jueves, marzo 05, 2009

El árbol cayó en el bosque

por. Facundo Ezequiel

Cuando María se levantó del sillón, Juan hizo ademán de levantarse, apoyó las manos sobre los brazos de su asiento y luego de aquel gesto inacabado se dejó caer nuevamente; miró cómo María se alejaba, adentrándose en la cocina. Juan prendió un cigarrillo que sacó del paquete arrugado que había sobre la mesita ratona.
—¡Mi amor! ¿No traés el cenicero?
María volvió con el platito de los carozos de aceitunas que habían comido hacia el comienzo de la picada.
—¿Y el cenicero?
—Yo qué sé. Fijate dónde lo dejaste que siempre lo dejás repleto y después la que termina limpiando las cenizas soy yo.
»Y te toca lavar los platos.
—Cuando termine el cigarrillo voy.
—Dejá, los lavo yo, pero después vas a limpiar el baño vos, eh.
—Esperá un segundo que termino el cigarro y ya los lavo.
—Mejor los lavo yo, que estoy con el envión.
María volvió a desaparecer dentro de la cocina, Juan resopló, llenando de humo la habitación, se levantó y apagó el cigarrillo contra los carozos. Con largos pasos, Juan se acercó a María por detrás, que ya estaba enjabonando los platos, y la abrazó, rodeándola por la cintura y cruzando un brazo entre sus pechos, dejando la mano sobre uno de sus hombros. María, sintiéndose completamente abarcada por el abrazo de este enorme hombre, suspiró.
—Siempre me mataron tus suspiros.
María sonrió.
—No te creas que así vas a zafar de lavar los platos. Tomá la esponja, seguí vos.
Juan amaba la suspicacia de María y comenzó a reír, incapaz de evitar la responsabilidad que le legaba María con el pase de la esponja.
—¿Dónde dejaste los cigarrillos?
—Quedaron sobre la mesita, pero hay que bajar a comprar más; quedaron dos.
María desapareció, esta vez hacia la sala.
—Pero cuando termine de lavar voy yo, no te preocupes... Vení acá.
María se acercó a la cocina con un cigarrillo entre los dedos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tengo ganas de escucharte.
—Ay, Juan, qué bobo.
—¡Qué tiene! Me gusta escucharte hablar, me hace bien, me tranquiliza. ¿Tanto te cuesta complacerme?
—Sólo cuando me lo pedís.
María se rió y le besó tiernamente el cuello a Juan mientras que él seguía lavando, le frotó el pecho con una mano, le dio una pitada al cigarrillo que tenía en la otra y luego de soltar el humo le habló al oído.
—Te quiero mucho...
Juan, con dificultad, se mantuvo en silencio y luego dijo con voz grave.
—Sos cruel... ¿por qué sos así conmigo?
—Porque te gusta —susurró María.
Juan cerró el agua y se dio vuelta para enfrentar a María que lo miraba con una sonrisa lasciva, sádica, Juan pensó que estaba esperando un golpe o algo, algo que la excitara un poco más. Juan con violencia le desabrochó el pantalón. María se mordía el labio mientras lo miraba actuar de esa manera, desencajado, era otro Juan, el animal que ella buscaba en él a cada encuentro.
La empujó contra la pared y se puso de rodillas. Le levantó una pierna y se la puso al hombro. Pocos habían sido tan buenos como Juan para María.

Cuando el portón se cerró detrás de él, Juan se dio vuelta y miró a la que creyó que era su ventana. Sonreía, pero no tenía ninguna razón para hacerlo y la ambigüedad de ese sentimiento encontrado con la razón lo carcomía. ¿Qué tenía que ver la dicha con la razón? El ser humano no compatibiliza con la felicidad, eso es lo que lo diferencia de los apacibles ciervos que saltan en los bosques, lo que lo distingue de cualquier otra raza animal. Sin embargo, Juan todavía sonreía al pagar por el paquete de cigarrillos y al pensar en las cosas que sería capaz de hacer por esa mujer que no lo esperaba, allá, en el departamento de arriba, ansiaba, eso sí, sus cigarrillos, su sexo, pero bien podría no tenerlo y, sin mirar atrás, buscaría al siguiente si no encontrara el suyo. Era una máquina de hacer piltrafas, pero solo los infelices se tiraban de cabeza a esa picadora de sentimientos y razonamientos. ¿Qué mejor que sufrir más hoy para saber que ayer estábamos mejor y tener así una meta visible pero igual de inalcanzable que el horizonte mismo? Así se puede saber que estamos vivos.
Juan trepó las escaleras y con la llave entró al departamento 48. Había música sonando, esa música que había aprendido a querer pese a su odio por la misma: era la música favorita de María. Juan canturreó un poco, inconscientemente, como dictándole la letra al tipo del disco que repetía lo que Juan decía, pero afinado.
—Ya llegué.
Juan empezó a buscar a María, y aunque no había muchos lugares donde buscar, enseguida pudo ver que no estaba en la sala, ni en la cocina, ni en la pieza. Tenía que estar en el baño. Juan se acercó a la puerta y se asomó a la cerradura, vio entonces que la luz estaba prendida, así que le habló a la puerta.
—Dejo los cigarrillos sobre el escritorio.
Juan abrió el paquete y sacó un cigarrillo, lo prendió con los fósforos que también había comprado y dejó el paquete sobre el escritorio, en la pieza. Grata fue la sorpresa al ver el cenicero sobre la mesa de luz, entonces se acordó que a la mañana había estado fumando en la cama. Se tiró sobre el acolchado, puso el cenicero sobre su panza y descartó las cenizas de su cigarrillo. El cenicero subía y bajaba con su respiración y esto era particularmente relajante para Juan que siempre se encontraba tensionado, atascado entre sombras por el irracional crecimiento de sus fantasías de locura y persecución. Arriba, abajo, el sonido mínimo y crispado del cigarrillo que se consumía a cada pitada y el humo en las penumbras de la habitación lo fueron sumiendo en un sopor del que no despertó sino con una terrible convulsión inexplicable: alguna pesadilla que no pudo recordar, pues había sido menos que un instante. Confundido miró alrededor: había tirado el cenicero y todas sus cenizas sobre el cubrecamas, si no arreglaba eso rápido María lo iba a matar. Se apuró a meter, como pudo, las cenizas de vuelta en el cenicero y luego, apurado, lo fue a vaciar al tacho de basura en la cocina, agarró un trapo y se apuró a volver a la pieza. Sacudió las cenizas de la cama y suspiró al ver que se había salvado de una de esas reprimendas histéricas de María.
—No pasó nada —se dijo a sí mismo, esperando quizá que María lo oiga y nada hubiese cambiado—. No pasó nada —repitió en voz más alta, pero nadie le preguntó “¿Qué nada pasó?” y Juan quizo tranquilizar a María diciéndole —. No pasó nada, no pasó nada, no pasó nada.
Pero repetir el conjuro no lo hacía cierto y la luz del baño estaba prendida todavía, María, del otro lado de la puerta, no daba señales de vida, naturalmente. El árbol había caído en el bosque, lejos de toda contemplación. No había pasado nada.

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