jueves, marzo 05, 2009

Salida de viernes

por. Facundo Ezequiel

La calle azul se perdía bajo los pesados pies de los gigantes de concreto. Ernestina se miró los zapatos que habían tomado un extraño tono verdoso a esa hora de la tarde, sus piecitos parecían no haber pisado nunca en sus veintitantos años y le dolían al verse obligados a tomar la forma de los zapatos. Ser mujer es difícil, si encontrara a un buen hombre y pudiese pensar que todo este trabajo valió la pena... ¿Para qué me compré estos zapatos horribles que encima me hacen doler los pies? Cruzó la calle, en la esquina dos tipos la miraban con una sonrisa y cuando pasó junto a ellos dijeron una guarangada. Ernestina apuró el paso, estaba oscureciendo y todavía faltaban como cinco cuadras. Por la calle pasó un auto con música a todo volumen. Los amigos se estaban reuniendo en los departamentos, haciendo la previa antes de ir a los boliches. Más adelante, en la puerta del edificio, el encargado fumaba un cigarrillo. Ernestina lo saludó y presionó el timbre. El encargado no dejaba de mirarla, la hacía poner nerviosa. La voz tardó una eternidad en contestar. «¿Sí?»
—Soy yo, abrime —dijo Ernestina, acercándose al portero eléctrico.
La chicharra gruñó y cuando Ernestina empujó la puerta, se abrió con un chasquido metálico.
En el pasillo el ascensor la esperaba. Abrió la primer puerta plegadiza, luego la segunda y se metió adentro, cerró las puertas y apretó el botón marcado con un “5” en bajorrelieve. La caja, que era como un ropero pequeño, arrancó, llevándole toda la sangre a los pies. Pegado en el espejo con cinta adhesiva un cartel impreso decía “En el mes de enero aumentará el valor de las expensas para cubrir los gastos del arreglo del ascensor. Federico Puccio, jefe de consorcio.” ¿Qué pasaría si ahora se cayera el ascensor? Mejor no pensarlo. No sería la primera vez que. “Capacidad Máxima: 4 personas.” Quedaría hecha papilla. Más no me podrían doler los pies. El ascensor se detuvo. Abrió las puertas. El piso estaba completamente a oscuras, solo la lucecita naranja del interruptor de la luz se veía claramente. Ernestina se abalanzó para presionarlo, pero tropezó con el borde mal alineado del piso con el ascensor y casi se cae. Soltando un quejido entre dientes como el de las serpientes al acecho cojeó hasta el botón de luz y después, ya pudiendo ver dónde andaba, cerró las puertas del ascensor y buscó el “5D”. Tocó el timbre y poco después el sonido de los cerrojos descorridos y una vuelta de llave la alivió. La puerta se abrió, la música inundó el pasillo y la cara amiga le sonrió.
—¡Era hora, boluda! —aulló Ernestina—. ¿Por qué tardaste tanto en abrirme el portón? No sabés cómo me miraba el pajero del portero. ¡Ajj! Me da un asco ese tipo.
—¡Hola, no? Me estaba secando el pelo, ¿qué querés? Y cómo no te va a mirar, puta, si andás con toda la concha al aire.
—Si no muestro un poco las piernas, no me va a ver nadie.
—¿De qué hablamos entonces?
—¡Ay, pero no ese tipo!
—Mirá que ganan bien estos tipos, eh, así como lo ves, el negro éste se la pasa pajereando y gana más que yo en esa mierda de oficina.
Ernestina se acomodó en la sala, apoyó la cartera sobre la mesa y se sentó.
—¿Cuánto te falta?
—Me maquillo y vamos.
—Bueno, dale.
Paseó la mirada por la habitación. Había unos cerditos, perritos, llamas, gatos, cocodrilos, elefantes, pequeños saleros de cerámica con forma de todo tipo de animales que interactuaban entre ellos sobre la cómoda inglesa, frente al espejo. Marta es una persona perfectamente normal, excepto por esta manía infantil de coleccionar saleros con forma de animalitos.
—¡Conseguiste el avestruz! —gritó Ernestina a Marta que se maquillaba en el baño.
—¿Viste? —contestó la voz apagada—. ¿No es hermosa?
—¡Sí! —dijo mientras se paraba para verlo de cerca.
Un bicho feo de plumas grises brillantes. Parece salido de una película de Disney. ¿Qué clase de persona dedica su tiempo libre a coleccionar avestruces de cráneos de porcelana agujereados? Da un poco de miedo pensarlo. Una vieja solterona, con la casa llena de antigüedades y polvo sobre los muebles cubiertos de plástico. Para entonces yo espero estar viuda de algún millonario.
—Yastá... —apareció Marta. Se veía verdaderamente hermosa. Ernestina sintió que se le hinchaba el pecho de alegría.
—¿Paso al baño un segundo y vamos?
—Dale.
Cruzaron la puerta. Los bolsos pegados a sus lados.
—Apretá —dijo Marta.
—¿Qué?
—La luz.
—Ah, sí.
El pasillo se iluminó y Marta pudo cerrar la puerta con la tintineante llave. Llamaron al ascensor y escucharon cómo regresaba de algún piso superior. Marta presionó el botón de la luz antes de que se apagara, interiorizado como tenía el tiempo que duraba la luz encendida. El ascensor se detuvo. Puerta uno. Puerta dos. Puerta uno. Puerta dos. “En el mes de enero...” “Capacidad Máxima...” Apenas pueden entrar dos, ¿cómo esperan que entren cuatro? Marta se miraba el maquillaje en el espejo que decoraba las paredes del habitáculo. El ascensor se detuvo en el tercer piso. Detrás de las dos puertas un hombre joven de una cabellera rubia y una barba rala un tanto desprolija que contrastaba con la pulcredad y el cuidado de su vestimenta esperaba para entrar.
—Disculpen —dijo el hombre, avergonzado—, ¿entramos todos?
Marta tuvo que tragarse la negativa cuando Ernestina se apuró a contestar.
—¡Entramos todos!
—Permiso...
El hombre puso el primer pie con mucho cuidado de no pisar a ninguna de las dos. Ernestina se puso colorada cuando el hombre le rozó los pechos con el brazo al cerrar las puertas. El hombre se dio cuenta y de pronto se puso rígido soslayando la mirada hacia Ernestina. ¿Y si es él? Marta miró al hombre con mala cara, dándose cuenta de cómo miraba a su amiga. ¿Y si es el hombre que necesito? Es hermoso. El ascensor se detuvo. El hombre abrió las puertas, se bajó y esperó a un lado a que las dos muchachas salieran, les sonrió amablemente cuando lo hicieron y luego volvió a cerrar las puertas. Ernestina se apuró a darle las gracias. Marta le tiró del brazo. Lentamente se acercaron hacia la puerta, el hombre las pasó, abrió la puerta y la mantuvo abierta hasta que pasaron. Ernestina no pudo evitar sonreír de felicidad y nuevamente le dio las gracias. Una vez que se alejaron del edificio, del portero, del hombre rubio de barba desprolija, Ernestina, disimuladamente comentó.
—Era lindo, ¿no?
—¿Lindo? No, me pareció un desastre... Vi cómo te miraba.
—¿Me miraba? —preguntó con una gran sonrisa Ernestina, poniéndose roja.
—Mmm... y vi cómo te pusiste... ¡sos una trola!
¿Y si es él?
—¡Andá a cagar!... Decime que lo conocés, que te lo cruzás, que sabés dónde vive...
—Lo vi alguna vez, pero no sé dónde vive, prefiero no saber.
¿Y si es él?
Sus zapatos eran grises bajo la noche estrellada, joven, sucia como un lienzo sin pintar que lleva demasiado tiempo olvidado en una buhardilla, joven mientras se perdían en su estómago hambriento las dos mujeres, jóvenes también.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Soy justo de esas personas que cuando ven una entrada muy larga, no la leen.

Pero, mirá lo que te cae en suerte (buena o mala), que leí esto entero.

Y me gustó... o qué sé yo cómo explicarlo. Es bueno. Agradable no, pero bueno. Pudiera haber seguido, que yo seguía leyendo.

(muy a lo Castillo, además; eso es bonito para mí, ya se imagina)

Un abrazo, don. Hasta prontísimo.

Lila.