miércoles, agosto 22, 2007

Nada en menos de 10 minutos

Estaba pensando en algo que pudiera escribir rápidamente en alrededor de 10 minutos, pero mientras más pensaba y pensaba, me daba cuenta de que, además de que pasaban los minutos y yo no escribía ni una sola palabra, realmente no hay nada que se pueda solucionar en el transcurso de 10 minutos. Mi novio se las arregla siempre en menos de 30 segundos, pensarán muchas muchachas al leer lo anterior, pero bueno, no me refería a eso, ni tampoco creo que sea una solución para la calentura de la pobre novia, claro ejemplo que nada se soluciona en 10 minutos... ó 30 segundos. No voy a entrar, de todas formas en el territorio de las técnicas amatorias, ni en la cronometración de ellas, hay tantas variables, tan asombrosas todas ellas, que no vale la pena siquiera asomarse al tema.
Decía que planeaba escribir algo en más o menos 10 minutos y no había nada que se me ocurriera para escribir. Bueno, pensé yo, escribo una carta a la mujer que amo, hago algo de tiempo en divagaciones poéticas de amor y quizás en el ínterin, entre metáfora y metáfora se me ocurre algo. Pasé, entonces, mirando estrellas, besando tierra de féminos pies, esquilando ensoñaciones, desollando cavilaciones y nada encontré, más que la certeza de que estoy algo tocado, manoseado, diría yo, por la incoherencia. Y enamorado, por supuesto. Pero nada de nada se me ocurría para escribir, así que no escribí nada, no solucioné nada, destruí la carta que había escrito y me puse a ver la tele. Claro que todo eso me llevó más de 10 minutos.

lunes, agosto 13, 2007

13 flores de papel

por. Facundo Ezequiel

Martín se quedó parado frente al enorme cubo de concreto como si enfrentara un abismo. Sabía que el cubo, hueco, en su desalmado interior, guardaba mil y una desgracias para él, pero, de todas formas, luego de un instante de vacilación, dio un paso hacia él y luego otro y otro; cada paso era más fácil que el anterior. Hasta que llegó a la puerta cerrada y el abismo se le antojó ineludible. Miró la lustrosa placa broncínea donde decenas de pezones numerados lo llamaban a picarlos. Pero solo el pezón 21 era temerariamente sensual para él. Lo presionó como si esperara sustraer pus de él y luego esperó, conteniendo el aliento.
—¿Sí? —dijo la voz metálica del pezón 21, insospechadamente masculina para Martín, que dudó antes de contestar.
—Perdón, ¿María?
—A ver, esperá un segundo, ¿cuál es tu nombre?
—¡Martín! —se sorprendió gritando excitado.
La bocina en la placa de bronce hizo un crujido y luego un silencio tejido de largos segundos.
—¿Martín? —La voz metálica se había convertido en una brillante sombra femenina y, aunque era la misma voz que Martín había ido buscando desde un principio, no pudo evitar cierta exaltación al oírla.
—Sí... —dijo Martín suavemente, como si lo hubiese invadido la fragancia de un dulce jazmín y contestara con la subsecuente exhalación.
—Qué, ¿pasó algo?
—No... nada... Quería verte.
Hubo un silencio. Para Martín el interior del cubo se densificaba con cada segundo que pasaba y, aunque quería decir algo, toda palabra o pensamiento lógico se moría en el nudo de su garganta.
—Mirá —tembló finalmente la bocina—... ahora no puedo dejarte pasar... Martín.
El silencio era ahora todo de él y casi podía ver cómo de las ventanas del edificio de departamentos chorreaba esa densa masa oscura que pronto lo cubriría a él si no se apuraba.
—¿No podés bajar vos? —dijo entonces él.
—No...
—Inventá una excusa.
—No puedo —dijo ella, y luego agregó más bajo—, me va a escuchar...
—Esperá unos veinte minutos y bajá... Yo te voy a estar esperando en "Las palmas".
El aparato se calló y luego, resignado, contestó.
—Bueno... esperame ahí... En un rato, cuando pueda voy. —Y luego el crujido y el silencio que se abría, puro.
Martín esperó unos precavidos instantes antes de dar el difícil primer paso hacia atrás. Miraba hacia una ventana en particular del segundo piso. Dio un segundo paso, igualmente complicado, giró sobre sí y, ahora sin ver la testa del terrible mastodonte de concreto, los pasos hacia delante se le simplificaron cada vez más hasta llegar a "Las palmas".
Cuando no estaba solo, Martín solía disfrutar el sentarse a una mesa en "Las palmas", sobre todo porque entonces no pensaba, y le resultaba agradable no pensar, estando acompañado.
Estaba oscureciendo afuera, pero en "Las palmas" siempre era el día más claro posible. La gente entraba únicamente en parejas y parecían unidos todos a fuerza de los amorosos flechazos de Cupido. ¡Qué felices eran tomados de las manos; sonrientes todos y cada uno de ellos! Y Martín se sintió la encarnación de todo sentimiento malsano y creyó que sobraba en un refugio tan adornado de felicidad, tanto, que le empezó a doler el pecho. Pero el mozo, que repartía las excusas para gemir de gusto, hizo acto de presencia como una fantasmal aparición delante del doliente Martín y le entregó la carta del placer culinario, interrumpiendo un inminente procaz lamento. La arraigada educación de Martín lo forzó a sonreír amablemente y a decir las gracias al fantasma, que así como había aparecido se esfumó.
Obligado por lo atractivo de esa oblonga carpeta de cuerina negra de elegantes detalles dorados y por un inconsciente acto de reflejo, Martín se encontró leyendo en voz alta los poco amables precios de la carta, pero al llegar al Café con crema se dio cuenta de su falta y se avergonzó. Seguía siendo el único en "Las palmas" acompañado de la Soledad y la Infelicidad. Pensó Martín que semejante compañía se merecía, por lo menos, un buen Café irlandés. Esperó entonces que el mozo fantasmal notara la necesidad en sus ojos y, cuando del otro mundo éste hizo su regreso, Martín le comunicó su deseo y nuevamente se dedicó a la espera. Pero Martín no tenía oficio en la espera, así que empezó a juguetear con el servilletero y a hacer rosas de papel con las servilletas. Pensaba en cosas insignificantes, pero estas cosas lo entristecían profundamente. Pensó en unos pies que no eran hermosos ni bonitos pero que reconocía como parte de algo que sí le parecía hermoso. Pensó en las zapatillas jamás limpias que esos pies usaban siempre que fuesen vestidos, y recordó curiosamente, y con una sonrisa sincera, aquel despiste que la llevó a ponerse en los pies medias de pares diferentes, y cada vez que ella cruzaba las piernas él no podía evitar reírse cuando el dobladillo del pantalón dejaba al descubierto esa media rosa, que poco tenía que ver con su compañera color oro.
Lo sorprendió el ktlin-tling de la cuchara contra la porcelana y la mirada del espectral servidor, que algo extrañada pasó de Martín al creciente ramo de rosas. Martín dio nuevas gracias y gastadas sonrisas al mozo y éste se desvaneció, nuevamente.
Con gusto disfrazado, Martín se dedicó a rasgar sobrecitos de azúcar y a zamarrear su contenido dentro de la taza. En esa acción Martín se perdió y, hasta probar el café, no supo si había exagerado con la cantidad de azúcar. Calculó que se había pasado en sobre y medio a la cantidad perfecta, pero esto no lo inhibió y tomó de a breves tragos el enorme Café irlandés. Luego de algunos sorbos, también creyó que tenía demasiado whisky para su gusto. Miró el reloj de pared que se encontraba detrás de la barra, pero su vista no era muy buena a la distancia, ni tampoco lo era su percepción del tiempo, por lo que continuó cultivando las rosas de la espera.
Tres... seis... nueve... Martín contó una docena entera de sus flores y, aún impaciente, se dedicó con furia a crear la decimotercera. Alguien corrió, sin pedir permiso, la silla que enfrentaba a Martín en la mesa y se sentó en ella. Martín levantó la vista de la última rosa del ramo y habló sin alma.
—Ah, hola.
María había puesto la cartera sobre la mesa y la sostenía con ambas manos, como si temiera que ésta se fuese corriendo.
—Martín... —Ella parecía temer a sus propias palabras, él parecía entender eso.
—Sí...
Había algo entre ellos, algo más macizo que el ramo de trece flores de papel, que la mesa y la cartera, algo que no les permitía encontrarse ni con la mirada ni con los cuerpos.
—Alguien tiene que decir algo, Martín.
—Vos parecés hacerlo muy bien.
—No tengo mucho tiempo, le dije que iba a comprar algo para tomar, quince minutos, como mucho, o va a sospechar...
—Sospechar...
—Martín, vos me tocaste el timbre.
—No es que haya querido.
—Yo no te llamé.
—Por eso tuve que ir a tu casa, Ma, por eso.
—No seas dramático, vos ya sabías cómo iba a ser esto, desde un principio, ¿o no lo habíamos dejado bien en claro?
—No todo es lo que se dice...
—Ya estás hablando como una mujer...
—Soy patético, ¿no? Eso me querés decir. No entiendo qué es lo que te molesta. Vos podrías ser más femenina, también, ¿no? Pero tal vez te ponés en pose de marimacho conmigo, solamente; seguro que a él le desfilás en ropa interior, le cocinás, le das mordiscos en la oreja después de que se afeita y te asegurás de que quede satisfecho antes de satisfacerte vos, ¿no?
María miró el ramo de trece rosas de papel que yacía muerto sobre la mesa y se mordió el labio condescendientemente. El aire empezaba a densificarse.
—Sí, bueno, soy patético... pero no lo soy por mérito propio, ¿qué querés que te diga?, vos hiciste buena parte...
—Si te di a entender algo que no era, no fue mi intención.
—No te digo que fuese tu culpa, ¡por Dios! Entendeme, María... Vos sabés... No sé cómo decir... Estoy desesperado, ¿no podés entender?
—¿Y hay algo que pueda hacer?
—Sí —pausa—... No, no hay nada que ninguno de los dos pueda hacer, pero necesito saber que me perdonás.
—¿De qué?
Martín la miró a los ojos, consternado, y luego bajó la vista hacia las trece rosas. María siguió sus ojos y eso fue lo más cerca que estuvieron de sentir lo mismo, mirando ambos ese triste racimo. Martín levantó la vista y María hizo lo mismo: se encontraron sus miradas. Martín hizo uso de toda su voluntad y con todo el dolor y la bondad del mundo esbozó lo más parecido a una sincera sonrisa. María lo imitó, un tanto más convencida de lo que hacía.
—Bueno —dijo Martín, como quien se prepara para despedirse de un amigote un día cualquiera—, está bien, no te voy a retener más, se te va a hacer tarde. —María ahora parecía preocupada y su expresión era tal.
—¿Estás seguro? —dijo—... Me puedo quedar un rato más... Puedo decirle, no sé, que me robaron, o...
—María —dijo Martín mientras veía cómo los ojos de ella tomaban un brillo que nunca había visto antes—... se te hace tarde, él te está esperando.
María cerró los ojos un segundo y tragó saliva como quien se atora con un bocado demasiado grande de comida. Sin decir palabra, tomó la cartera y en un mismo movimiento se levantó y dio media vuelta. Martín creyó ver cómo el destello de sus ojos se le contagiaba a sus mejillas, caudalosamente, mientras la veía alejarse. Martín sonrió con el corazón pues nunca había visto a María tan hermosa como entonces.
Martín hizo un gesto con la mano dirigido a la felicidad de "Las palmas" y esperó. Ansioso de liberar una mesa del abarrotado local, el fantasmal mozo no tardó en hacer acto de presencia.
—Siete cincuenta —dijo, extendiéndole la bandejita con la cuenta.
Martín puso un billete en la bandejita y le pidió que por favor se quedara con el cambio.
—¿Y las flores? —preguntó el mozo.
—Tampoco las necesito.

Gotitas de sudor

por. Facundo Ezequiel

Así que de pronto todas las personas que conocía llevaban colgando de sus frentes esas tres gotitas de sudor laboriosamente demoníaco. 666. Satán y Marx tenían el mismo tipo de pensamiento. Dios era la otra cara de la moneda: rezaba la misma mierda de discurso, solo cambiaban las palabras. De pronto el maldito era yo, que quería mantener mis cinco dedos en cada mano, que quería evitar problemas lumbares, que no me deshacía en laburos de 16 horas diarias para poder descansar cuatro. De pronto yo era el modelo del mal. ¿Y me querían hacer sentir culpable por eso? Ciertamente no lo lograron.
Durante un buen tiempo mi vida se resumía a dar vuelta las hojas de amarillentos volúmenes, a cambiar de canal en ciclos de vergonzosa infinidad, a comer y cagar y masturbarme y navegar por la corriente del Leteo en sueños que borraban el hastío de lo cotidiano. Y así. De pronto era yo una larva que vivía alimentándose de la porquería de piel de serpiente que dejaban detrás los hipócritas de mis amigos, y crecía cada vez más cuando oía que me decían: "¿Y por qué no te conseguís un trabajo de seis horas?", siempre seis, "algo para pagarte tus cosas, para no depender de nadie." Ohjojojojo, pero yo nunca dependí de nadie, no se daban cuenta, pero eran ellos los que dependían de mí, ¿qué pensarían de ellos mismos si no tuviesen una figura representativa, claramente tangible, de todo lo que creen bajo? ¿Cómo podrían amarse? Nuestras metas son inversamente proporcionales. Somos perfectamente compatibles, amiguitos demoníacos, adoradores de la esclavitud: mientras menos trabaje más estima tendrán por sus vanos esfuerzos, por sus tatuadas gotitas de sudor laboriosamente demoníaco.

lunes, agosto 06, 2007

Nínfula sin Nabokov

por. Facundo Ezequiel

La nínfula, enormizándose hasta lo ridículo, hizo posesión del hombre, ubicándoselo bajo la axila y, como si se tratara de una gaita, lo apretó contra sus costillas, hasta que con un ¡pop! la cabeza del desafortunado salió disparada como un corcho de una champaña sanguinolenta. Todo el suelo, todas las paredes, se habían convertido en un fabuloso lienzo de un Pollock monocromático, y la nínfula reía...
—¡Viva Las Vegas! —exclamó excitado mi compañero, dando saltitos y cortos y veloces aplausos silenciosos : parecía toda una maricona.
Yo, incapaz de poder aceptar las injusticias que un hombre conciente de su hombría debe afrontar, me colé un ácido y, cruzándome de brazos, ceñudo y golpeteando con mi pie al ritmo de La Internacional, frenéticamente me dediqué a esperar que me golpeara el efecto.
Patada en la nuca.
Estrellitas bamboleantes de colores nunca vistos brillaban detrás de mí, pero cuando giraba a verlas de frente, las muy rápidas ya estaban nuevamente detrás. Entonces recordé los sangrientos salpicones en la habitación y empecé a gritar improperios como un salvaje : ni el cielo se salvó de la infamia que prodigaba tan tristemente en mi humana, masculina impotencia. Comencé a llorar tinta negra y la habitación se llenó de agua burbujeante. Poco a poco empecé a sentir que mis huesos se ablandaban y al mirar mis manos vi largos tentáculos en su lugar. Me creí digno de cantar una canción, pero no podía encontrar ni mi boca ni mis orejas, así que descargué nuevamente un oscuro manchón de tinta que esta vez tiñó el agua entera y no me dejó ver más nada. Avancé hasta dar con una de las paredes. Tanteando me deslicé junto a ella con la esperanza de encontrar una puerta o una ventana quizás. De pronto sentí una ráfaga de viento por la espalda y giré a ver, entonces me di cuenta que ya no era la habitación de antes, ni estaba bajo el agua, ni era yo un viscoso ser marino : estaba sentado en un pupitre en el aula de mi quinto grado : estaba en la primaria nuevamente : era el primer día y me había sentado la maestra junto a Belén Diambra y yo empezaba a sentir de nuevo los sudores del amor inocente y del presentir del rechazo.
¡Nínfula! ¡Cruel nínfula! Mi abdomen contra sus costillas se sentía sumamente agradable hasta que una enorme presión desde el interior de mi cuello hizo que mi cabeza se desprendiera de mi cuerpo como un cohete de carne podrida ¡pop! ¡paf! Di contra la pared y rodé hasta quedar con la nariz contra mis propios pies.
—¡Viva Las Vegas! —escuché de algún lugar que no pude reconocer con mi mirada decapitada a lo Botticelli. Pisé mi cabeza como sin querer queriendo.
—Déjà vu… déjà vu… déjà vu… déjà vu… —En mi voz sonó un eco.