lunes, octubre 29, 2007

El camino dorado

por. Facundo Ezequiel

Quien andara buscando
el camino dorado
y no encontrara en su andar
la dicha buscada
sino en sus pies hallara
sólo dolor y cansancio
y en sus manos el frío
del tiempo perdido,
en su paso se habrá extraviado,
por mirar
delante,
cuando lo feliz
era a sus lados.
En lo ancho está lo alto,
allí busca
el que busca sabiendo
que buscar en lo alto
es desprenderse
de aquello que dice
qué es bello,
despedirse de la medida
de todas las cosas.
No digo por decir:
Escribo esto sosteniendo la mano más hermosa,
habiendo encontrado el amor en el camino.

lunes, octubre 22, 2007

El dotor de piele

Por. Facundo Ezequiel

El enojado pitido de arribo sonó treinta y seis minutos más tarde de lo previsto, o, al menos, de lo que decía el itinerario: estos retrasos eran bien conocidos por los viajantes habitúes y los pueblerinos. El dinero no abundaba en el poblado, o al menos no era utilizado en forma de albañilería, mucho menos de ingeniería, razón que llevó al extranjero a saltar desde lo alto del vagón a tierra firme (no había un andén propiamente dicho), aunque la tierra no estaba precisamente muy firme, y el polvo levantado al aterrizar le causó una mezcla entre tos y estornudo, causa de sus alergias hacia el polvo y numerosos pólenes primaverales. El extranjero (que ahora “estosnudaba” repetidamente), como la mayoría de las personas, tenía un nombre, en este caso era Häns Dürin, y venía al pequeño poblado como médico; venía a ver a un paciente que lo había requerido especialmente a él.
Häns era un médico dermatólogo que se especializaba en todos esos extraños padecimientos que parecían sufrir sólo las clases menos favorecidas por el progreso, vale decir, las clases bajas. Quien lo había requerido el lunes pasado había sido un joven de edad imposible de precisar, algo entre los 20 y los 30 años; un hombre pequeñito, algo relleno de carnes, de tez morena y cabellos cortos y rizados. El nombre del muchacho que lo había llamado era algo así como Rubén, Roberto, Rodrigo, Alberto o Norberto. Éste lo había conectado en la ciudad, a través de un conocido en común, buscando ayuda para un tercero (o un cuarto, dado el caso). Al ver las personas que se encontraban en la estación, Häns se dio cuenta que sin saber el nombre del muchacho le resultaría imposible encontrarlo: todos los pueblerinos, incluso las mujeres, guardaban una asombrosa similitud entre sí. Así que, para no parecer rudo, Häns se alejó unos pasos del tren, y, sin mirar demasiado a su alrededor, encendió uno de sus enormes y olorosos cigarros habanos, en espera del acercamiento de algún joven de entre 20 y 30 años, rellenito, menudo en estatura, de tez morena y de cabellos cortos y rizados, que le insinúe conversación alguna. No mucho tiempo pasó hasta que sucedió lo que esperaba; un joven que entraba perfectamente en lo descrito antes se le acercó tímidamente, y Häns inquirió de forma precavida:
—¿Sí?
El joven se estremeció al escuchar la brillante voz del notable extranjero y frágilmente habló.
—Usté e’ el dotor de piele.
Häns entendió esto como una pregunta, a lo que respondió corrigiendo amablemente la pronunciación del joven.
—Sí, el doKtor. ¿UsteD... ?
—Yo me llamo Ernesto —dijo el muchacho extendiendo la mano en señal amistosa de reconocimiento. Häns le estrechó la mano en una manera aristocrática tan poco argentina que podría haber sido interpretado como fría insensibilidad ante el pesar ajeno.
—¿Le parece si ya nos ponemos en marcha? —preguntó Häns.
—No —dijo el muchacho, seriamente.
—¿No? —dijo algo desconcertado el doctor.
—No, usté se debe estar confundiendo. Quien usté espera e’ a Roberto, pero Roberto ya debe estar por venir. Me parece que había ido a la farmacia. Si quiere lo acompaño hasta allá.
—Oh, no, muchas gracias. Me parece que lo mejor será que espere aquí mismo.
—Como a usté le parejca. Un gusto, dotor. Adiós.
Häns pensó que luego de la dramática despedida, el joven se iba a marchar hacia algún lugar lejos, pero, en lugar de eso, sólo se separó de él unos pasos, acercándose a otro joven, que por su asombrosa similitud bien podría haber sido el hermano (o incluso él mismo), y comenzó a hablarle con una confianza como sólo se ve en los pequeños pueblos. El joven que tímidamente le hablaba un segundo atrás era ahora un muchacho extrovertido y un gesticulador exagerado. La ambigüedad que regía en ese poblado desde el instante en que arribó comenzó a molestarle.
El doctor continuó dándole profundas y aun rápidas pitadas a su habano, apoyando el peso de su magro cuerpo contra una viga de madera que sostenía un techo de tejas que hacía la tarea de parasol. Varios rostros que le resultaron familiares entraban y salían de la vieja estación de trenes, pero ninguno de ellos era el del joven que lo esperaba, o, mejor dicho, que lo hacía esperar. Para Häns, los habitantes se tomaban muy a la ligera las cosas, harían esperar hasta a la propia Muerte, no les importaba alterar el curso natural de la vida, ni tenían el menor respeto por la puntualidad, lo que le parecía una completa falta de civilidad.
Finalmente, tras media hora más de retraso, apareció el bendito Roberto. Era, sí, un muchacho que estaba en algún lugar entre los 20 y los 30, petiso, algo rellenito, morochito, cabellos cortos y algo enrulados. La diferencia entre Roberto y los otros Robertos del pueblo que había visto era una especie de fingida amabilidad que cubría un sentimiento de melancolía en su mirada. “O la mirada melancólica quizá sea para obligar a empatizar con su dolor y acrecentar la sensación de que se asemeja a un santo, con su amabilidad que se sobrepone a su desgracia personal”, pensó Häns al verlo, “debe tener algo que ver con la enfermiza cristiandad que tienen estos pequeños conglomerados de ignorantes”.
La imagen parecía repetirse como en un déjà vu: la mano extendida del joven de 2... años, petiso, etc.; el apretón aristocrático, frío; la mala pronunciación...
—Bienvenido, dotor.
—Gracias.
—Espero no haya estado esperando demasiado.
—No, no, para nada —mintió educadamente el doctor.
—Sepa disculparme; necesitaba comprar unos medicamentos y la farmacia...
—No se preocupe por eso, ahora estamos aquí. Lléveme con el paciente, si es tan amable.
—Sin demoras, ¿verdad?
—Sin demoras, ése es mi trabajo; no esperar demasiado.
—Sí —dijo Roberto sonriente mientras conducía a Häns con una mano en la espalda—, supongo que si usted esperara demasiado tendría más trabajo como enterrador que como médico.
Häns encontró la broma un tanto inoportuna, y se lo hizo saber con un duro silencio. Roberto lo llevó, caminando, hasta una pequeña casa a unas siete cuadras de la estación, recorrido que el doctor realizó con un pañuelo cubriendo su nariz y boca; el viento levantaba la tierra del camino y le dificultaba la respiración.
—Acá es —dijo Roberto deteniéndose ante una casa, casi un rancho, pintada de blanco y algo deteriorada.
—Bien... —suspiró el doctor Dürin, pasándose el pañuelo por la frente sudada.
—Adelante, adelante, pase usté.
Roberto empujó la puerta —que no tenía ningún tipo de cerradura, sólo un precario picaporte de lo que parecía ser viejo bronce— hacia dentro, realizando un movimiento con todo su cuerpo y colocándose espalda contra la podrida madera de ésta, dejándole vía libre al doctor para que ingrese a la humilde vivienda, y, además, sugiriéndoselo con un ademán de su brazo. Häns se internó en las penumbras de la casa, ciego por no poder acostumbrar aún la vista a la nueva oscuridad que contrastaba con la brillante tarde estival que afuera parecía reinar un mundo diferente; la atmósfera dentro era más pesada a causa del polvo pero más fresca, por lo que Häns no sintió mucha diferencia con el ambiente externo que era de aire más saludable pero sofocante en lo que al calor se refería: ambos ambientes le causaban un malestar, acrecentado por el cambio climático, extraño por lo ambiguo, pero malestar al fin.
Häns Dürin tosió convulsivamente, torciéndose hacia delante de tal manera que parecía que terminaría por vomitar sus pulmones.
—¡Epa, don! ¿Se encuentra bien? ¿Quiere un vaso de agua?
—No, no gracias. Ya se me pasa, ¿ve? —tosió fuerte una vez más y luego preguntó— ¿Podemos ir a ver al paciente, por favor?
—¿Seguro que está bien, que no quiere el agua? —indagó nuevamente Roberto, poniéndole, con ánimo benevolente, la mano en el hombro.
—Seguro —contestó secamente el doctor—. Ahora, ¿vamos?
Roberto condujo al doctor Dürin hacia una habitación que se encontraba en el fondo; el camino no era muy largo, de hecho, se podía ver la puerta de ésta desde la entrada de la casa, y el doctor lo hubiese podido hacer si los ojos se le hubiesen acostumbrado a tiempo a las penumbras.
—Aquí —dijo Roberto conduciéndolo con una mano en la espalda hacia el interior de la habitación.
—Muy amable —dijo en voz baja el doctor para evitar molestar al paciente, el cual aún no lograba discernir entre las sombras. Caminó unos pasos hacia delante de manera cuidadosa, intentando encontrar la cama donde tenía la seguridad se encontraría recostado un hombre rechoncho, petiso, de edad indefinida. Finalmente, su calzado dio un suave tropiezo contra una de las patas de la cama. Ahora se dibujaban más claramente las figuras en la habitación, y pudo ver el bulto en el colchón, descansando.
—Disculpe —se volvió rápidamente el doctor hacia donde suponía se encontraba Roberto, sorprendiéndose al encontrarlo más cerca de lo que pensaba—, ¿cuál es el nombre del paciente?
—Sócrates —respondió el joven.
—¿Sócrates? —pensó en voz alta el doctor; le parecía ridículo semejante nombre en un provinciano, tanto, que casi rió.
—Sócrates, como el filósofo —reiteró Roberto con vano orgullo provinciano.
—Sí, sí, oí hablar de él —dijo sarcásticamente el doctor. Ahora, acercándose aún más a la cabecera de la cama, inclinándose hacia delante, intentando encontrar un rostro habló nuevamente— ¿Señor Sócrates... ?
Continuaba acercándose lentamente a un rostro desdibujado, obscuro, cuando el terror lo apresó con un lazo silencioso por el cuello. Häns gritó de manera gutural, aunque lo que se oyó no era para nada un grito, sino que parecía ser una húmeda carraspera improvista, lo que, pensó, lo salvaría de parecer un cobarde. La cara de Sócrates, casi la de un cadáver en descomposición, permanecía inmóvil, descansando en la almohada con la mirada perdida en algún lado más allá de la habitación, parecía mirar al doctor Dürin cuando éste se acercó; de ahí el grito.
—El señor Sócrates tiene una manera muy particular de descansar —dijo Roberto—; duerme con los ojos abiertos, pero no se preocupe; ya se despertará.
Häns pensó que bien podría habérselo mencionado antes y así evitarle el susto.
—Esperaremos, entonces —dijo Häns, sentándose perezosamente en la silla que lindaba a la cama.

Cuando despertó sintió un fuerte dolor lumbar, causa de dormir sentado en la silla de mimbre. Le echó una mirada rápida a la cama y notó al instante que ya nadie yacía allí. Asustado se levantó apresuradamente, lo que le hizo sentir por segunda vez el dolor lumbar. “¡Santo cielo!”, exclamó Häns, pensando que no se suponía que él fuese el paciente. Apoyando su mano en la cadera, como lo hacen los viejos adoloridos que suelen andar con bastón, y realizando el mismo tipo de pasos inseguros y temblorosos, salió del cuarto en busca del joven Roberto.
Apenas cruzó la puerta del cuarto, nuevamente lo sorprendería el rostro de Roberto, que, aunque lo buscaba, no lo esperaba encontrar tan pronto.
—¡No se asuste! —le dijo el muchacho, poniéndole la mano sobre el brazo, en gesto tranquilizador.
—No lo esperaba ver así, tan de repente —jadeó el doctor—... ¿Q... qué ha... ?
—¡Ah... bueno, no quise despertarlo! Se veía que necesitaba descansar...
—¿Y... estem... ?
—¿Sócrates? No, está bien, está desayunando. Venga, acompáñenos.
Roberto guió de nuevo al doctor, esta vez a la cocina, ubicada en el único ambiente, además del dormitorio, que tenía la casa; Häns ya había estado allí —era lo primero que había visto al entrar, sólo que en penumbras, entonces, no había distinguido ni el horno, ni la mesa, ni la heladera— pero ahora era que esa habitación tomaba la verdadera forma de cocina, cuando, acostumbrado a la escasa iluminación, discernía utensilios y escarbadientes; vasos y platos.
Y a la cabecera de la mesa estaba Sócrates, el muerto viviente, con su rostro cadavérico en descomposición, masticando una galletita con mermelada de durazno. En sus cuarenta años de medicina, nunca había visto algo tan desagradable; “ese hombre no se supone que deba estar vivo”, pensó Häns.
Roberto se acercó a Sócrates, más precisamente a su oreja —al orificio donde se supone que debía estar— y en voz fuerte le dijo:
—¡Éste es el dotor Hinds Dublin; el dotor de piele!
—Este... Häns Dürin —corrigió el doctor, sonriendo nervioso, pensando en cómo podría saludar al muerto vivo, sin parecer rudo, y, por supuesto, sin tocarlo.
—¡Sí, Häns Ruben, digo! —reiteró, nuevamente errando, Roberto, al oído del muerto. Cansado, Häns se dio por vencido ante semejante ineptitud provinciana para con los nombres extranjeros y prefirió que Roberto permaneciera en su ignorancia.
Roberto puso delante del doctor una bandeja de metal oxidado con una taza que contenía un líquido negro que se animaba a llamar café; al lado de la taza apiló unas cinco galletitas de agua y acercó el frasco de mermelada que estaba del lado del cadavérico Sócrates. Häns había perdido el hambre al ver al filósofo difunto comer, pero disimuló esto probando una mordida de las galletitas y bebiendo un trago del indegustable “café”. Esta infusión, sumada a la cara del difunto en vida, podían hacer del ser de más lúcida mente, tal vez con más razón a éste, un paciente psiquiátrico. Mojó levemente los labios en la hórrida mezcla y rápido la dejó de nuevo sobre la bandeja. Simulando complacencia y el haberse saciado se levantó de la mesa, impulsado por una desesperada energía que le pedía acabar con lo que había venido a hacer lo más rápido posible.
—Me gustaría revisar al paciente ahora mismo, si no es mucha molestia —dijo el doctor con evidente impaciencia. El viejo, Sócrates, gimió de una extraña manera; el doctor pensó que tendría la suerte de verlo morir de una vez por todas. Roberto acercó la oreja a la boca del moribundo que continuaba gimiendo y luego le dijo al doctor en forma de intérprete:
—Sócrates dice que antes de empezar el diagnóstico le gustaría estar a solas con usted un rato, si no le disgusta.
Häns quedó en silencio unos largos segundos sin darse cuenta, pensaba en la mejor forma de afrontar un rato a solas con esa momia asquerosa, luego dibujó una sonrisa forzada en su rostro de una manera tan falsa que parecía que le levantasen la comisura de los labios dos anzuelos de pesca manejados por algún hilo invisible desde las alturas, como una especie de complejo títere.
—Sí —dijo—, por supuesto, cómo no...
—Bueno, bien —dijo Roberto—, entonces yo voy a hacer unos mandados y enseguida regreso —Iba saliendo pero paró en seco y volvió a girar, acercándose al doctor. Se le aproximó demasiado cerca para disgusto de éste, tan cerca que podía oler su aliento. Roberto se puso serio y luego le susurró—. Cuando le hable, hágalo cerca de su oído y en voz bien alta, que el pobre casi no oye —Después sonrió a Sócrates, levantó una mano en forma de saludo y casi gritó—. ¡Chau, don! ¡Enseguidita vuelvo, eh!
Se habían quedado solos; Sócrates y el doctor. Häns sabía que tenía que acercársele tarde o temprano; no había otra forma de hacer el trabajo; y entonces quiso ser contador o monje budista. Temeroso ante la posibilidad de un contacto físico se acercó lentamente a Sócrates, dispuesto a hablarle. Acercó su boca al orificio de su oído, donde gajos de piel muerta colgaban como si de fetas de fiambre se trataran. Häns tragó saliva y tal vez algo de hiel.
—¿DESEABA DECIRME ALGO, SEÑOR? —sintió decir en su propia voz el doctor, sorprendiéndose ante la inesperada abstracción de sí y del descomunal volumen de su voz. Luego hubo un silencio.
El viejo parecía ser poco más que un mueble inútil en esa cocina, hasta que sus labios secos se separaron con aparente dificultad (el doctor creyó ver que un pedazo de piel del labio inferior se había desprendido de su lugar original, quedándose como si fuese una horripilante migaja de pan, pegado al superior, en una fea manera) y soltó un suspiro incomprensible pero que por su modulación el doctor quiso entenderlo como palabras.
Acercó su oído a la boca de Sócrates.
... Y el cálido aliento le tocó la oreja, la cual quiso sacudir como si se le hubiese posado un mosquito. Lo evitó con un tremendo esfuerzo mental y se concentró en descifrar las palabras del viejo, si es que eso eran. El viejo repitió el suspiro otra vez...
Esta vez oyó perfectamente, pero no creyó haber oído bien; le atribuyó el malentendido al calor y luego al nombre del viejo.
Sócrates. Antiguo filósofo griego. Maestro sabio. Muerto por negarse a dejar de lado sus ideas. Eso le enseñaron en la escuela. Eso y solo sé que no se nada, las últimas palabras que pronunciaría antes de morir envenenado por la cicuta. Las palabras que estaba seguro que acababa de oír en boca del mismísimo Sócrates. Aterrado lo miró, alejándose, empujado por la sobrecogedora idea de estar sucediéndole eso a él, en ese mismo instante, en ese lugar tan irreal. ¿En qué otro lugar, pensó, si no aquí, en el lugar donde la misma existencia del Universo era dudosa, donde era posible preguntarse el sentido de la vida, de la eterna miseria? Miró al viejo filósofo y al darse cuenta de los miles de años de sabiduría que se condensaban en ese ser moribundo, milenario, no pudo más que huir rápidamente.
Roberto sintió el empujón del doctor Dürin que despavorido salía corriendo, con el rostro pálido y una expresión distorsionada de terror; tal fue la sorpresa que el joven entró abalanzándose a la humilde casa, temeroso.
—¡DON! ¿NUEVAMENTE CON ESA BROMA? —dijo claramente afectado— ¿CUÁNTAS VECES LE TENGO QUE DECIR QUE NO LO HAGA? ¡ES EL TERCER DOCTOR ESTA SEMANA... !
El viejo Sócrates, sentado en su silla predilecta en la mesa, sonrió, aun a costa de un pedazo de su labio, que no soportó la tensión muscular y se desprendió, como un pedazo de carne de más de mil años lo haría del rostro de su dueño, tan muerto como vivo.

jueves, octubre 18, 2007

Sílfides que me rodean...

por. Facundo Ezequiel

Recostado sobre unos almohadones que pretendían estar arrojados descuidadamente en el suelo de su living (y que en verdad fui acomodando de a breves golpecitos en el transcurso de media hora) pensaba en lo lindo que sería dominar el arte interpretativo del piano. Ella, Mariana, tocaba algo desprolijamente una sonata de Beethoven, la cual yo amaba en mejores circunstancias. Era fácil quererla a Mariana con tantas cosas que hacía, o que pretendía hacer, eran tantas y se las arreglaba tan bien para aparentar ser diestra en cada una de ellas que un ojo descuidado podría creerla una persona de genio. Su verdadero talento era el de su apariencia; con esto no digo que fuese especialmente bella, pero en sus días de mayor lucidez podía aparentar serlo, y muy bien; de la misma manera podía aparentar cualquier otra cosa que se propusiera: ese era su talento.
Llegaba a un pasaje en particular que hubiese preferido no escuchar porque lo mutiló con tanta presteza que casi me saltan las lágrimas.
—Sos tan hermosa —le dije yo, desorientado tal vez, o arrojado por la fugaz ternura que me inundó al ver que sonreía al tocar el pasaje que tanto me emocionaba cuando era bien interpretado. Ella se puso colorada y comenzó a reírse; no pudo continuar bendiciendo la sordera de Beethoven. Se levantó de su humilde banquito y se acercó hasta donde estaba yo; se inclinó sobre mí y forzó un caluroso beso de mis labios. Ya pretendía ser la buena amante. Ella era la buena actriz y yo el mejor escenario.

Agradecí el haberme tomado tanto tiempo en el acomodar los almohadones. Me vestí rápido y tranquilo, como buen hombre, habiendo desempeñado ya mi tarea. Reconfortado y perfumado con aires femeninos hice mi acto final de prestidigitador y convertí un adiós en una esperanza de amor. La dejé sonriendo y entrando en dulces sueños. Ella. Yo, en cambio, me fui silbando y palpándome los bolsillos, chequeando que nada me hubiese quedado atrás. En el bolsillo del saco encontré un papelito; las mujeres no saben que esas cosas no se hacen. Pese a que fue divertido leer ciertas chanchadas soy un hombre responsable: me vi obligado a tirarlo.
Era algo tarde como para volver a casa (sólo un poco), así que decidí quedarme dando un par de vueltas, buscando un lugar donde tomar algo y esperar el sol. Era un lindo barrio, pero en los lindos barrios uno no se divierte; por suerte en una ciudad tan ecléctica como Buenos Aires no hay un solo kilómetro que se case con la lindura. Hice cinco cuadras y lo lindo cambió a regular, siete cuadras más y ya podía hablar de diversión, o si no de diversión, al menos sí de alcohol y de luces de neón, dos cosas que me harían llenar libros enteros de poesía de la más sana urbanidad, si se me permite yuxtaponer palabras tan distantes entre sí.
Me metí en un local que prometía, desde sus carteles luminosos, las mejores mujeres del mundo o alguna barbaridad por el estilo, y si entré no fue por ingenuo sino para reírme de la ingenuidad ajena; yo esperaba viejas de tetas caídas o morochas carnosas ya desmejoradas por la vida nocturna. Mucho no me equivoqué con mis esperanzas. Me senté en una mesa que me permitía ver el local entero; siempre me gustó observar a las personas, analizar su desenvolvimiento en las diferentes situaciones, en los diversos ambientes. Cuando una moza culona se me acercó le pedí un amable alexander, pero, para que no condenaran mi presencia de inmigrante, compensé mi delicada orden con una descarada palmada en el enorme culo de la moza cuando se iba a buscar mi trago. Se rió; no sé si para complacerme o por gusto propio; me miró con una rápida mirada de gata y siguió su camino.

En los detalles muere la literatura. No voy a comentar particularmente los acontecimientos de aquella unión, porque hubo unión, carnal, entre el culo y yo, yo y el culo; y aunque crean que al decir eso ya digo demasiado... tal vez tengan razón; la imaginación hace demasiado y yo disfruto mucho del callado recuerdo. Lo único que voy a decir es que no tuve que poner un solo peso al terminar; tal fue mi desempeño y mi humildad, que me impidió insistir en pagar. De todas formas se me había ido toda mi plata en una curda que fue la que me permitió coger lo que no quiero recordar como el culo más grande y feo que haya cogido. Estaba muy borracho. Pero mi compostura de caballero no la pierdo jamás y a pesar de la resaca y el disgusto de tener que caminar luego de semejante cogida (recuerden también que ya había tenido lo mío un poco antes, entre almohadones), hice el camino de regreso a mi casa sin decir "a".

¡Qué bicho me habrá pegado! Llegué rascándome las pelotas casi hasta sangrar; corrí al baño y de la caja de primeros auxilios saqué una botella de alcohol que vacié entera sobre mi pobre afectado miembro. Me ardió de la puta madre, tanto, que se me deben de haber metido los huevos hacia dentro. Seguramente eran ladillas, pero estaba muy cansado como para ver a los muy sinvergüenzas, así que, con cuidado (con todo el cuidado que puede tener alguien de bolas fruncidas por un ardor descomunal), me metí en la cama, esperando que mi mujer no se despertara.
—¿Trabajando hasta tarde? —Se había despertado.
—Sí; parezco no tener un segundo de paz —decía yo, bastante en serio.
—¿Sabés qué es lo que te hace falta? —Se venía.
—¿Lo que me hace falta? —Yo ya sabía qué.
—Mjm —Ya casi estaba ahí.
—No sé; ¿qué es lo que me hace falta? —Y ahí es precisamente donde se define el trabajo de un artista. ¿Quién, con las bolas fruncidas, agotadas luego de coger hasta el hartazgo, llevaría hasta tal extremo el deber marital? Pero para qué detallar, si todo arte se hace en la imaginación.
Mah, sí... cogimos de lo loco.

martes, octubre 16, 2007

El camino de regreso

por. Facundo Ezequiel

Del garage a la cocina hay solo una puerta
Del cigarrillo a la heroína hay una mujer muerta
Del vestíbulo al panteón hay solo una alameda


El rumor del aula era el colchón donde podía recostar su creatividad y donde soñaba con pilas y pilas de papeles manuscritos que se elevaban sobre su asombrada mirada de soñador y que jamás se vendrían abajo por más que éstas se mecieran como altísimos mástiles en su barco imaginario. A veces escuchaba de repente su nombre y era como si le pincharan la burbuja donde vivía y se encontraba perdido en ese otro lugar tan poco nítido y gris y vulgar.
—Facundo —volvió a sonar la voz—. Decime, ¿qué es lo que estás escribiendo? ¿Puedo asumir que por fin te volviste un alumno aplicado y estás tomando notas? —Un grupo de chicos se rió por lo bajo. Los que estaban sentados al frente, tentados por la curiosidad, se dieron vuelta para ver lo que Facundo hacía. Él no hacía mucho más que escribir. Algunos días visitaba a su tía y a sus primitos, más que nada los veía en los cumpleaños, que eran más frecuentes de lo que él hubiese deseado. Pero lo que más hacía era caminar; tenía algunos amigos que le tenían más estima del que él podía demostrarles a ellos; le gustaba caminar solo. No le disgustaba la gente, pero prefería verla relacionarse desde fuera a mezclarse en todo ese alboroto social, con sus obligaciones y protocolos. Le gustaba la gente pero no sabía tratarla. Le gustaban las chicas sobre todo, pero solo podía balbucear incoherencias en presencia de muchachas de pelo largo, estrecha cintura y pechos apretados. Pero, para él, lo peor de todo era que deseaba faltarles el respeto a las muchachas y no podía: muchas de las que hubiese querido manosear bajo la pollera del uniforme escolar lo consideraban un amigo, un chico buenísimo y tierno. Era frustrante: él quería ser un hombre, quería ser Henry Miller, o Bukowski.
—¿Eh?, no, nada —dijo tímidamente—. Ya lo guardo. —Al decir esto comenzó el gesto de cerrar el cuaderno que fue interrumpido por la pesada mano del profesor que cayó justo encima del mismo.
—A ver, a ver...
—No hay nada, no hace falta que...
—Nada, ¿mm...?
Tomando, casi arrancando el cuaderno de la mesa, se puso el profesor a leer en voz alta para satisfacción del resto de la clase:

Entre mis dedos se deshace
la trémula carne
se desliza entre sudorosos deseos
de los que sabe alimentarse
ese pájaro rapaz
que se agita en tu pecho
cada vez que mi boca
de tu boca toma un desvío
y acaba en tus...

—¿Qué porquería es ésta? —Muchos de los chicos se mataban de risa y ya empezaban a burlarse de Facundo que no podía levantar la vista del pupitre; de haberla levantado quizás hubiese encontrado cierto fulgor en los ojos de una o dos chicas que habían entrado en calor con sus palabras en la imperiosa voz tenor del profesor. Era su primer verdadero éxito literario y no pudo evitar sentirse avergonzado: le valió algunas amonestaciones y la tomada de pelo de los que se creían los más vivos y los más machos. Pero lo superó con entereza y el hecho le brindó cierta fama que poco más tarde supo apreciar. Facundo aprendía lento, pero a su propio ritmo, y fuera de las estructuras académicas. Las chicas ya empezaban a hacerle caso y más de una buscaba atrapar entre sus piernas las manos de Facundo.

El camino de regreso a casa era medianamente largo pero se hacía corto cuando mediaban sus curiosidades y sus pesadas cavilaciones. Recordaba paseos con los chicos más vivos del grado, cuando era más chico, cuán incómodo se sentía y sin embargo cómo podía adaptarse a la personalidad arrasadora de ellos.
Eran Nicolás, Leandro y dos chicos más del otro curso, según recordaba. Facundo caminaba siempre unos dos o tres pasos detrás; gustaba de tener una perspectiva que abarcara a todos estos personajes que disfrutaba fragmentar en silencio. Adelante de todo caminaban Nicolás y uno de los dos chicos del otro curso, detrás iban Leandro y el otro muchacho, un poco más atrás y a un lado, como para aparentar ir a la par, iba Facundo. El chico del otro curso que caminaba junto a Nicolás hacía unos gestos obscenos y vociferaba, notablemente engreído. Hablaron todos por turno, el último en hablar había sido el muchacho a la izquierda de Facundo que se había mostrado un poco tímido al responder a las miradas inquisitivas de sus compañeros. Finalmente todos se volvieron hacia Facundo; parecían esperar una respuesta.
—¿Y a vos, te salta? —preguntó el pibe a la derecha de Nicolás. Hablaban de eyaculaciones. Facundo se sintió invadido y buscó un escape desesperado.
—No sé. ¿Querés fijarte? —respondió burlonamente mientras finjía bajarse el cierre del pantalón, pero vio que el chiste no era tan bien recibido como esperaba, pensó que no se apreciaba su rapidez y su inteligencia como merecía. «¿Querés fijarte?», repitió mentalmente.
—Dale... ¿te salta?
¿Por qué era tan necesario saber? Tanto ensañamiento con el tema le parecía ya perverso, empezaba a pesar la posibilidad de que el pibe del otro curso fuera maricón. ¿No llevaba el pelo largo acaso, como las mujeres? ¿No era su voz un tanto más aguda que la del resto? Lo mejor era sacarse el tema de encima de una vez por todas.
—¿Y? ¿Te salta o no?
Él no era ningún chiquito. Hacía tiempo que experimentaba tentaciones de ese tipo. Lo que a él le parecían largos años. Se había enamorado incluso de varias actrices de Hollywood, y cuando estaba solo no dudaba en aplacar el deseo con sanadoras caricias. Pero no tenía ganas de ahondar en el tema con estos muchachos, así que apeló a la auto complacencia intelectual de ellos, y a la de él, al mentir en ese detalle.
—No. —respondió finalmente.
Años más tarde recordó esa situación cuando retomara el tema un nuevo compañero que había entrado a su curso. Se llamaba Emanuel, era judío, y era una de esas personas molestas que desesperadamente buscan la compañía de alguien, la reclaman, esos que se te aparecen a cualquier hora tocándote el timbre, o te llaman por teléfono constantemente y cuando los atendés no te dejan de hablar y, de una u otra forma, te hacen sentir culpable si les colgás. Bukowski los denominó Plagas. Facundo recordaba eso y sonreía desazonadamente al pensar en Emanuel.
—Viste que el primer guascazo viaja más lejos que el segundo... ¿Por qué será? —se preguntaba Emanuel.
—No siempre. No es una regla que sea así. —alegaba Facundo impulsivamente, lamentándose para sus adentros el haber contestado un comentario tan asquerosamente ridículo.

Muchas de las odiseas andadas por él eran, por sobre todas las cosas, odiseas internas, mentales, muchas de las cuales hubiese querido olvidar y, otras tantas, recordar por siempre por lo que fueron en el instante en el que las vivió. Cuando sucedía así, cuando quería recordarlas por la impresión que le causaran, acudía a sus intentos de poesía. Entonces escribía.
Ya llevaba de la mano a una u otra compañerita por aquel camino, tan andado. A algunas las hubiese preferido llevar agarradas por el culo o por una teta, pero cierta inmadurez, que no creía suya, le impedía hacer ciertas cosas; tendría que esperar a que el mundo amaine su verdor adolescente para que el rojo de la pasión explote.
Pero no fue sino hasta que aquellas lozanas manos que tenía agarradas en sus propias manos se marchitaron cuando sintió que el mundo había madurado; entonces en sus manos no llevaba más que pasas de mujeres, negras, arrugadas; indeseables... Todo eso era tan irreal que, aunque caminara con esos diminutos guijarros en su palma, no había caricia que le llegara y nuevamente caminaba solo aquel camino.

¡Qué revelación! Una nueva soledad le había mostrado que lo único que quería estaba allí, en la palma de su mano, consumido por el miedo de perder la ilusión de lo deseado. ¡Evidente! Tan sencillo era todo que se le escapaba a la complejidad de su mirada. Ya sabía para qué había nacido; había una sola solución posible para su problema existencial y esa solución era simplemente ser, ser lo que había sido siempre y lo que tontamente anhelaba en la distancia del esperar lo ridículamente inasible cuando la ceguera de lo minucioso lo movía a tropezones. No más. Esos guijarros ennegrecidos en su mano eran semillas listas para germinar; ya veía las altas ramas que se alzarían sobre su cabeza cuando los años de finjida negligencia para con su corazón le dieran su literatura. Entonces escribió y escribió, dispuesto a pararse en medio de la avenida más ancha del mundo y leer en voz alta y clara lo que le daría, al pasar los imposibles futuros siglos, su fama de voraz honestidad.

Escocesa falda tableada,
pulpa y jugo de mis dedos y tus labios,
piernas envolventes y temblorosos brazos cansados:
mi boca invoca a tu nutriente fruto
y el obscuro callejón provee.

Un coro de mujeres rió por lo bajo.

lunes, octubre 08, 2007

Efemérides

9 de octubre:
hace 40 años mataron al "che".
hace 67 años nacía Lennon.
No paro de escuchar acerca de este revolucionario.
¿Para qué recordar la muerte cuando es inevitable?
Ambos fueron asesinados.
Me cago en dios.

jueves, octubre 04, 2007

Despertarse

Despertarse: el mayor de los dilemas en la sociedad actual. ¿Cuántos habrán deseado quedarse en la cama descansando aunque sea un minuto más? ¿Cuántos habrán transigido la hora sagrada del levante por un arremetedor capricho de laxa vagancia? Bueno, sin contar aquellos superhombres que han nacido con la acatadora agudeza de un reloj suizo y que funcionan como engranajes constantemente, creo que la respuesta podría ser “todos”.
Habiéndome despertado, hoy, a las ocho de la mañana con una genial idea en la cabeza, me propongo anotarla de mala manera (si no fuese por la idea hubiese seguido durmiendo) y, al acabar, decido completar mejor el concepto de la misma retornando al mundo de los sueños. Dos horas más tarde me vuelvo a despertar y la idea no se completó, por lo que, murmurando entre dientes, me vuelvo a dormir. Nuevamente, dos horas más tarde (al parecer se desarrollaba un patrón), me despierto, esta vez con el cuerpo adolorido y con cierto grado de remordimiento que me impedía volver a dormir.
¡Somos piezas de un aparato, hoy por hoy, disfuncional! Claro que cuando digo “somos”, sólo puedo hablar por mí... De cualquier manera, los horarios difícilmente puedan mantenerse. Nos despertamos todos los días al escuchar el terrible ruido del despertador que es como un baldazo de agua fría en invierno, hacemos todo lo que tenemos que hacer, salimos para la oficina (yo jamás saldría para la oficina, pero estoy tratando de hacer un punto), pero de pronto nos encontramos que, sin nosotros haber fallado en nuestra maquinaria rutina, nos sermonea el jefe: ¡Se llega a horario! ¡Esto es un trabajo! (Aunque uno se pase las horas boludeando con la computadora, hay que llegar a horario, pues es un trabajo).
¿Qué salió mal, si hicimos lo que hacemos siempre, incluso lo que hacemos cuando nos palmean la espalda y nos felicitan? Por lo general, cuando esto sucede, no es tanta nuestra culpa (al menos que no recordemos cambiar las pilas al despertador y aquello que era un desgarrador y agudo trino se convierta en un gastado y grave pedo de la mancha voraz y jamás nos despertemos) como sí lo es de alguien más (siempre funciona echarle la culpa a otro que no se puede defender). La avenida principal se vio bloqueada a causa de un accidente: alguien no hizo caso al horario de sueño, no durmió sino al volante y se hizo torta contra un colectivo; algunas calles se encuentran embotelladas y nos retrasamos en nuestra rutina. ¡Terrible! ¡Se ha desencajado el engranaje! El mundo que con tanto cuidado construimos con la humildad de nuestro oficio madrugador se desmorona y sólo podemos observar en silencio cómo, a la mañana siguiente, ya no somos los mismos y ese algo indescriptible nos devora por dentro: un horrible cáncer de culpa, contagioso, nos convierte en hombres incapaces de levantarse de sus camastros, y cuando por excepción lo logran, lo hacen en calzoncillos viejos y sucios, transpirados y borrachos... perdidos, olvidados del tiempo: disfuncionales.