jueves, diciembre 30, 2010

Soy el eclipse

por. Facundo Ezequiel

Soy el eclipse, la oscura sombra
sobre la inocente presa.
Soy el alcohol en el cenicero,
lo amarillo en la punta de los dedos.
Soy la eléctrica señal,
el dolor en los huesos,
las entrañas fermentando.
Soy el aroma acre,
el pronto alivio,
el dilatado sufrir.
Soy lo de siempre
como nunca antes
y me estoy quedando.

A través del arco iris

por. Facundo Ezequiel

Roberto cruzó la puerta con el paraguas goteando sobre el suelo y la cerró de un portazo.
—¡Marta! —gritó para llenar la casa con su voz diafragmática. Los miembros le temblaban involuntariamente mientras intentaba no inundar la casa.
—¡Marta! ¡Traé un trapo, por favor!
El “por favor” era un simple modo de decir, de ninguna forma él se arrojaba a deber “favores”, era más bien una orden velada, o un capricho acostumbrado.
Finalmente apareció Marta con un trapo de piso, agarró el paraguas y lo llevó a la bañera, donde lo dejaría gotear todo el agua. Roberto se limpió los pies en el trapo y se prendió un Marlboro en la cocina con el fuego de la hornalla que se mantenía encendido para calentar la casa.
Abrió la ventana para liberar el ambiente y se quedó mirando cómo caía la lluvia sobre la calle. Era uno de esos días raros en los que el sol está presente mientras llueve. Algunos podrían creerse el chiste de que dios llora de felicidad en esos días, pero Roberto se sentía igual de miserable que siempre, atraído por lo curioso del clima, pero miserable. Había visto mientras se acercaba por la avenida cómo un gran arco iris cruzaba uno de los edificios más altos, un edificio que tenía una gigantografía de una marca de ropa interior femenina, y eso le había parecido bastante cruel. Se vio obligado a pensar en su desgracia personal, soltó una bocanada de humo que ascendió lentamente hasta acercarse a la ventana y se apuró afuera hasta desaparecer.
Marta apareció otra vez y él ya sabía que le iba a reprochar el hecho de haber prendido aquel mísero cigarrillo que llenaba la casa de olor y que le hacía mal a él y le arruinaba la salud a los chicos y a ella. Pero Marta no dijo nada, abrió un cajón, tomó algo y volvió a salir de la cocina en un instante.
Roberto estiró el brazo fuera de la ventana para dejar que el agua apagase la colilla y después lo tiró en el tacho de la basura. Dudó un segundo en cerrar la ventana, tenía frío, pero el aire fresco y el sonido del agua aquietaban su mente. Le parecía haber oído en algún lado que el sonido del agua ayudaba a penetrar en aquel estado de estulta dormitación que los monjes se atrevían a llamar meditación. De ninguna manera sentía que estaba cerca de la iluminación (sin contar la lámpara de bajo consumo que colgaba del techo), ni tenía la menor intención de convertirse en un gordo pelado y asceta, aunque la gran mayoría de los hombres de más de 50 parecían tender a ello.
La última vez que se había tomado una hora o más para concentrarse en un problema en particular fue la vez en la que la rejilla del baño había empezado a desbordar de mierda, y esa experiencia no tenía nada de espiritual. Había pasado diez minutos corriendo cosas para que no las alcanzara la marea mierdosa y el resto del tiempo buscando un plomero lo suficientemente valiente como para afrontar el problema. De eso hacían unos siete años y todavía recordaba lo estresado que había terminado después de las primeras negativas de los “ofiociosos”.
Ahora nada podía ser tan estresante, ya no le preocupaba mucho la mierda, ni los problemas de asma, ni que los pibes lo vieran ceñido a una botella de vino, sonriente. Se sentía un poco abstraído de la vida vulgar que lo rodeaba. Funcionaba de forma autómata, como si las enseñanzas de su padre fuesen órdenes en su cuerpo robótico. Tenía la mujer, los hijos, la casa, el trabajo, el auto, vacaciones ocasionales, una religión, un seguro de vida, obra social. Ninguna razón para sentirse melancólico. Pero no podía evitarlo.
Cerró la ventana, los arco iris no le hacían bien.
Por un momento pensó que hacerle el amor a su mujer le haría sentirse mejor, pero la idea lo horrorizaba. Fue al baño y cerró la puerta. Se paró ante el espejo y se desnudó. A su derecha el paraguas abierto goteaba a un ritmo constante en la bañera.
El timbre sonó y Marta se apresuró a atender la puerta. Era el vecino de enfrente, un tipo bastante atractivo, unos diez años más joven que Roberto, un poco más alto y más elegante. Tenía pinta de actor y a Marta, en la intimidad, le gustaba llamarlo Bebi, por su parecido con Rodolfo Bebán, un parecido agarrado de los pelos pero cuya fantasía era imposible de discutir y la cual era alimentada por ambos pues era una excusa para iniciar los derroches venéreos.
Marta y Bebi eran amantes desde hacía seis meses cuando empezaron a cruzarse demasiado seguido luego de que ella dejara a los chicos en la escuela. Bebi tenía un estudio cercano al colegio y sabía tomarse los descansos a la hora justa para cruzarse con Marta. Poco a poco sus encuentros, que comenzaron como simples saludos al pasar, se fueron dilatando y ella empezó a caer en los encantos de Bebi. Esto no era en absoluto obra del destino sino más bien una resolución moral del mismo Bebi que decidió que era una desgracia dejar que la belleza de esta mujer se desvaneciera sin pulirla un poco para hacerla brillar por última vez. Mientras tanto Marta accedía con gusto a ser pulida, lustrada, restregada y encerada, sin ganas de enterarse de que Bebi podría cansarse en cualquier momento de esta resolución estética.
—¡Bebi! ¿Qué hacés acá? Roberto está acá, en el baño...
—¿Y qué? Vine a pedirte un poco de azúcar, algo de miel... ¿está mal?
—Ay, Bebi, no, acá no, no con mi marido en la casa.
—Cruzate. Vamos.
—Esperá... bueno, cinco minutos.
Roberto no podía saber con exactitud que su mujer, en aquel momento, estaba escabulléndose con su vecino de enfrente, pero estaba demasiado concentrado como para preocuparse, aunque la idea se le cruzó un momento por la cabeza y empezó a tomar forma; para entonces se sentía bastante estúpido, es decir, ahí estaba, desnudo, un hombre de 52 años, imaginándose a su mujer con otro hombre más joven, masturbándose ante el espejo sin siquiera poder terminar lo que había empezado. Quizás lo que necesitaba él mismo fuese una mujer más joven, una de carne firme, quizá una estudiante de colegio religioso, una chica de 17 años. Para un hombre de 52 años eso debía ser una inyección de vida. La idea lo volvió a calentar, se imaginó levantándole la pollera a una chica, tocándola por sobre la bombacha, sintiendo la cálida humedad, los gemidos disimulados, porque él era el profesor y ella su alumna y estaban en clase, él le explicaba álgebra mientras el resto de los estudiantes estaban metidos en sus libros, sus dedos iban encontrando su camino.
—¡Te quiero adentro ya, Bebi!
A Bebi le pareció un tanto ridículo el énfasis que Marta le indujo a sus palabras, la primer señal evidente de arrepentimiento le golpeó la cabeza como un balde de agua fría. ¿Para qué había demostrado tanto interés en esta vieja? Empezó a pensar cómo iba a deshacerse de ella. Pero primero necesitaba una erección decente.
—Con la boca, Marta, dale.
Bebi necesitaba un poco de tiempo y ayuda para lograr que su imaginación hiciera el resto del trabajo. Mientras miraba a esta señora, ansiosa, desabrochándole torpemente el pantalón, empezó a hacer un listado mental de actrices. No le gustaban las argentinas, prefería las francesas, o las de Hollywood, que tarde o temprano eran todas las otras, como si esa ciudad californiana fuese un seleccionado internacional de culos y tetas.
Roberto se metió en la bañera, junto al paraguas, y abrió la ducha, se lavó solo con agua lo mejor que pudo, se secó y se volvió a poner la misma ropa. Cuando salió del baño su mujer no estaba. Miró el reloj de la cocina. Se sentía bastante frustrado, pero le parecía que podría ser una buena idea: caminaría un poco, bombearía la sangre hacia las extremidades, quién sabe. Se sentó a esperar que Marta llegase. ¿Adónde había ido?
Las francesas, por alguna razón no estaban funcionando, así que pasó a las norteamericanas. Julia Roberts... no. Sigourney Weaver... no. Scarlett Johanson... no, demasiado joven. Sharon Stone... no. Demi Moore... no. ¡Ah, sí! Ahora se acordaba, la de las películas raras de este director incomprensible, la de Jurassic Park..., sí... ¿cómo se llamaba? Dern era el apellido, pero cómo se llamaba... incluso se parece, bastante, eso era algo que me había llamado la atención en un principio. Dale, seguí así, sí, sí, sí, ya me acuerdo:
—¡L-Laura!
Marta esperó, para no provocar derramamientos indeseados, y lentamente y en silencio fue al baño. Bebi la escuchó escupir y hacer correr el agua.
Roberto se había prendido otro cigarrillo e imaginaba que quizá no tendría que pensar tanto en su problema, de todas formas le haría bien relacionarse con sus hijos.
Marta cruzó la puerta.
—¡Puf! ¡Qué olor! ¡Roberto, te dije mil veces que no prendas esa mierda acá dentro! ¿Nos querés matar a todos?
Roberto aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Qué olor...
—Che, Marta.
—¿Qué querés?
—Hoy voy a buscar yo a los chicos, ¿te parece?
—Sí... era hora, eh.
Roberto no dijo nada, no estaba de humor para pelear; de haberle seguido la corriente tendría que haberle encajado un buen revés.
Afuera había dejado de llover. Era un día extraño, era lo único que lo alentaba a seguir caminando. Cuando estuvo cerca una afluencia de párvulos, preadolescentes, adolescentes, chicos y chicas de todas las edades, uniformados, lo rodearon y lo sacaron de sus cavilaciones. Se paró en la vereda de enfrente, lejos del cúmulo de padres que bloqueaba los portones del colegio. Recordó algo que había leído sobre el hombre-masa y pensó cuánto le disgustaban las reuniones sociales de todo tipo.
Una primer ola de chicos adolescentes se apresuró fuera del edificio como si tuviesen sus mochilas en llamas. Los chicos parecían torpes y estúpidos, y las chicas tenían unas finas piernas al descubierto, algunas ya evidenciaban una despampanante belleza, de esas que hacen mal a quienes observan. Prendió un cigarrillo y se disponía a guardar el paquete en el bolsillo cuando una voz lo interrumpió:
—¿Me darías fuego?
Automáticamente él respondió “seguro,” pero cuando miró a quién le pedía vio a una nena de no más de 15 años. De todas formas le acercó el fuego al cigarrillo que sostenía entre los labios. La chica apoyó sus manos sobre las de él, haciendo de parapeto contra el insustancial viento que amenazaba la llama. Tenía las manos delicadas, suaves y algo húmedas. Los dos soltaron bocanadas de humo y se miraron.
—¿No sos muy joven para fumar? —preguntó sin mucha emoción, Roberto.
—¿A vos te parece?
Roberto hizo silencio por un segundo y después contestó:
—Supongo que no, pero ¿no se supone que uno cuestione estas cosas después de cierta edad?
—No sé, apenas tengo 15 años —dijo la chica, y se rió. Roberto le sonrió y la miró bien por primera vez. Tenía el pelo castaño y le caía sobre los hombros con cierta gracia. Era menuda pero bien proporcionada, de tez muy blanca y pecas que le daban un aspecto entre aniñado y suspicaz. Sus ojos eran los de cualquier muchachita adolescente, quizás lo que le llamaba la atención era el delineador negro; por alguna razón eso lo hizo sentir culpable. Sin embargo, lo que hizo que se inclinara, feliz y avergonzado, fue la forma de su boca. Tenía labios muy finos, casi invisibles, pero era una boca obscenamente felina.
Ella se dio cuenta y se mordió el labio inferior, sosteniendo una leve sonrisa. Se miraron a los ojos en silencio durante un segundo que a él se le antojó eterno.
—Disculpame —dijo Roberto, intentando disimular el incipiente bulto en sus pantalones—, pero me voy a sentar un segundo acá —. Y se sentó en un escalón en el umbral de una casa.
—¿Vas a venir, mañana? —dijo ella.
—¿Perdón? —preguntó Roberto, creyendo haber escuchado mal. La chica se inclinó hacia delante y le repitió junto a su cara:
—¿Vas a venir, mañana?
Le iba a quedar una mancha en el pantalón. Intentó respirar normalmente y contestó:
—Creo que sí.
La chica le puso la mano en el muslo y lentamente la deslizó fuera mientras se daba la vuelta y se iba. Roberto suspiró. Se levantó y alzó el cuello para intentar alcanzar ver a sus hijos. Ahí estaban. Les hizo unas señas con los brazos en alto. Los chicos miraron hacia ambos lados y cruzaron la calle corriendo. Se le colgaron del cuello con grandes sonrisas.
—Denme las mochilas —dijo, y aprovechó la excusa de aliviarles la carga para cubrir la mancha húmeda en el pantalón.
—¿Por qué no vino mamá? —preguntó Francisco, que era el más chico por apenas unos minutos.
—Tenía ganas de venir yo, y mamá tenía cosas que hacer.
Caminaron unos pasos y Roberto intentó no sonar demasiado ansioso.
—¿Les gustaría que los empiece a venir a buscar yo, desde ahora?
A los chicos se les encendieron los ojos.
—¡Sí, pa! —¡Sí, estaría buenísimo!
—Bueno, pero vamos a tener que convencer a mamá, ¿sí?
—¡Sí! —aullaron los dos hermanos al unísono.
Roberto le dio la última pitada a su cigarrillo y lo tiró a un charco donde seseó y se apagó, despidiendo una leve voluta de humo azul. La corriente turbia se llevó la colilla lentamente mientras manchas tornasoladas de aceite se arremolinaban en torno a ella rumbo a las entrañas de la ciudad.

lunes, noviembre 08, 2010

Violín

por. Facundo Ezequiel

Shostakovich miraba cómo la nenita le tiraba migajas de pan a las palomas, y cuando éstas bajaban de los árboles agitando las alas, la chiquita corría juguetonamente hacia ellas y las palomas volvían a elevarse con un nuevo loco aleteo y un agradable plac-plac que parecía embelesar a la jovencita.
Shostakovich se acomodó en el banco de granito para ver mejor las rellenas y pálidas piernitas que se movían torpemente y quedaban completamente al descubierto cada vez que la nenita pegaba un salto. Se levantó con un suspiro y caminó hasta el puesto de un viejo que vendía gaseosas, chupetines, algodón de azúcar y maíz. Miró unos instantes las cosas que ofrecía el viejo y finalmente decidió comprar dos bolsas de maíz y un pirulín; esos chupetines en forma de cono, que terminaban en una punta filosa y pinchaban la lengua, que recordaba de su propia niñez como algo que más tarde aprendió a llamar de una forma complicada, una palabra que no se acordaba del todo en ese momento pero que quería decir que le provocaba placer y rechazo al mismo tiempo; estaba seguro que había usado alguna vez la palabra, pero empezaba a dudar si realmente existía.
Le pagó al viejo y abrió una de las bolsitas de papel. Agarró un puñado de granos y los tiró con fuerza hacia delante, a espaldas de la nenita. Los pájaros la pasaron de largo y fueron en busca del maíz. Shostakovich corrió a las palomas y vio a la nena que ahora lo miraba con una mano en la boca con un gesto tan infantil como poco higiénico. En la otra mano la nena sostenía medio mendrugo de pan, casi completamente vaciado de miga. Shostakovich se acercó un poco más.
—Les gusta más el maíz —dijo Shostakovich, tomando otro puñado de la bolsita de papel. Tiró el puñado cerca de la muchachita. Las palomas advirtieron inmediatamente la nueva ración de granos que bailaba brillantemente como una constelación sobre la piedra de la plaza y bajaron mecánicamente, agitando otra vez sus alas de rata.
La nena enloqueció de placer con la nueva oportunidad de hostigar a la hambrienta plaga. Corrió dos vueltas alrededor de los granos hasta que logró echar a todas las palomas que querían hacerse con un grano.
Shostakovich sentía que se le llenaba el corazón de dicha. Abrió la segunda bolsa y echó una mirada dentro: estaba igualmente llena de granos de maíz. Volvió a cerrar la bolsa y se la extendió a la chiquita con una gran sonrisa. La nena no dijo una palabra sino que, con una párvula desfachatez, arrebató la bolsa de la mano de Shostakovich, soltó el pan que tenía, tomó un puñado de granos y los arrojó torpemente hacia arriba, haciendo llover el maíz sobre su cabeza. Las palomas enloquecieron y volvieron a revolotear, algunas chocaron contra la chiquita, intentando rescatar algún grano que se había quedado atrapado en su blonda cabellera.
La nena se asustó y tropezó. Shostakovich se apuró a auxiliar a la niña que ya había empezado a desfigurar su rostro en un amague de llanto.
—¡No llores, no llores! Son malas las palomas, ¿eh? —. La tomó por los bracitos y le ayudó a pararse. Sacó de su bolsillo el pirulín que había comprado hacía unos instantes y lo agitó ante los ojos humedecidos de la chiquita; su boca, en incipiente puchero, poco a poco se desdibujó; empezó a emerger una sonrisa. Con falsa timidez la nena tomó el chupetín y quitó la película plástica que lo cubría.
—Gracias —dijo, con una vocecita de azúcar y se llevó el chupetín a la boca.
Shostakovich sonrió.
—¡Oh, mirá cómo te ensuciaron el vestidito estos bichos de porquería! —dijo Shostakovich, señalando la tierra que ensuciaba la parte posterior del vestido rojo floreado.
La nena hizo una extraña contorsión y frunció el seño.
—No te preocupes, yo te limpio.
Shostakovich empezó a sacudir el polvo del pequeño vestido, sintiéndose feliz de poder ser útil, pero algo turbado al sentir la blanda carne bajo el algodón. El ritmo de su respiración aumentaba mientras se demoraba con un impúdico perfeccionismo en una tierra que parecía que no saldría nunca.
—No sale —tartamudeó.
—No importa —dijo ella—. Corré a las palomas.
—¿Querés que corra a las palomas?
—Sí. Yo te miro. Me siento acá, como el chupetín y miro.
—¿Querés que mate a las palomas?
—Pisalas.
—Son malas las palomas, ¿no?
—Son tontas... Y me tiraron.
—Sí, son palomas tontas.
La nena se sentó en uno de los bancos de granito, agitando las piernas hacia delante y hacia atrás. Estaba contenta. Shostakovich sonrió mientras veía a la nena lamiendo el chupetín alegremente, balanceándose al ritmo de su felicidad. Tomó un puñado más de maíz y esperó a que bajaran las palomas. Una vez que parecían confiadas, picoteando acá y allá, Shostakovich corrió con todas sus fuerzas y se abalanzó hacia el grupo de palomas. Cuando empezaron a levantar vuelo Shostakovich lanzó una brutal patada al vacío.
Una paloma se agitaba en el suelo. Shostakovich miró, sorprendido de haber logrado alcanzar a una de las palomas. Miró a la nena con una interrogante en la cara. La nena dejó de chupar el pirulín y gritó:
—¡PISALA!
—¿Segura?
—¡Sí, Pisaalaaa!
Shostakovich se acercó a la paloma lentamente, un poco asustado. Cuando ya estuvo junto al pájaro levantó rígidamente una pierna sobre el bicho y se tapó los oídos. Miró a otro lado y dejó caer la pierna con fuerza. Cuando se destapó los oídos escuchó la carcajada de la nena. Volvió la mirada hacia donde esperaba encontrar una sangrienta masa de carne y huesos, pero la paloma seguía agitándose, un poco más allá.
—¡Le erraste, tonto!
—Parece que sí... Ya la voy a agarrar.
Shostakovich fue por un segundo intento. Repitió el proceso, pero esta vez notó una diferencia. Al bajar la pierna sintió bajo su pie como si estallara un globo lleno de agua. Apenas se animó a ver. Era algo asqueroso, y esa cosa todavía parecía mover una pata, ¿o era parte de la cabeza? Seguro era un acto reflejo de los músculos. La paloma había sido pisada.
La nena saltaba de alegría en su asiento.
—¡PAF, hizo, PAF!
—¿Estás contenta?
—Sí, gracias, sos el mejor. ¿Cómo te llamás?
—Me llamo Vladimir, pero me podés decir Vladi.
—¿Vadi? Es un nombre raro.
—Es Vladi, pero me podés llamar como quieras.
—¡Vadi Palomi! ¿A que te llamás Vadi Palomi?
—¡Ja, ja, ja! Vadi Palomi está bien... ¿Y vos, cómo te llamás?
—Lucy.
—Lucy... es un nombre hermoso. Como Lucy en el cielo con diamantes.
—¿Para qué en el cielo? Ahí están todas esas palomas. ¡Puaj!
—Ja, ja, es verdad, mejor es estar acá... juntos, ¿no?
—Sí, ¡y pisar palomas!
—Y pisar palomas...
Shostakovich se quedó mirando a la pequeña Lucy mientras continuaba lamiendo el chupetín.
—Lucy, ¿te gusta el pirulín?
—Mm... me encanta.
—¿Te gusta mucho?
—Sí.
—¿Cuánto? ¿Hasta la luna?
—Pasando la luna, ida y vuelta.
—¡Qué bueno! ¿Sabés una cosa?
—¿Qué?
—No le digas a nadie, pero yo tengo un pirulín especial.
—¿Lo tenés acá?
—Lo tengo guardado, no te lo puedo dar acá.
—¿Por qué es especial? ¿Qué tiene?
—Es un millón de veces más rico que ese que comés ahora.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Me lo vas a dar, Vadi Palomi?
—Sí, Lucy, a vos y solo a vos, pero no se lo podés decir a nadie. ¿Realmente lo querés?
—¡SI!
—Entonces tenés que venir conmigo.
Shostakovich le extendió la mano y Lucy la tomó, y se deslizó fuera del banco de granito, canturreando:
—Vaaadi Palooomi Piruuuli...

Serán monedas

por. Facundo Ezequiel

En estos días
en los que el fantasma de Perón
se mete a dormir en todas las camas
es deshonroso
no tener un trabajo
no tener conciencia política
no creer que el pueblo,
combativo e ignorante,
tiene todas las respuestas

Pero a mí no me importa
el limbo linfático
de la complacencia
ni tampoco me interesa
el fuego de retórica roña
ni si la verdad absoluta
es un gran combustible

Trato de mantener las cosas simples
y ellas evitan que me vuelva loco
cada vez que una perfecta pelirroja
me deja con un cigarrillo entre los dientes
para irse de la mano de otro hombre

Seré optimista pero,
este sentimiento de mierda,
¿no querrá decir que
no nací para perder?
Por las dudas sigo apostando;
serán monedas
pero es todo
lo que tengo.

Levitación

por. Facundo Ezequiel

Fui a comprar unos discos, algo de Bowie, algo de Billie Holiday, muy feliz porque por fin tenía algo de plata como para comprar un poco más que fósforos y alcohol (una forma barata de inmolarse, que estaba considerando). Así que con una alegría bien escondida me acerqué al mostrador: los discos en una mano y la otra mano metiéndose como una rata en el bolsillo (una chica una vez me dijo que donde la rata puede meter la cabeza, entra toda; cómo esta chica sabía esto escapa mis pensamientos más inocentes); lo que quería decir es que tenía el brazo metido hasta el codo en el bolsillo y no había rastro de un maldito billete; casi me rascaba el tobillo y nada de nada, ni una moneda, ni una pelusita; fue entonces que muy astutamente me di cuenta de que tenía un agujero en el bolsillo, es decir, ADEMÁS del obvio agujero que nos permite acceder a las pertenecias que guardamos e introducimos por el previamente mencionado y redundante agujero: tenía un agujero y había perdido la guita.
La mujer de la caja me miraba con la mirada agnóstica de todos los que laburan 12hs diarias y yo le sonreía nervioso.
“¿Tarjeta o efectivo?,” escuché una voz que me preguntaba.
Miré a ver si había otra persona detrás de la cajera que me estuviese hablando, porque no la había visto mover los labios, pero esta chica era muy flaca, era un junco: hubiese sido imposible. Volví a meter el brazo en el bolsillo. Aproveché para arrancar un pelo de la pierna que tenía encarnado, pero otra vez esa voz que NO venía de la boca de la cajera, habló:
“¿Por $5 más quiere llevar los éxitos de Sandro?”
Y no había movido un músculo: era la mejor ventrílocua, o la mejor mentalista.
“¡Me estás jodiendo!,” exclamé, “. ¿Cómo lo hacés? No movés la boca, nada... ¿Cómo mierda hacés?”
“¿Disculpe?”
“¡Ahí! ¡Lo estás haciendo de nuevo!”
“¿Eso? Perdón, a veces me olvido y asusto a la gente.”
“¿Cómo lo hacés?”
“Es difícil de explicar, estudié diez años con Sai Baba; pero esto no es nada... deberías verme levitar.”
“Quizás debería,” dije.
“Mirá, eh.”
Cerró los ojos y por un segundo me pareció que me tomaba el pelo.
“Te estás poniendo de puntitas,” dije, riéndome. Pero ella no dijo nada y continuó elevándose, hasta que no me quedó ninguna duda; es decir: cualquiera levita unos centímetros del suelo, pero esta mujer ya estaba por chocarse la cabeza contra el techo.
“¿Qué te parece?,” me dijo, mirándome desde arriba.
“Increíble... ¿Qué hacés trabajando acá? Con una habilidad como ésa podrías hacerte millonaria...”
“Con Sai Baba aprendí que uno no debe aspirar a los bienes materiales.”
“Nunca querría aspirar una heladera,” dije jodiendo, pero ignoró mi comentario, y comenzó a bajar lentamente, hasta que otra vez tocó el suelo con los pies.
“¿Estás bien?,” pregunté.
Se la veía agitada.
“Sí, es que hace mucho que no levito tanto, y cansa...”
“Solo me lo puedo imaginar.”
Nos quedamos en silencio, mirándonos. Me acordé de que no tenía plata y los discos estaban sobre el mostrador.
“Mirá,” dije, “... en realidad no voy a comprar estos discos.”
“¿No? ¿Te asusté? ¡Perdón, por favor, no le digas a mi jefe, que ya es la segunda vez en el mes, me van a echar!”
“No, tranquila, nada que ver, todo lo contrario, me gustó mucho el truco de la voz, y verte levitar fue... fabuloso; es decir: nunca vi a nadie levitar así, me pareció hermoso... lo que quiero decir es que la única razón por la cual iba a comprar los discos era para hablar con vos, así que...”
“En serio.”
“Absolutamente.”
Ella se sonrojó, sonrió, intercambiamos teléfonos y le dije que la iba a llamar esa misma noche.
Me fui con los discos y un par de ideas útiles para el asunto de la levitación. Hice un bollo con su número de teléfono y me lo metí en el bolsillo. Ya podía ver mi primer millón, mientras caminaba de vuelta a la pensión.

Recuento

por. Facundo Ezequiel

Mi poesía tiene la melodía
de los huesos rotos
y el ritmo espumante
de la cerveza caliente
de una madrugada de octubre

Yo amo a todas las mujeres
que saben decirme que NO
y cada una tiene sus versos
porque soy bueno y bondadoso
y pobre como un santo

Entre mis palabras yacen
los moribundos meones
y las excreciones más humillantes
que envejecen en pastosos pegotes
en asientos de trenes

Si esta ciudad estuviese habitada
no tardaría en caerse a pedazos
como una forma natural de defensa
contra todos los maniáticos sexuales
y asesinos
y yo me exiliaría en otra cama
sin la patética necesidad
de escribir lo que siento

Pero nadie vive acá
y de todas formas
me dicen
que no
siento
mucho

miércoles, octubre 06, 2010

El guitarrista virtuoso

por. Facundo Ezequiel

Estaba terminando de escribir una carta cuando mi amigo me llamó:
—Mi profesor de guitarra va a tocar esta noche —dijo, desde el otro lado de la línea.
—Mirá vos, ¿y qué toca? —pregunté, no muy interesado.
—¿Además de la guitarra?
—Sí, además de la guitarra..., quiero decir, qué música toca.
—El tipo se toca todo, es re zarpado, el otro día, en la clase tocó una obra de Bach y casi me caigo de culo; si lo ves no lo podés creer. Pero no toca solo clásico, yo lo vi con su banda de rock y cuando tocó un par de temas de Maiden sacaba chispas; el tipo tiene algo que no te puedo explicar, tenés que venir a verlo hoy.
—¿Te parece?
—Sí, dale.
—Bueno.
Terminamos nuestra conversación y arreglamos encontrarnos en un lugar en el centro a cierta hora; tenía unos veinte minutos antes de salir. Terminé de escribir la carta, fui al baño, me puse algo de ropa encima, agarré mis cosas y salí.
Cuando llegué al lugar encontré a mi amigo en la puerta, esperando junto a su chica, una rubia de nombre de planta, y un tipo de pelo largo y rulos, encajado en un pantalón de cuero dos talles demasiado chico.
—¡Iannu! —gritó mi amigo cuando me vio acercarme.
Lo saludé con mi típica falta de entusiasmo y él me presentó a su amigo:
—Este es Facundo —le dijo al tipo, mientras me ponía una mano en el hombro—. Es groso, ya vas a ver. Facundo —me dijo ahora a mí—, este es Cristian; es el mejor guitarrista.
Nos dimos la mano y después saludé a la novia de mi amigo con un beso hipócrita o una frotada de mejillas; tenía puesto un perfume que me violó las fosas nasales y se me clavó justo atrás de los ojos.
La situación realmente me estaba matando el ánimo, después de tantas noches de salir solo estaba cansado de conocer mujeres de otros hombres y hombres demasiado estúpidos como para que me admiren por mi falta de entusiasmo en ellos. Todo atentaba contra mi ego y mi estima por la humanidad.
El guitarrista dijo algo que no escuché; yo miraba detrás de la cabeza de mi amigo cómo un grupo de tipos de camperas de cuero vociferaban mientras vaciaban una botella de cerveza. Los mejores momentos de mi vida se sentían como malas películas, y aunque pensé eso, ni siquiera estaba pasando un buen momento; era como ver un documental sobre la vida de Perón mientras un hombre encapuchado te clavaba agujas entre las uñas de las manos. No muy divertido.
—¿Qué te parece? ¿Entramos? —me preguntó mi amigo—. Cristian tiene que terminar de arreglar el sonido, pero mientras podemos tomarnos una cervecita.
—Dale.
Mi amigo atravezó la puerta de la mano de su chica, yo eché una mirada hacia la calle y después los seguí. El patova de la puerta me miró y con un gesto me dijo:
—Son diez pesos. Pagá adentro.
Yo no dije nada y me metí.
El lugar estaba oscuro, busqué a mi amigo, pero no lo vi por ninguna parte, aunque, después de todo, no había mucho que quisiera ver en ese antro.
Una vocecita me llegó desde abajo:
—Son diez pesos.
Miré. Había una mujer sentada en una mesa con un talonario de rifas y una caja de zapatos.
—No, mi amigo acaba de entrar, yo estoy con el guitarrista, el tipo de pantalones ajustados —dije.
—Si querés pasar a buscar a tu amigo son diez pesos.
—¿No puedo pasar un segundo a buscarlo? Es un segundo, estoy seguro que lo encuentro y arreglamos todo...
—Diez pesos.
Sentía que la conversación no llegaba a ninguna parte. Yo era muy fácil con la gente; no es que me engañaran con facilidad, simplemente me ganaban por cansancio; lidiar con los intentos subnormales de estafa me causaban un grado de vergüenza ajena tan incómodo que terminaban por sacarme cualquier cosa que quisieran. Así es como tenía una tele que nunca miraba, una multiprocesadora que nunca multiprocesó y un seguro de vida que nunca iba a cobrar.
Saqué mi único billete del pantalón y se lo entregué de mala gana.
La tipa cortó un número para mí con una firma en rojo en la parte de atrás y me dejaron pasar.
Apenas hice unos pasos pude ver la mesa en la que estaba mi amigo con su novia. Una mesera estaba parada junto a ellos, tomándoles el pedido.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó mi amigo.
—La tipa de la puerta me acaba de robar diez pesos.
—¿Por qué no me dijiste? Si entramos gratis; Cristian nos hizo pasar.
—No me sirve de consuelo que me digas esto ahora.
La mesera, que en algún momento se había ido, volvió con una Corona que plantó en medio de la mesa y destapó. A cada uno nos puso un vaso delante y después se fue.
Agarré la botella y llené los vasos intentando no generar espuma. Lo hice bastante bien. Vacié mi vaso de un trago.
—¡Epa! —dijo mi amigo—. Qué dure un poco, ¿no?
—No pasa nada, ahora nos pedimos otra —dijo la novia mientras le sobaba sonriente el muslo.
—Se... pedite otra —dije yo, llenando mi vaso nuevamente.
Mi amigo miró a su novia, esperando algún tipo de aprobación, después llamó a la mesera y le encargó otra cerveza.
El guitarrista se acercó a nuestra mesa y comentó:
—Al final no vamos a hacer la prueba de sonido; lo arreglamos sobre la marcha; ya fue, si no, se hace demasiado tarde.
—Tomate un trago —dije, alzando el vaso.
—Uh, no sé, no, le saco un traguito al muchacho, nomás... No me gusta tomar antes de tocar: me pongo lento —dijo y le tomó un trago del vaso de mi amigo. Se dio la vuelta hacia donde estaba la consola de sonido, le dijo algo al sonidista y encaminó hacia el escenario.
—¿Estamos? —dijo al microfono.
El tipo del sonido dio el OK.
Sacó la guitarra del soporte y se pasó la correa por detrás del cuello, bajó los brazos y la guitarra quedó firme sobre sus hombros. Parecía una especie de guerrero bárbaro, con su arma cargada y lista para disparar. Todos estábamos entusiasmados, esperando ver la clase de milagro que desataría con semejante máquina.
Empezó a puntear las cuerdas de acero con los dedos. Mientras su cuerpo se adaptaba a su nueva monstruosa forma, se contorsionaba de extrañas maneras, su cara gestualizaba ridículamente; realizaba arpegios que, poco a poco, florecían como jardines; campanas sonaban con una intensidad religiosa. No era sólo la cerveza; desplegaba acordes con tal seguridad, fuerza y belleza que en poco tiempo gran parte de la concurrencia estaba dispuesta a tapar con gritos de emoción su sonido.
Se notaba que se le dificultaba escucharse a sí mismo; empezaba a pulsar las cuerdas con más fuerza, machacaba casi como un tren, ganaba, segundo tras segundo, en velocidad. Le hizo una seña al sonidista para que suba el volumen, pero por alguna razón nunca parecía ser suficiente; se podía ver cómo saltaban los fragmentos de uñas rotas de sus dedos; apretaba los dientes, se lo podía sentir llegar al límite de su cuerpo. En cualquier momento yo estaba dispuesto a ver su espíritu flotando sobre nuestras cabezas, esa era la impresión que causaba.
Corrí la vista hacia la botella y me serví otro trago. Miré a mi amigo: tenía una mirada muy extraña, la rubia estaba inclinada sobre él con una expresión nerviosa y se sacudía un poco. Me serví otra vez, envidiando la suerte de mi amigo, despreocupado, disfrutando de un show de guitarra y siendo masturbado bajo la mesa con un vaso de cerveza lleno delante suyo. Solo esperaba que no acabe sobre mí.
Miré a mi izquierda y casi incrusto la nariz en el perfecto culo de la mesera, que se había inclinado para pasarle el trapo a una mesa. Deseé tener encima un par de cervezas más para animarme a hacer lo que tenía ganas de hacer. Me serví el último vaso de la botella.
Volví a mirar al escenario. El tipo se estaba derritiendo. Chorros de agua le caían por la cara, le empapaban la ropa. Cuando se movía bruscamente, para pasar de una nota grave a una aguda, del pelo saltaban miles de partículas de sudor en todas las direcciones, rutilantes como diamantes bajo la luz del escenario; era como ver una película de Rocky.
Todos estábamos tan ensimismados por el extraño efecto envolvente que este hombre había causado en nosotros, tanto que, cuando una nota mala y una puteada nos sacó del trance, ninguno entendía muy bien lo que estaba pasando.
El tipo se había llevado las manos a la cara y se encorvaba hacia delante; el pelo le cubría la cara y no se podía ver si estaba actuando o qué había pasado. El técnico de sonido dejó la consola y se acercó; tratando de tranquilizarlo le sacó una mano de la cara, entonces exclamó:
—¡DIOS!... Es el ojo, es el ojo. ¡Llamen a una ambulancia!
Mi amigo se levantó de un salto y se acercó unos pasos. Algo le hizo retroceder. Disimuladamente se subió la bragueta. Volvió a mirar al guitarrista que estaba empapado en sangre y después volvió a la mesa.
—Che, lo voy a llevar al hospital, tengo que llevarlo —dijo.
—Está bien.
—Te acompaño —dijo la novia y empezó a agarrar camperas y cartera.
—¿Venís? —me preguntó mi amigo.
—No, gracias, yo me quedo un rato acá...
Finalmente se acercó al guitarrista y junto al tipo del sonido lo llevaron agarrado por los sobacos hacia fuera, seguidos por la rubia.
La guitarra había quedado junto al parlante y poco a poco comenzó a elevarse una aguda montaña de acople. La gente apretaba los dientes.
—¡Eh, que alguien corte el sonido, la puta madre! —gritó un tipo desde atrás; se había parado y parecía dispuesto a romper todos los equipos.
La mesera se acercó a la consola y empezó a tocar nerviosamente todas las perillas, sin ningún resultado. La aguja blanca seguía clavándose en los tímpanos. El tipo de la barra, viendo que el ambiente se estaba poniendo pesado, fue junto a la mesera y también se puso a tocar botoncitos, pero nada.
El tipo que había estado gritando se abalanzó hacia el escenario y desenchufó el cable de la guitarra. Y mientras volvía a su mesa, aplaudido por algunos borrachos que estaban riéndose de la situación, el tipo dijo en una voz bien argenta:
—¿TAN DIFÍCIL ERA, TAN DIFÍCIL? ¿CÓMO MIERDA HACEN PARA QUE FUNCIONE ESTE LUGAR SI NO SABEN DESENCHUFAR UN PUTO CABLE?
Los empleados murmuraron y volvieron a sus trabajos.
Por fin un show valía lo que había pagado de entrada.
El guitarrista había tenido suerte: había un montón de guitarristas ciegos; con ojo o sin ojo podía seguir haciendo lo suyo, diferente hubiese sido si se le hubiera salido una mano, aunque me venían a la mente al menos un par de maneras más de rasgar una guitarra.
Vacié el vaso abandonado de mi amigo. Le hice una seña a la mesera: otra ronda. Me sonrió, pero ¿cuánto le duraría la amabilidad cuando descubriese que un show era lo único que podía pagar? La gente se hace rica tan solo para tener una serie continua de vacuas amabilidades. Yo era pobre otra vez. Después de un par de cervezas más, ¿cuánto duraría la amabilidad? Mientras tanto, había perdido la mano, aunque podía fingir un rato poniendo el muñón en el bolsillo. No me preocupaba, iba a disfrutar como rico, como en las películas; después de todo, hay más de una manera de rasgar una guitarra.

miércoles, septiembre 29, 2010

El poeta es el gran soñador

por. Facundo Ezequiel

Es difícil ser poeta
cuando no salís de tu casa en semanas
y estás solo.
Lo único que te llama la atención
es el súbito ataque
de las agujas del reloj
que desaparece,
diluyéndose
en el próximo pensamiento.

Te acostumbrás a la mugre
y solo te repugna
pensar en lidiar
con la raza humana,
las conversaciones de barrio,
las charlas de trabajo,
de familia,
los problemas infinitesimales,
los fantasmas sociales de los eternos adolescentes,
la necesidad de éxito,
el sexo.

Sabés que el alivio viene
después de dormir bien,
pero por alguna razón
cuando llega el momento
tus ojos corcovean en sus cuencas
como toros enfurecidos,
pero no hay nada que ver
en la oscuridad
y te convencés
de que ahí
tampoco hay
sueños.

martes, septiembre 07, 2010

Some nothing / Algo de nada

Some nothing

por. Facundo Ezequiel


not much to write about

not much to live for

nothing to succeed in

no game to play

a rest of no activity

so hard to explain

so far from complex

my life in the waste land

where no snow

no roots

no cards

no nothing

ever

grows

from

still

pain



Algo de nada

por. Facundo Ezequiel


no mucho de que escribir

no mucho por lo cual vivir

nada en lo cual triunfar

ningún juego que jugar

un descanso de no actividad

tan difícil de explicar

tan lejos de complejo

mi vida en la tierra baldía

donde ni nieve

ni raíces

ni cartas

ni nada

jamás

crece

del

estancado

dolor

lunes, agosto 23, 2010

Los vasos equivocados

por. Facundo Ezequiel

Una vez que empinás
Los vasos son cada vez más
Y más, y más,
Y más cortos,
Hasta que te das cuenta
De que estás sorbiendo
La carne de tus huesos
Y la sangre circula
Por los vasos
Equivocados.
Y no hay remedio
Para el remedio,
Querida debutante.
La muerte le llega pronto
Al que sabe que viene;
La vida eterna
Es para el que lo ignora.
Es cuestión de decidir
Si naciste muerta
O si morís
Para vivir.
De todas formas
El resultado
Es el mismo.
Y el mundo sigue
Muy a pesar tuyo.

Los Nerudas

por. Facundo Ezequiel

Cuando me enamoré
surgían los Darío,
los Neruda,
los Lorca
de mi ingenuidad,
pero no era mi amor,
eran mis miedos infantiles
ahogándose
después de que los empujara
a la eléctrica
corriente
de la ciudad.
Y si se preguntan
por qué no hay
Lorcas o Nerudas o Daríos en BSAS hoy,
intenten atravezar la ciudad
para ver a una mujer y
después me cuentan.

Muchacho Punk

por. Facundo Ezequiel

A un muerto respetable

Nunca te hablé
pero vos me hablaste
a mí
de la forma
más íntima,
y me dejaste pensando,
nos dejaste a todos,
no todos pensando.
Nunca me animé
a buscarte
sino a encontrarte
de casualidad,
como se encuentran
las cosas más valiosas.
Fogwill,
no podías irte a otra edad
más que a tus eternos
69 años.
La vida te jodió
como nos jode a todos
pero seguro que vos
le hiciste el amor
como pocos pueden.
Ahora te pueden santificar
con la dolorosa discreción
de todo argentino,
y mientras descansás
en algún lugar
contando
asombrosas realidades,
me das tiempo
para alcanzarte
y encontrarme
otra vez.
Fogwill,
no quiero ser vos
y morirme.
No voy a ser
velado en la biblioteca
nacional,
no voy a tener
un nombre tan sonoro,
tan hermoso
sobre el papel,
ni voy a ser respetado
por los que creen
en la Literatura;
voy a vivir
olvidadamente
y nadie
jamás
va a saber
que morí,
eso,
de alguna manera
es
también
vivir
por siempre.

Viejos huesos

por. Facundo Ezequiel

Escribir no es poner palabras en un papel,
es sacar tierra con las manos.
Hay que dejar sangrar un poco los dedos,
y con algo de suerte
vas a insensibilizarte
lo suficiente
como para desenterrar
el cadáver
de la inteligencia humana.

Partí cabezas
con los viejos huesos
o tiráselos
a los perros.

Toneladas de basura

por. Facundo Ezequiel

Hay toneladas de basura en lo que te digo,
Pero ninguna de estas botellas rotas,
Ningún pañal para adultos usado,
Ninguna aguja corroída,
Ninguna bolsa agujereada,
Ningún medicamento vencido,
Ninguna toalla petrificada,
Ningún manifiesto pasado,
Ninguna lata de aceite,
Ningún pañuelo descartable,
Ninguna pila sulfatada,
Ningún tubo de cartón,
Ningún rollo de papel,
Ningún forro pinchado
Está dedicado a vos.

Buscá un trabajo, buscá una mujer, sé feliz

por. Facundo Ezequiel

A veces tenés una cosa
y no tenés la otra;
a veces no tenés nada,
y otras veces lo tenés todo,
pero lo único que no cambia
es que siempre te falta algo,
y no se puede ser feliz
si te falta algo;
sé que no tengo nada
si algo me falta.
Y ella siempre me pide algo.
¿Cómo puede haber amor en el hombre
cuando no tiene lugar donde crecer?

¿Cómo se le llama a eso?
Ah, sí: vida.
Vida de mierda.

martes, junio 29, 2010

La velocidad de la oscuridad

por. Facundo Ezequiel

Por qué la oscuridad es tan ligera?
Se mueve más rápido que la luz.
A veces estoy descansando
Y la siento rozarme el brazo
Mientras se desliza a mi lado.
A veces me alcanza
Incluso antes de cerrar los párpados.

Por qué es tan veloz la desdicha
Y se adelanta a toda gracia?
A veces la veo parada en la esquina
Y ya no sé si seguir caminando.

A veces los oídos me zumban
Creo que los lobos del tiempo
Están aullando.

La Gran Puta de dios

por. Facundo Ezequiel

una poesía tiene que ser
como una mujer de rodillas
mirándote a los ojos
ansiando tu bragueta
cavando fertilidad insospechada

un poeta debe ser
una gran bomba de sangre
dilatando venas y arterias
del Sexo Universal
enviando fuego líquido
por canales venéreos

el poeta es
la Gran Puta
de dios

Una lectura sobre la mierda

por. Facundo Ezequiel

De alguna manera para mí inexplicable, luego de algunas incursiones durante ciertas clases en la universidad, a la cual asistía de forma esporádica y poco decidida, había logrado alcanzar una notable popularidad en el cuerpo estudiantil.
Un día estaba sentado en un bar frente al edificio de la universidad, disfrutando de un café y leyendo un libro de poemas de Dylan Thomas, cuando una hermosa pelirroja se me acerca y se para junto a mí. No estaba seguro de si la conocía de algún lado; había aprendido a olvidarme rápido de las mujeres hermosas.
Se quedó ahí parada, me estaba poniendo nervioso, no sabía si tenía que decir algo o qué, así que me quedé quieto con los ojos fijos en mi libro pero toda mi atención dirigida hacia la chica.
—Perdón —dijo al final—. Vos sos Balthazar Dahl, ¿no?
Levanté la vista para mirarla a los ojos. Hermosos ojos azules.
—Sí.
—Mi amiga va con vos a la clase de literatura alemana, se llama Luisa.
—Perdón, no creo acordarme.
—No te preocupes, no es una chica memorable, pero sí es inteligente. Me contó de vos.
—¿Ah, sí?
—Sí. Quiero conocerte.
—Acá estoy. No hay mucho más.
—No, digo... quiero “conocerte.”
—Está “bien”...
—¿Te parezco una chica memorable?
—Probablemente me acuerde de vos esta noche.
—¿No tengo las caderas muy anchas?
—Para nada..., es más, hacen juego con... bueno, con tu parte de arriba. Para mí estás muy bien.
—¿En serio?
—Muy en serio.
—¿No me vas a preguntar cómo me llamo?
—No veo que eso haga alguna diferencia. Ok, cómo te llamás.
—Vanessa, con doble “S”.
No tenía ningún comentario amable así que me callé.
—Invitame a tu casa —dijo ella.
—Vivo lejos, no tengo auto.
—Vamos a mi casa.
—¿Dónde vivís?
—Acá nomás, a unas cinco cuadras.
—¿Tenés plata?
—Algo.
—¿Podés comprar unas cervezas?
—Un par, sí. Tengo vino en casa.
—Buenísimo, vamos.
Me levanté y me fui, sin tiempo de pagar el café; tenía que acordarme de no volver a aparecer por ahí.
En el camino la agarré de la cintura y la acerqué para besarla. Tenía que agacharme un poco pero valía la pena. Ella se separó y me señaló un supermercado chino. Entramos y compramos algunas cervezas y un par de cajitas de preservativos.
Estábamos muy calientes. Apenas cruzamos la puerta del edificio en el que ella vivía empecé a meterle mano, podía sentir la cálida humedad entre sus piernas. Las botellas tintineaban una hermosa tonada. La fui besando y manoseando a lo largo del pasillo. Ella se liberó un momento para llamar al ascensor.
Empezamos antes, ella intentaba poner la llave en la cerradura, pero tenía el culo más hermoso que jamás hube visto y no pude aguantar. Le desabroché el pantalón y le bajé el cierre en un solo movimiento. Ella no podía o no quería embocar la llave. Le bajé poco a poco el jean para descubrir ese glorioso culo. No le saqué la bombacha, me excitaba más así, no sé, era una especie de morbo. Se la corrí a un lado y empecé a hacer fuerza para entrar. Ella gimió un poco de dolor y otro poco de calentura. Seguí empujando. Se había olvidado de la puerta y de la llave, aunque algo de lo que pasaba a mí me lo recordaba.
Era difícil metérsela, estaba bastante cerrada. La agarré de las caderas y con una mano la empujé un poco para que se incline hacia delante. Dejó caer las llaves y apoyó las manos en la puerta para no perder el equilibrio. Apenas había entrado la mitad de la cabeza y yo empezaba a transpirar. Empujé un poco más. No era fácil. Estaba haciendo tanta fuerza que empecé a tener miedo de partirme la pija; había escuchado unas historias horrorosas acerca de eso. Le encomendé mi suerte a dios e hice un último gran esfuerzo.
Escuché una especie de crujido. La puta madre, pensé, me rompí la pija. Pero finalmente estaba adentro. Empecé a bombear. No me dolía, es más, se sentía muy bien, así que me dediqué a lo mío. Le di unos quince saques frenéticos y cuando estaba a punto de acabar se la saqué rápido para enchastrarle los muslos y la espalda. Largué unos chorros infinitos, probablemente le había hecho un pegote hasta en las hermosas hebras cobrizas de su cabeza.
Suspiré triunfalmente. Un olor penetrante me llegó a la nariz, era asqueroso, como si alguien hubiese abierto la cloaca. No se podía ver muy bien, la luz del pasillo estaba apagada, era una de esas luces que se mantienen prendidas por unos segundos y uno tiene que correr a apretar el botoncito naranja. De pronto me doy cuenta de que Vanessa, con doble “S”, está llorando.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué llorás?
—¡No!... ¡Me muero! ¿Por qué? ¡Que vergüenza!
Parecía una loca, sollozaba y hablaba sola.
Me levanté el pantalón con una mano y fui a apretar el botoncito naranja.
—¡NO! ¡NO! ¡NO PRENDAS LA LUZ! ¡NO QUIERO QUE MIRES!
Tarde. Parecía el escenario de una película de terror. Mierda y sangre por todos lados, y semen, bastante semen.
—¡Me cagué!... No mires... por favor... —sollozaba.
Era horroroso, pero no podía imaginarme lo mal que debía sentirse ella, así que intenté ser todo lo amable que podía.
—Shh... no te preocupes, no es nada, es solo mierda, vamos a limpiarte, abramos la puerta y vamos a limpiarte...
La mandé a bañarse, para que se tranquilice, y le dije que yo me ocupaba de limpiar el resto. La mierda se me había metido hasta debajo de las uñas. ¿En qué momento había pasado esto? Tenía las marcas de los dedos en el pantalón y salpicones hasta en la camisa. Cerré la puerta del departamento y fui hasta la cocina a lavarme lo mejor que pude. Me eché detergente en las manos y restregué un largo rato. Parecía que la mierda no se iba más. Después me acordé de mi pija, la había metido ahí dentro y antes de enterarme de lo que había pasado la había vuelto a guardar. Me saqué los pantalones, la camisa y los calzoncillos, y los tiré a un lado. Empecé a sentir el olor penetrante otra vez. Me agarraron arcadas. Tenía pedacitos de caca pegados a mi verga como sanguijuelas de chocolate. Me tiré media botella de detergente encima y empecé a limpiarme.
Después de empezar la tercer enjuagada, escucho unos gritos que vienen del pasillo de afuera.
—¡OH, POR DIOS! ¿QUÉ ES ESTO? ¿QUIÉN PUDO HABER HECHO ESTO? ¡QUÉ HORROR, OH, DIOS! ¡QUÉ INMUNDICIA! ¿ESO ES SANGRE? ¿Y ESO? ¡QUÉ HORROR, QUÉ HORROR, ESE OLOR!
Cuando escuché que la persona se encerró en su departamento de un portazo, abrí la puerta y entré las cervezas, que con toda la conmoción me había olvidado de entrar. De nuevo me había ensuciado las manos al tocar el picaporte. Parecía que la mierda no se iba a ir más. Volví a la cocina a terminar de lavarme.
No sabía que hacer con mi ropa. Alguna vez me había cagado estando borracho, pero al menos era mi mierda, ¿qué se supone que haga uno con la mierda de otro? Busqué la pieza y en el armario algo que ponerme por el momento. Encontré una bata de seda. Me quedaba un poco chica y pensé que me vería un poco puto, pero me imaginé que si tenía que salir por cualquier cosa era mejor que andar desnudo o todo cagado.
Me acerqué a la puerta del baño a escuchar. El agua de la ducha había dejado de correr.
—¿Estás bien? —pregunté a través de la puerta.
—No quiero que me veas —respondió con voz llorosa.
Cuando una mujer no quiere ser vista es cuando uno debe mirarla, a veces se descubren cosas maravillosas. Abrí la puerta del baño y ahí la vi, sentada en el bidet, completamente desnuda, con su belleza pelirroja al descubierto. Sentí cómo se abría paso por entre los pliegues de seda de la bata una nueva erección.
Ella me miró con sus enormes ojos azules cansados de llorar. Y después miró mi entrepierna.
Se abalanzó como una fiera. Creo que era mayor su deseo de redención sexual que su verdadero deseo, pero se prendió como un pulpo con su boca a mi verga. Puso cara de asco, como si acabara de chupar un limón, y después escupió un hilo de baba en el suelo.
—¿Qué es ese gusto? Es horrible.
—Acabo de excavar un pozo de petróleo y quise limpiarme un poco, ¿viste? Ah, te aviso: creo que se te terminó el detergente...
Se quedó mirándome un segundo, analizando con ojos rutilantes mi pija roja de tanto restregar, y después volvió a lo suyo. Era buena. Demasiado buena. Parecía haber recuperado el ánimo y se mostraba muy entusiasmada. Le pedí que lo hiciera con la mano y cuando estuve a punto de acabar le pedí que lo hiciera otra vez con la boca, y entonces, antes de que me aprisionara otra vez con su increíble ventosa, sin avisar, solté mi carga en su cara, en su boca, en su pelo, en sus brazos, en sus tetas, por todo el suelo. ¿Por qué era tan excitante ver a una mujer cubierta de semen? Particularmente mujeres de piel blanca como de alabastro. Ahora estábamos a mano.
Me sentí con ganas de abrir una cerveza. Le limpié la hermosa piel con una toalla lo mejor que pude y volví a la cocina a abrir una botella.
No podía encontrar ningún destapador, abrí varios cajones y revolví entre cuchillos, cucharas, tenedores y bombillas hasta que, al abrir un cajón lleno de repasadores, encontré uno de esos viejos sacacorchos metálicos de forma humanoide cuya cabeza funciona a su vez como destapador.
Me puse a pensar en el vecino, horrorizado tras haberse encontrado en el pasillo con toda esa hedienta porquería. Probablemente se haya dispuesto a llamar al portero, a la policía, a los bomberos, a su psicólogo, al cura párroco, sin saber qué hacer, esperando algún tipo de solución, algún conjuro que borre de su memoria la atrocidad que tuvo que pasar. Pero no tenía caso. Afuera, no solo en el pasillo, sino en la calle, en las universidades, en las comisarías, en las iglesias, en las casas de familia e incluso en el paraíso terrenal había un montón de mierda, sangre y semen.
Le di el primer trago a la botella. En la base tenía un salpicón de caca. Esa era la solución al enigma de la vida. Había que bañarse en mierda antes de poder disfrutar la limpieza.
El agua de la ducha empezó a correr otra vez. Tomé un trago largo y miré mi ridículo reflejo en la ventana atardecida. Tal vez me sume a ella en el baño, pensé.

viernes, junio 25, 2010

Si le rezara a algo

por. Facundo Ezequiel

Si le rezara a algo
le pediría por favor
que se lleve para siempre
las cosas que no tengo
no más mujeres
no más drogas
no más alcohol
no más amigos
por favor

Oeste

por. Facundo Ezequiel

Estas tantas calles entrelazadas
Son como una media de red
En la divina pierna femenina,
Son oscuros ríos de tristes secreciones.
Tantos sentimientos insanos
Arrastran a los hombres
Como cadáveres aún temblando
En un estertor interminable.
Pero mis murmuraciones
Son el patetismo
Del hombre mortal.

Si los dioses también lloran,
Más probablemente lo hagan de risa.
Si ellos también se reproducen,
Seguramente no eligen a otros dioses
Para depositar su continuo esperma;
Elegirán semi dioses
Porque saben de la desgracia
Que mata al hombre.

¿Por qué estás tan deprimido?
Ella le pregunta, tocándole el hombro.

Las pasiones son impedimentos,
Pero son también la única razón
Para enfrentarse a ellos.

Nadie puede ver a través tuyo,
Nadie sabe lo que es morir siendo vos,
Ni te molestes en contarlo,
Esa mierda literaria es solo otra forma
De justificar tus deseos de atención.

Ella no lo ama,
Es solo otra madre
Abandonándolo.
Una brisa le acaricia el cuello
Y sale por la ventana opuesta
Mientras el auto se detiene.
La naturaleza llama.

Hace frío y no tiene abrigo.
Las calles lo tratan mal.

Dos hermanas adolescentes se abrazan,
Pero no van a tardar en olvidar
Que la inocencia es algo que
Requiere un gran esfuerzo adulto
Para mantener.

Muchos padres quisieran
Seguir siendo hijos.

Prendió un cigarrillo viejo.
Lo había dejado, aparentemente,
No en un lugar donde no pudiese
Encontrarlo.
Puso los espejos a una altura
Donde le infiriesen al ambiente la ilusión
De amplitud pero
Donde no pudiese ver
Su rostro.
Tenía la edad de los dioses,
Listo para morir en cualquier momento,
Sin sueldo u obra social,
Sin ideología o ilusiones.

¿Qué significa ese tatuaje?
Eras tan joven.
Yo tengo estas cicatrices
Pero mi piel es inmaculada
Como la de un bebé.

Muchas puertas se abren en esta noche,
Muchos hombres salen a la vereda
Con la cabeza girando y débiles pies.
Las mujeres de la esquina
Ayudan a mover ese gran camión
A través del país.
Tensión es relajación.
Negro es blanco.
Un apretón de manos es
Algo peor que la muerte,
El gris es la falta de necesidad,
El gris es la obesidad de la mente,
El gris es una puta sin piernas
Esperando a su marinero castrado.

Si querés vivir mucho tiempo
Sé estéril.

Prestá atención
Y quizá puedas elegir
Qué calle seguir.

Notas para un mal momento

por. Facundo Ezequiel

Luces de la calle
como eructos de alcohol
tragados
en esta noche

Ruidoso café borbotea
en lenguas incomprensibles

Mamá y bebé paseando

Vago en la esquina

Perro mueve la cola

Mesera gesticula y chista

En frente, ignoto,
cabizbajo llora
un abandonado
de regreso a casa

En algún lugar
amor nace
como súbita
realización

Vida
vale
pena

viernes, junio 11, 2010

Enfermedad

por. Facundo Ezequiel

Debo tener una enfermedad
sin diagnosticar;
durante la noche no duermo
y durante el día
me quedo largos minutos
en un estúpido trance
sin verdaderos pensamientos
observando fijamente
los objetos más triviales.
Seguro estoy enfermo
porque casi no como
y transpiro baldes enteros
a lo largo del día.
Mi corazón salta —
un amigo dijo
que estoy enamorado,
pero él no sabe nada;
yo sé que tengo algo malo
pero nada tan malo
como el amor.

miércoles, mayo 26, 2010

El amor es una estafa

por. Facundo Ezequiel

El amor es
una estafa publicitaria
me digo
cada vez
que pienso
en esta mujer

Prendo la tele
y pongo el canal
de las mujeres
que posan

El amor también
está acá
está en todas partes
si tenés
ojos y oídos

Espero que haya
algo más
en todo este
asunto
del amor

Estas mujeres
se están poniendo
peligrosamente
flacas
y
mis brazos
extrañamente
desproporcionados

Debe haber
algo más
o
pronto
me voy a
enterar
que
todo es
un
engaño
:
la democracia,
el capitalismo,
el comunismo,
Dios,
incluso
los precios en
los estantes,
la duración
de las pilas,
el reloj que
trompeo todas
las mañanas,
Papá Noel,
el Ratón Pérez,
los impuestos,
la capa de ozono,
el ejército,
la televisión,
Greenpeace,
las estafas,
el arte,
el sentido común,
el trabajo,
el lenguaje,
los consejos,
la medicina,
el parentesco,
las drogas,
el cielo,
las matemáticas

TODO
quiero decir
TODO
absolutamente
TODO
quizá también
la Muerte

La idea es
desalentadora
y el hecho
de que
la provoque
una mujer
que apenas
conozco
es
casi
una
doble
negación

No soy nadie
para ella
—ni para nadie—
pero
no puedo esperar
a verla de nuevo.
Todos estos pensamientos
no son sino
otra forma
de
masturbación,
un tanto
más obscena,
debo decir

miércoles, mayo 05, 2010

Encogimiento

por. Facundo Ezequiel

Cuando yo era chico
tenía un autito;
crecí, y el auto
me tuvo a mí.

El canal de los animales

por. Facundo Ezequiel

La vida se pone difícil
cuando se intenta
complacer a
los demás
pero es peor
si se intenta
complacer
uno
a sí mismo

ella lo sabía
porque se lo expliqué
mientras estábamos
desnudos
en la cama

“nunca nada
sale como lo planeo”
dije
“así que dejé
de planear las cosas”

hicieron falta
algunas cervezas
y un
excepcional
buen humor
para que
yo
dijese tanto
pero
ella
no parecía
de tan buen humor

probablemente
no la hice
acabar

era seguro
que yo había
acabado
un buen par de
veces

buen buen humor

me dio la espalda y
apagó el velador
prendí un cigarrillo
y la tele

el canal de los animales
era el más sensato
:
el leopardo
siguiendo a este
animal cornudo
que parecía tan
indefenso
ante el veloz
carnívoro —
y después
las crueles
escenas
del leopardo
estirando los
pedazos de carne
y músculo
como chicles
despegándose
de los
huesos

toda la hermosa
trompa sucia
de sangre

yo también
me había
ensuciado
la barba
más de una vez
actuando
como
un animal

toda esa
desesperación
gritos
sangre
dolor :
cuando lo
pensabas parecía
artificial

a mí también
deberían filmarme
para enseñarle
a los niños de la jungla
cómo es la vida
salvaje
en la ciudad

corriendo mujeres
comiendo conchas
rompiendo culos

cuando el leopardo
dejó de comer
su presa ya no era
sino un montón
de colgajos de piel
y huesos
irreconocibles

pensé en
la mujer
a mi lado y
ya no estaba
de tan buen
humor

apenas se había
consumido
la mitad de mi
cigarrillo

no me sentía
muy depredador
¿quién era
la presa?
¿yo? ¿ella?
encogido y
hacia la izquierda
casi
se había
consumido
mi alma
por completo

lo triste es
que
apenas pude
darme
cuenta

DGI

por. Facundo Ezequiel

Hacé mal
y el mal
vuelve
Hacé bien
y el bien
vuelve

Hacé
lo que
hacen
todos
y tenés
el nirvana
asegurado

Vos podrías

por. Facundo Ezequiel

La mayor parte
de las cosas
en la vida
son tristes,
si lo pensás.
No hay que
ser muy
inteligente
para darse cuenta :
si querés
ser feliz
no hay que
pensar.

miércoles, abril 28, 2010

Los cuatro de sombrero

por. Facundo Ezequiel

Todos ellos parecían hermanos (y lo eran), todos llevaban sombrero, todos se sentaron al mismo tiempo en la misma mesa en el mismo reservado del mismo bar, pero en diferentes sillas, aunque hubiese sido divertido verlos apilarse sobre la silla barata y ver cómo las patas oxidadas se doblaban y cedían bajo el peso de los tres extraños.
Una mesera rubia de pechos turgentes se acercó para tomarles el pedido.
—Esperamos a alguien —dijeron los tres—, cuando llegue pedimos.
La rubia se fue bamboleando su gran culo de tal forma que hasta podía marear a un marinero.
Un tipo entró al bar borracho como un cosaco.
Él también llevaba sombrero, pero no se parecía mucho a los otros tres.
—Ahí llegó —dijo el uno al dos.
—Borracho como siempre —dijo el dos al tres.
El tres sonrió amargamente y le hizo una seña a la mesera.
—Eh... hermanoss —dijo el cuatro acercándose a la mesa—... Hermanitoss...
—Sentate —ordenó el tres.
—¿Sí, señores? —apareció la mesera.
—Cuatro Coronas —dijeron los tres primeros.
—Que sean cinco —dijo el cuatro.
—¿Cinco? —preguntó la mesera.
—No le haga caso, traiga solo cuatro cervezas —dijo el uno.
—¡Que dije cinco, carajo! —se paró el cuatro.
—Sentate, idiota, que estás quedando como un pelotudo... —dijo el tres.
La mesera se fue y quedaron nuevamente solos los cuatro de sombrero. El cuatro no paraba de moverse de izquierda a derecha, como si estuviese en un barco en altamar.
—Me voy a coger a esa mesera —balbuceó.
—Estás tan borracho que no se te pararía nunca —dijo el dos.
—Sí, además sos un cachivache, no te miraría ni a los ojos esa preciosura —dijo el uno.
—No necesito que me mire a los ojos, y un verdadero hombre no necesita el consentimiento de ninguna mujer, maricas de mierda.
El tres se mantuvo callado pero se podía notar que estaba molesto por la actitud del cuatro.
La mesera se volvió a acercar con las cervezas. Puso una delante de cada uno de los hombres y las destapó.
—Eh... —dijo el cuatro, tomando del brazo a la mujer.
—¿Sí?
—¿Dónde está la otra cerveza?
—A-ahora se la traigo, señor.
La mesera intentó zafarse pero el cuatro la agarró más fuerte y la revoleó sobre la mesa.
—¡Ninguna mujer va decidir por mí! ¿Entendiste?
—¡Suélteme, señor, por favor!
El cuatro sacó una navaja del pantalón y desgarró la camiseta de la mesera, dejando al descubierto dos enormes pechos que se movían de acá para allá con cada intento desesperado de la mujer por soltarse.
—¡Mirá esas tetas, boludo! —dijo el uno al dos.
—No parecían tan buenas; de haberlo sabido me la hubiese agarrado yo primero —dijo el dos.
El cuatro estaba teniendo dificultades para desabrocharse el pantalón y mascullaba profanaciones. En el bar había algunas personas más que miraban la escena sin hacer nada. El cocinero había escuchado el alboroto y había salido a ver qué pasaba pero al ver las tetas de la mesera se quedó como piedra detrás de la barra.
—Eh, ¿qué hace ese tipo? Deje de usar las manos para eso y prepáreme la milanesa —dijo un empleado del correo que esperaba su almuerzo desde hacía más de quince minutos.
—Dejala —dijo el tres al cuatro sin el más mínimo interés en mostrar turbación.
El cuatro todavía luchaba con el cierre.
—Dejala o lo vas a lamentar...
Finalmente logró sacar un pito flojo a través de la cremallera del pantalón.
—Te lo dije.
El tres sacó un enorme y brillante cuchillo de caza de su cinturón y con un rápido movimiento le cercenó el miembro al cuatro, quien tardó unos segundos en darse cuenta de que esa cosa que había caído entre las piernas de la mesera no era un ñoqui con tuco sino su propio pene.
—Hijo de puta... —dijo el cuatro, pálido como un papel.
El tres pateó al cuatro hasta que éste cayó al suelo y no se movió más, y luego se desabrochó el pantalón. La mesera había entrado en estado de shock y estaba ausente, ya no sabía lo que pasaba. El tres sacó de su pantalón un miembro abominable, una boa venosa. Empezó a sacudírselo, pero era tan monstruosamente grande que necesitaba demasiada sangre para lograr una erección decente, y, cuando parecía que iba a lograrlo, se desmayó.
El uno se frotó las manos y dijo:
—Ahora me toca a mí.
—Las pelotas —dijo el dos y desenfundó su revolver.
Al ver el gesto de su hermano el uno hizo lo mismo y se apuró a disparar. El dos lo imitó y en seguida estaban los dos en el suelo, sin vida.
El tipo que todavía esperaba la milanesa se puso de pie y, viendo que el cocinero todavía estaba ocupado, se acercó a la mesa donde yacían los cuatro hermanos, hizo a un lado el pene cercenado con un revés y acercó las caderas de la mesera a las suyas. La mujer estaba catatónica, con la mirada perdida en algún lugar del techo. Sacó su pija de tamaño medio y la puso dentro de la mujer ausente, como un animal en una sala de espera.

Canción marítima

por. Facundo Ezequiel

Capitán O capitán
la nave se hunde
los marineros intentan
meter el mar a bordo

Capitán O capitán
diga cómo se siente
tener a cargo un barco
tripulado por locos

Marinero O marinero
me cansé de repetirlo
esto no es un barco
ni yo soy capitán
ni usted es
marinero
O
marinero

domingo, abril 11, 2010

Pasatiempos

por. Facundo Ezequiel

La gente tiende a olvidarse
que vive
o que muere
—es lo mismo—
y suele utilizar sus días
en la creación
de los más diversos pasatiempos.

Algunos son capaces
de montar
pequeñas reproducciones
de ciudades reales
en sus garages
y se ocupan
de todos los más mínimos
detalles,
ponen pequeñísimos
envoltorios de alfajores
en las diminutas veredas,
incluso se puede ver
al vagabundo de una pierna
en la puerta de la fábrica y
el travesti junto al puente,
y los trenes
hacen sus recorridos
y los semáforos
cambian de luces.

Otros deciden
que el tiempo
es más fluido
cuando corren
detrás de una
pelota,
o cuando
se sientan
en la tribuna
a comer una salchicha y
le gritan
al árbitro
con la boca llena
y verdadera
indignación.

Algunos son
apasionados
y aman
su forma de
perder
el tiempo.
La mayoría
no tiene idea
de lo que hace
ni por qué
lo hace,
simplemente
lo hacen.

Cuando me siento triste
y yo mismo quisiera
poder olvidarme
que vivo
o que muero
—es lo mismo—
lo que hago es
soñar
con el día
en que todos esos
imbéciles
despierten de su
civilizado estupor
cansados
perdidos
y sin el tiempo
suficiente
para vivir
o morir
decentemente
y se pregunten
¿cuándo pasó esto?

Pero ahora los veo
tocando la bocina
de sus autos
transpirando
—el cuello de
la camisa empapado—
nerviosos
porque van a llegar
tarde a sus
trabajos
de 12 horas,
y estoy
completamente seguro
que ninguno de estos
tipos
jamás
se preguntó o
preguntará
nada
en absoluto
a no ser
que sea
el resultado
del partido
del domingo.

Amor verdadero

por. Facundo Ezequiel

todos decían que
era muy cariñoso
que la amaba
que realmente
la amaba
y así era


pero le disparó
en la cabeza
con su rifle
de caza
y después
se disparó
él

junto a su cuerpo
encontraron
una nota
manuscrita

decía :

mami, me lastimaste
así que quiero lastimarte
me dejaste esta cicatriz
en el medio de
mi cuerpo

todo hombre necesita una mujer
toda mujer es
una madre para
su hombre

la amo
pero tengo que
lastimarla

es tu culpa
ma
es tu culpa

lunes, abril 05, 2010

"Sos genial," dijo ella

por. Facundo Ezequiel

si una mujer
te cree genio
nunca dudes
de tu
genialidad
pero
descartá
a esa mujer
en seguida.
no es bueno
gatear
desnudo
en la cueva
de los leones.
siempre es bueno
tener
un as
bajo la
manga.