le dejó mi amigo —y se levantó con una energía que el mozo jamás había visto. Había algo en esa actitud que le impidió protestar.
La puerta se abrió una cuarta vez. El hombre desapareció en el incierto exterior.
—Hijo de puta, ni siquiera tomó la cerveza —dijo el mozo.
—Dámela a mí, entonces —propuso un borracho que había oído.
—¡Primero pagá lo que debés, vago de mierda!
Un estallido proveniente de afuera los hizo saltar de sorpresa.
El mozo, aferrándose primero a la botella, para alejarla de las garras de los borrachos, se acercó a la puerta para ver qué había pasado con aquella explosión. Cuando abrió la puerta el paisaje le resultó demasiado pálido como para distinguir la forma de las cosas, pero un instante después, pudo ver lo que le pareció un hombre tirado en la vereda. Acostumbrado a los borrachos que se desmayaban en la puerta, lo pateó para que reaccionara, pero entonces se dio cuenta que pisaba un río de sangre que se desprendía de la cabeza del tipo y corría hacia la calle. Dio un paso atrás y arrastró los pies en el suelo hasta limpiarse las suelas.
Reconoció al muerto como el primer hombre y perezosamente se metió otra vez en la oscuridad del bar donde un borracho se había guardado una botella de J&B en el saco aprovechando su ausencia.
lunes, noviembre 10, 2008
Pésame
por. Facundo Ezequiel
Un pésame
para el amante abandonado
que llevó las flores
a sus propias exequias
y mira reticente
hacia ambos frentes
con su cabeza de Jano
Lo correcto y lo desviado
en su ceño se confunden
y aparenta ser un niño
del mundo destetado
¡Quién pudiera amarlo
tras haberlo visto!
Un pésame sin llanto
Un insulto compasivo
para el amante aquel
que olvidó su ombligo
Un pésame
para el amante abandonado
que llevó las flores
a sus propias exequias
y mira reticente
hacia ambos frentes
con su cabeza de Jano
Lo correcto y lo desviado
en su ceño se confunden
y aparenta ser un niño
del mundo destetado
¡Quién pudiera amarlo
tras haberlo visto!
Un pésame sin llanto
Un insulto compasivo
para el amante aquel
que olvidó su ombligo
lunes, noviembre 03, 2008
Manili nemura
por. Facundo Ezequiel
Igu igu mau mau
trak me igu dess
solo no tres goj
Ver mer me igu
Vili fe manili
fet doro dor'o
ai'gura ma nel
ma nel nemura
Ki'u ki'u blo
Ki'u ki'u do
Ki'u ki'u ne
Ki'u ki'u è
Igu igu mau mau
trak me igu dess
solo no tres goj
Ver mer me igu
Vili fe manili
fet doro dor'o
ai'gura ma nel
ma nel nemura
Ki'u ki'u blo
Ki'u ki'u do
Ki'u ki'u ne
Ki'u ki'u è
lunes, octubre 27, 2008
Escisión
por. Facundo Ezequiel
Escindir la verdadera expresión
de la vanidad y la autocomplacencia
Escindir el grito sincero
del llanto ahogado y la vergüenza
Escindir la razón y lo justo
del lazo oscuro de la ignorancia.
Alta expresión
Profunda expresión
Escisión
Escindir la verdadera expresión
de la vanidad y la autocomplacencia
Escindir el grito sincero
del llanto ahogado y la vergüenza
Escindir la razón y lo justo
del lazo oscuro de la ignorancia.
Alta expresión
Profunda expresión
Escisión
Trébol
por. Facundo Ezequiel
Terrible trébol de mis venas
que de mi angustia triste nace—
la suerte tiembla en mi pecho y yace
como lágrimas que un estanque besan
Ignoran las campanas al hereje redentor,
aquel que mide el cielo con sus acciones
y no reprime sus deseos ni visiones;
declaran las campanas al hereje vencedor
Juego entonces el diamante que me alimenta
y rezo sin fe a mi más querida estrella:
cada vez que mi alma flaca se sincera
mi esperanza tan solo le pertenece a ella
Terrible trébol de mis venas
que de mi angustia triste nace—
la suerte tiembla en mi pecho y yace
como lágrimas que un estanque besan
Ignoran las campanas al hereje redentor,
aquel que mide el cielo con sus acciones
y no reprime sus deseos ni visiones;
declaran las campanas al hereje vencedor
Juego entonces el diamante que me alimenta
y rezo sin fe a mi más querida estrella:
cada vez que mi alma flaca se sincera
mi esperanza tan solo le pertenece a ella
Ella, entre sus piernas
por. Facundo Ezequiel
Sólo un momento, permitime
verte como un momento
simple
enredadera que se va
pero se queda
para siempre
Tristeza, no me espera
se va
y con ella
mi vida
entre sus piernas
Sólo un momento, permitime
verte como un momento
simple
enredadera que se va
pero se queda
para siempre
Tristeza, no me espera
se va
y con ella
mi vida
entre sus piernas
Canción cucú
por. Facundo Ezequiel
La tendencia es relatividad
Muchos tienden a morirse
La muerte es relativa
Me dirán que de allí no se vuelve
Pero muchos hay en vida
Cucú-cucú
Los estribillos que cantamos
Son los sueños despertados
Los himnos que entonamos
Son aristas del cuadrado
Argumento demacrado
La tendencia es relatividad
Muchos tienden a morirse
La muerte es relativa
Me dirán que de allí no se vuelve
Pero muchos hay en vida
Cucú-cucú
Los estribillos que cantamos
Son los sueños despertados
Los himnos que entonamos
Son aristas del cuadrado
Argumento demacrado
Garra y pluma
por. Facundo Ezequiel
Como el vientre hinchado
de una puta satisfecha,
palmeado y frotado,
me siento colmado de inmundicia,
escupo más de lo que trago
pero no acabo de soltar
la materia oscura que me llena.
¿Alguna vez escucharon atentamente
el sonido de dos sexos guerreando?
El mismo sonido hace
mi birome al arrastrarse por la hoja.
El negro trazo suena igual
a aquel suspiro que tajea
los silencios
y los pensamientos todos.
Un arabesco de placer,
una voluta del alma
que se extiende como una garra
que se clava en el suelo
y, al mirar,
nos devuelve un puñado
de tierra fresca
y gusanos.
Como el vientre hinchado
de una puta satisfecha,
palmeado y frotado,
me siento colmado de inmundicia,
escupo más de lo que trago
pero no acabo de soltar
la materia oscura que me llena.
¿Alguna vez escucharon atentamente
el sonido de dos sexos guerreando?
El mismo sonido hace
mi birome al arrastrarse por la hoja.
El negro trazo suena igual
a aquel suspiro que tajea
los silencios
y los pensamientos todos.
Un arabesco de placer,
una voluta del alma
que se extiende como una garra
que se clava en el suelo
y, al mirar,
nos devuelve un puñado
de tierra fresca
y gusanos.
jueves, octubre 09, 2008
Nota musical
por. Facundo Ezequiel
Nota musical:
No hacer cantar a las Musas,
El éxtasis puede hacer llorar,
Llorar demasiado
Puede deshidratarnos.
Cuando me levante del trueno
Que no para de hacerme temblar
Voy a gritar
Como un eco
Y de las ostras que guardan bostezos
Las perlas del tedio van a brillar
Augurando la apertura madre,
Despertando los comensales de la muerte,
Componiendo lo una vez roto,
Llevándolo todo al extremo.
Pero hoy tiemblo
Como un gemido en el espejo,
Sonrojándome, entre vergonzoso
Y lujurioso,
Montando la nouvelle vague
Como a una perra encelada
Entre agujeros hostiles
De dientes sanguinolentos
Que esperan devorarse
Mis ojos saltones.
Nota musical:
No hacer cantar a las Musas,
El éxtasis puede hacer llorar,
Llorar demasiado
Puede deshidratarnos.
Cuando me levante del trueno
Que no para de hacerme temblar
Voy a gritar
Como un eco
Y de las ostras que guardan bostezos
Las perlas del tedio van a brillar
Augurando la apertura madre,
Despertando los comensales de la muerte,
Componiendo lo una vez roto,
Llevándolo todo al extremo.
Pero hoy tiemblo
Como un gemido en el espejo,
Sonrojándome, entre vergonzoso
Y lujurioso,
Montando la nouvelle vague
Como a una perra encelada
Entre agujeros hostiles
De dientes sanguinolentos
Que esperan devorarse
Mis ojos saltones.
lunes, octubre 06, 2008
En mí su imposible
por. Facundo Ezequiel
En cuanto alguien vea en mí su imposible
otros verán su esperanza materializada
y van a aullar al verme andar.
Yo con las manos en los bolsillos,
disimulando mi mente entre los hombros,
abriéndome paso entre los anónimos
voy a soñar con una melodía
que ninguno de ellos va a escuchar;
me enamoraré de una chica,
y cuando esa chica tenga nombre
voy a cantarle todo el silencio.
Ella va a enamorarse
o va a alejarse
con mirada circunspecta.
Ellos van a felicitarme
y yo voy a llorar.
En cuanto alguien vea en mí su imposible
otros verán su esperanza materializada
y van a aullar al verme andar.
Yo con las manos en los bolsillos,
disimulando mi mente entre los hombros,
abriéndome paso entre los anónimos
voy a soñar con una melodía
que ninguno de ellos va a escuchar;
me enamoraré de una chica,
y cuando esa chica tenga nombre
voy a cantarle todo el silencio.
Ella va a enamorarse
o va a alejarse
con mirada circunspecta.
Ellos van a felicitarme
y yo voy a llorar.
La oreja
por. Facundo Ezequiel
Si mañana me arrepiento
¿me devolverán la oreja?
Ese es el dilema que me contiene
que me detiene antes de poner
el pincel sobre el disco solar.
Si mañana me arrepiento
¿me festejarán igual?
Mientras tanto me entretengo
pintando el vacío del espejo
que me mira con ojos profundos
como esperando ver el truco final.
Si mañana me arrepiento
¿me devolverán la oreja?
Ese es el dilema que me contiene
que me detiene antes de poner
el pincel sobre el disco solar.
Si mañana me arrepiento
¿me festejarán igual?
Mientras tanto me entretengo
pintando el vacío del espejo
que me mira con ojos profundos
como esperando ver el truco final.
Como escupido por Cocteau
por. Facundo Ezequiel
Moverse para establecerse
para moverse destruir,
construir así.
Detenerse en el movimiento,
construir así.
Permanecer en el cambio,
construir así.
Oxigenar el fuego,
alimentar las llamas,
consumir lo vano,
construir así.
Moverse para establecerse
para moverse destruir,
construir así.
Detenerse en el movimiento,
construir así.
Permanecer en el cambio,
construir así.
Oxigenar el fuego,
alimentar las llamas,
consumir lo vano,
construir así.
Callos
por. Facundo Ezequiel
Increíble y verdad
como un viaje en auto de 1000km sin paradas
tedioso y cierto
como el amor de a uno
amargo y confuso
la levedad de todo lo que se acepta sin llorar
Hoy me levanto
para besarte la frente
me arrodillo
para besarte las manos
me acuesto
para besarte los pies
Tus callos
son ángeles
en mis labios
Increíble y verdad
como un viaje en auto de 1000km sin paradas
tedioso y cierto
como el amor de a uno
amargo y confuso
la levedad de todo lo que se acepta sin llorar
Hoy me levanto
para besarte la frente
me arrodillo
para besarte las manos
me acuesto
para besarte los pies
Tus callos
son ángeles
en mis labios
jueves, septiembre 18, 2008
5 a.m.
por. Facundo Ezequiel
Del reloj que marca las cinco a la cama
hay una mirada de distancia.
¿Una mirada furtiva? ¿Un mirar cansado?
Un vistazo desesperado, intercalado entre pensamientos
de esos que tienen miedo del olvido
y toman forma de una mujer
una y otra vez
hasta que uno no hace más que pensarlos.
Entonces entra la mano al pantalón
y todo pierde la poca razón que guardaba.
Del reloj que marca las cinco a la cama
hay una mirada de distancia.
¿Una mirada furtiva? ¿Un mirar cansado?
Un vistazo desesperado, intercalado entre pensamientos
de esos que tienen miedo del olvido
y toman forma de una mujer
una y otra vez
hasta que uno no hace más que pensarlos.
Entonces entra la mano al pantalón
y todo pierde la poca razón que guardaba.
Mujeres empíricas
por. Facundo Ezequiel
Mujeres experimentadoras,
tormento de los hombres sanos,
aléjense un instante,
silencien su erotismo
hasta que mi cuerpo me acompañe
adonde me lleva mi mente.
Por favor les pido,
relajen la tensión de mis venas,
préstenme sus cuerpos,
presto, que llega la noche
Mujeres experimentadoras,
tormento de los hombres sanos,
aléjense un instante,
silencien su erotismo
hasta que mi cuerpo me acompañe
adonde me lleva mi mente.
Por favor les pido,
relajen la tensión de mis venas,
préstenme sus cuerpos,
presto, que llega la noche
martes, septiembre 09, 2008
Un despertar
por. Facundo Ezequiel
El día pestañeó y pude ver
que no estaba escondida la noche
y lo que podría haber sido un descubrimiento funesto
no fue más que el clarear a oscuras.
Fue triste ver que no hay blancos ni grises
pero fue consuelo entender que mi desgracia
no era particularmente desgraciada
ni se centraba en el gatillo de mi llanto
—hasta donde yo sabía,
aquella mujer también lloraba—
Todos íbamos de olvido a olvido
como del amanecer se va al crepúsculo,
del oscuro páramo de sensibilidad
a la noche pura de lo insensible
y, en medio, el decaer, la vida.
El día pestañeó y pude ver
que no estaba escondida la noche
y lo que podría haber sido un descubrimiento funesto
no fue más que el clarear a oscuras.
Fue triste ver que no hay blancos ni grises
pero fue consuelo entender que mi desgracia
no era particularmente desgraciada
ni se centraba en el gatillo de mi llanto
—hasta donde yo sabía,
aquella mujer también lloraba—
Todos íbamos de olvido a olvido
como del amanecer se va al crepúsculo,
del oscuro páramo de sensibilidad
a la noche pura de lo insensible
y, en medio, el decaer, la vida.
Expresión
por. Facundo Ezequiel
Todo es procesar, procesar impresiones
y después lo único que queda es expresar
IMPRESIÓN
EXPRESIÓN
Casi como respirar, pero más esencial.
¿Cómo pintar todas esas casas de barrio
que nos miran con tristes ojos al pasar
si no lo hacemos con esos simples pasos?
De cíclico andar estos pasos
retroalimentándose en nuestro interior
hasta copar nuestras almas
y con la piel de gallinas
simplemente desbordamos
Todo es procesar, procesar impresiones
y después lo único que queda es expresar
IMPRESIÓN
EXPRESIÓN
Casi como respirar, pero más esencial.
¿Cómo pintar todas esas casas de barrio
que nos miran con tristes ojos al pasar
si no lo hacemos con esos simples pasos?
De cíclico andar estos pasos
retroalimentándose en nuestro interior
hasta copar nuestras almas
y con la piel de gallinas
simplemente desbordamos
Si es sueño
por. Facundo Ezequiel
Los ladridos golpearon las paredes
y lo amargo como campanadas sonó;
el suelo pavimentado de seco amor.
Ella en su sueño sumida,
él mirando la grieta en el techo
y pensando cuántas veces ella se desvistió.
Las estrellas estaban todas muertas,
el pelo pegado a su frente
y en sus manos también el seco amor.
¿Hasta cuándo vas a crecer?
¿Hasta dónde vas a crecer?
Había un plan de cinco años hacía diez;
pero siempre los ojos clavados
y la misma grieta en el techo,
echando raíces.
Siempre pensando, la vida es sueño,
y ella soñando, sin sospecharlo,
a su lado, soñando soñando;
él pensando soñando si es menos terrible
llorar porque es sueño
y en el sueño llorando riendo
porque sintió un lagrimón.
Los ladridos golpearon las paredes
y lo amargo como campanadas sonó;
el suelo pavimentado de seco amor.
Ella en su sueño sumida,
él mirando la grieta en el techo
y pensando cuántas veces ella se desvistió.
Las estrellas estaban todas muertas,
el pelo pegado a su frente
y en sus manos también el seco amor.
¿Hasta cuándo vas a crecer?
¿Hasta dónde vas a crecer?
Había un plan de cinco años hacía diez;
pero siempre los ojos clavados
y la misma grieta en el techo,
echando raíces.
Siempre pensando, la vida es sueño,
y ella soñando, sin sospecharlo,
a su lado, soñando soñando;
él pensando soñando si es menos terrible
llorar porque es sueño
y en el sueño llorando riendo
porque sintió un lagrimón.
Abstracto
por. Facundo Ezequiel
Dos líneas paralelas
cruzadas por un óvalo
en un mundo plano.
Tan unidos uno al otro
que, de separarse,
el mundo habría de derrumbarse.
Reflexión del encono
en el iris de plata.
Permanece todo descansando
en el vacío brillante
pregonando confusión de los sentidos
y dispersión de la razón.
Universalización.
Dos líneas paralelas
cruzadas por un óvalo
en un mundo plano.
Tan unidos uno al otro
que, de separarse,
el mundo habría de derrumbarse.
Reflexión del encono
en el iris de plata.
Permanece todo descansando
en el vacío brillante
pregonando confusión de los sentidos
y dispersión de la razón.
Universalización.
lunes, agosto 25, 2008
Del recuerdo y el deseo
por. Facundo Eequiel
Por qué no puedo quitar este tumor
Que son imágenes que son palabras
Que son las sombras que me bañan
Es el amor faltante y el mal humor
El saber que el retorno es eterno
Y no es retorno sino recuerdo
Y sus diseños trazan caminos
Que son selectos, pérfidos olvidos
Son el cavar mi último morar
Son éstas las palabras que escribo.
Por qué no puedo quitar este tumor
Que son imágenes que son palabras
Que son las sombras que me bañan
Es el amor faltante y el mal humor
El saber que el retorno es eterno
Y no es retorno sino recuerdo
Y sus diseños trazan caminos
Que son selectos, pérfidos olvidos
Son el cavar mi último morar
Son éstas las palabras que escribo.
Sueño vigente
por. Facundo Ezequiel
En la capa del día me hundo
Y el pesado abrigo preciso
Para librarme del duelo nocturno.
La vida es sueño para el occiso,
Lo mismo para el pobre creyente
Que hace del día una ilusión
Sin hacer caso de lo evidente
Condenando a la perdición
A todo lo que lo enternece.
Es necesario que me sorprenda
Entre la necedad que crece
Para mantenerme en la vereda.
Es preciso que no me duerma
Para mantener el sueño vigente.
En la capa del día me hundo
Y el pesado abrigo preciso
Para librarme del duelo nocturno.
La vida es sueño para el occiso,
Lo mismo para el pobre creyente
Que hace del día una ilusión
Sin hacer caso de lo evidente
Condenando a la perdición
A todo lo que lo enternece.
Es necesario que me sorprenda
Entre la necedad que crece
Para mantenerme en la vereda.
Es preciso que no me duerma
Para mantener el sueño vigente.
jueves, agosto 07, 2008
Las mujeres que yo amo
por. Facundo Ezequiel
Las mujeres que se acuestan con hombres
que no son más que mitigadores del dolor
son las que me agarran como una enfermedad
y no puedo soltarlas sino hasta morir
tras una larga agonía.
Las mujeres que me enamoran están hechas
del mismo fuego que las estrellas.
Las mujeres que yo amo
son incapaces de mirar abajo
y de amar.
Las mujeres que se acuestan con hombres
que no son más que mitigadores del dolor
son las que me agarran como una enfermedad
y no puedo soltarlas sino hasta morir
tras una larga agonía.
Las mujeres que me enamoran están hechas
del mismo fuego que las estrellas.
Las mujeres que yo amo
son incapaces de mirar abajo
y de amar.
lunes, agosto 04, 2008
La espalda desierta
por. Facundo Ezequiel
El sol mezclado con mi sangre
en el horizonte
como una lágrima del mar emergente
aullaba con voces de millones —
todas las voces que habitaron el mundo
entrelazadas en un violento nudo.
Era el silencio estallando
el día cerrando sus compuertas
el muerto arrepintiéndose des testamento
el paso que sigue
el paso que sigue el paso
era yo y mis huellas en la arena
cayendo por la estrecha cintura
sepultándome en la duna
del tiempo
era Lázaro por segunda vez enterrado
eran todos los profetas y santos
era el ladrido incomprendido
era un deseo respondido
era todo al mismo tiempo
y la destrucción del tiempo
que lo hacía todo imposible
y sostenía todo el universo
Era la locura de un loco
que caminaba por última vez
sobre su desértica espalda
El sol mezclado con mi sangre
en el horizonte
como una lágrima del mar emergente
aullaba con voces de millones —
todas las voces que habitaron el mundo
entrelazadas en un violento nudo.
Era el silencio estallando
el día cerrando sus compuertas
el muerto arrepintiéndose des testamento
el paso que sigue
el paso que sigue el paso
era yo y mis huellas en la arena
cayendo por la estrecha cintura
sepultándome en la duna
del tiempo
era Lázaro por segunda vez enterrado
eran todos los profetas y santos
era el ladrido incomprendido
era un deseo respondido
era todo al mismo tiempo
y la destrucción del tiempo
que lo hacía todo imposible
y sostenía todo el universo
Era la locura de un loco
que caminaba por última vez
sobre su desértica espalda
jueves, julio 31, 2008
3.000 leguas de sueño humedecido
por. Facundo Ezequiel
3.000 leguas de sueño humedecido
las piernas temblorosas y el cráneo hirviente
el pecho sobresaliente, las costillas rotas
del violento tambor de sangre
que no para un instante
porque su crescendo constante
es un preludio desesperado
al silencio de la muerte
Enfermo de su consciencia humana duerme
el desdichado enamorado de la estrella negra
recolecta en sus sueños piezas de rompecabezas
que tan solo ve encajarse por las noches
cuando las palabras de ella
obedecen los deseos de su mente
y entonces, solo entonces, sueña
3.000 leguas de sueño humedecido
3.000 leguas de sueño humedecido
las piernas temblorosas y el cráneo hirviente
el pecho sobresaliente, las costillas rotas
del violento tambor de sangre
que no para un instante
porque su crescendo constante
es un preludio desesperado
al silencio de la muerte
Enfermo de su consciencia humana duerme
el desdichado enamorado de la estrella negra
recolecta en sus sueños piezas de rompecabezas
que tan solo ve encajarse por las noches
cuando las palabras de ella
obedecen los deseos de su mente
y entonces, solo entonces, sueña
3.000 leguas de sueño humedecido
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