sábado, diciembre 22, 2007

La fábula del hombre loco, la mujer perdida y el amor recobrado

por. Facundo Ezequiel
A L.M.A

EL AMOR

Heme aquí,
Cuando creía que viviría
Por el resto de los días
Sin brazos con que abrazar,
Sin piernas con que andar,
Una mujer extraviada se tropieza
Con mi cuerpo amputado
Y arremete contra mí
Arrojándome más allá de la vista,
Como si fuera yo el causante
De su desdicha,
Mas al mismo instante
En que mi cuerpo al suelo llega,
Oye mi caída un ingenuo
Que me busca y me encuentra,
Y me mira y me valora
Como si fuese una joya,
Un tesoro que valga
El hundirse en la tierra
Y respirar el azufre
De la condena eterna.
¡Alas crezcan en su pecho!

Cuando entre sus costillas
El pulsar de su corazón
Parecía quebrar la distancia
Entre el cuerpo y el alma,
Una visión tan hermosa
Como tortuosa
Atacó la fuente
Del infortunio,
Del espíritu doblado
Y, con una estocada que se gestaba silenciosa,
La misma razón del temor del ingenuo.
La Mujer.
Era obvia y la conocía de mucho antes
De siquiera pensar en alcanzar verla.
Venía así ella,
Cargaba con un camino a sus espaldas
Y con la esperanza en su cara.
Errado había,
Desde hacía mucho el camino equivocado
La conducía por tierras desconocidas
Y ahora se disponía,
Como en todo momento
Que a su consciencia oía,
A continuar sin mirar
De dónde venía.

LA MUJER PERDIDA

Aunque mi mula me lleve por accidentados caminos
Y, al desmontar, las piedras en mi calzado
Me obliguen a conducirme de rodillas,
Jamás me quitaré una bota para sacudirla,
Ni desandaré mi recorrido
Para tomar el buen camino.
Mi mejor amiga, mi mula,
Me enseñó más cosas en su andar descarriado
De lo que jamás supieran mil sabios,
Acumulando la totalidad de sus años.
La lástima, el destino, el remiendo,
Yo no sé de qué están hablando.

EL HOMBRE LOCO

Así como el viento mueve el gallo
En las alturas del tejado,
Mi ánimo cambia de rumbo y me lleva
De la feliz levedad al tortuoso océano.
Soy paisaje en este mundo;
Mi vegetación no es más que
Un espinoso rosal desflorado
Y mi fauna es tan sólo un monstruo
De siete cabezas, todas ellas insanas.
Soy el hombre loco
Soy el desértico deseo
Soy el infértil soñador
Soy el perfecto moribundo
Soy una muesca más en su cinto
Soy Facundo, el desdichado.
Y mi cabeza restante
No es más que un observador,
Pero, temo yo,
Es la cabeza dominante.
Si palabra alguna pudiera decir
Para que esta Mujer se pare
Y me oiga aunque sea un instante
Pronunciar mi abrumador sentir...
¡Pero no!
Mi boca se abre
Y quisiera no ser yo
Para reír de lo que oigo,
Que en ridículo me pongo.
Díganme loco, no me interesa,
Te aconsejo a pesar de mis deseos,
Porque soy muy pequeño
Si me comparo con el Universo,
Y hacerle un bien al ser más perfecto,
Darle en ofrenda mi pecho
Es mejor recompensa
Que forjar un falso Cielo
Que más tarde o más temprano,
Por esconder en lo profundo estas verdades
Acabarán dándole forma
Al más oculto de los Infiernos
Y al más doloroso de los castigos
Eternos.
Andate con otro más inteligente,
Con alguien que sepa mantenerte.
Ese es mi consejo,
Consejo de un hombre
Que conserva fuertes su raíces
Pese a que en su sitio sólo engendraron
Una idiotez difícil de mover,
Y digna de temer.

LA MUJER PERDIDA

De temer, ciertamente,
Es esto que surge de mí
Y no lo esperaba.
No soy tu madre ni soy tu hermana
Y me urge abrazarte y besarte
Con ternura y consolarte
Con mi cuerpo olvidar
Que nada de vos me atrae,
Salvo quizás algo en tu sintaxis,
Que me dice que no hay tanta idiotez
Como la que se anuncia en tu consejo,
Por eso, dejame desoír lo hueco
De tu sugerencia,
Que el miedo no me espanta
Y la entrega a lo que venga
En mí yo aprecio.
Dejemos que nuestros cuerpos decidan
Y luego que el trabajo de mente defina
Si hemos de acompañarnos
Por ese breve tramo del camino
Que llaman vida.

EL HOMBRE LOCO

Pese a mi miedo al andar,
(Mi vida toda fue estática)
No me opongo a la idea
De tomarte de la mano,
De conducirme con los labios
A aquella región vertiginosa
De la que, según han comentado,
No hay retorno ni regreso,
Sólo el alivio de un final falso.

LA MUJER PERDIDA

Dejame hacer mío
El momento de consejo y decirte
Que valiente no es
Quien no ha visto miedos
Sino quien habíendolos visto todos
Jamás se vio amedrentado.

EL HOMBRE LOCO

Eco extraño,
Esas palabras llegaron tiempo ha
A mis oídos,
Mas siento que apenas hoy
Las he escuchado.
Con mi boca, con mis labios,
Con mis manos,
Dejame decirte
Que las he entendido.

LA MUJER PERDIDA

Amar quisiera que me ames,
Pero tus manos ociosas y lentas
Jamás me llegan.
Tenés que apresurarte, antes que arribe
El cambio de estación
A mis emociones.
Siento el otoño,
Ya el invierno,
Y sin provisiones dejaste
Mi cariño.

EL HOMBRE LOCO

¡Si coincidieran nuestros veranos!
¿No hay abrigo en mi deseo?
¿No hay paciencia en tu carácter?
¿Por qué me das esperanza un segundo
y al otro me la has quitado?

LA MUJER PERDIDA

Perdón si no contesto,
Pero mientras tu lamento te ha demorado,
Yo continué andando,
Y tu voz lastimera casi no oigo,
Casi tan lejos está
Como estuviesen tus manos
Cuando más las hube necesitado;
Que te duela mi silencio
Diez veces más
De lo que me dolió el tuyo.
No tengo tiempo,
No voy a parar
A consolarte,
Ya grande estás
Y no soy tu madre
Para acudir a tu llanto.
Mi mula me dice,
Ella me enseñó
Y yo aprendí:
El camino pasado,
Pisado, no olvidado,
No tanto revisado,
Jamás retomado.

EL HOMBRE LOCO

Tanto temo que tu mula
Me ha transmitido su saber,
Al punto que su paso mantengo tres pasos atrás,
Y, no pudiendo adelantarme,
Me veré obligado por siempre
A torturarme con la hermosa vista
De tus espaldas divinas.

jueves, diciembre 20, 2007

(No hay) iniciativa en la desidia

por. Facundo Ezequiel

Me acuesto y no me propongo dormir
Miro el techo
Observo cómo carcome
La humedad
Cómo se deja poseer
La sucia pintura
Corro la vista un poco
Miro con atención el devenir del todo
El absoluto no me convence
Ni me llama la nada
Los papeles se ponen amarillos
Por la misma razón que mis paredes se tornan negras
Será que nada es como debe ser
Todo es aún algo que no es
O quizás no somos
El eterno devenir
El cambio
El fumar un cigarrillo
De biblia o de mariguana
Da lo mismo
Siempre se acaba
En el misticismo
En la metafísica
De la duda
Eterna

CLACK-CLACK
Don Pijote de la Garcha
Y Rancho Paja
Amigos!
Me corro una paja
Pensando en la muchacha
Que
Recuerdo
Amé
CLACK-CLACK
No es romántico?
Fuera Lugones
U otro pajo-palmo
Quien precediera
Mis borbotones
De semen

Y las estrellas que nos suceden
Al desvanecernos en el placer supremo
Se hacen de nuestras mentes
Nos sodomisan
Y pretenden ilusionarnos
Al mostrarnos lo que nos perdemos
Las 20 horas restantes
Cuando no nos tocamos

El que sueña sabe que nada es cierto
Y el que bebe sabe que nada es cierto
Y el que piensa sabe que nada es cierto
Y el que sufre se engaña sufriendo
Y el que goza se engaña gozando
Y el idiota se engaña creyendo
Yo
Por mi parte
No me arriesgo a juzgarme
Pero falto de moral
Moralizo a los demás
Y digo
Víctima del cristianismo
No hagan lo que no quieran
Que les hagan
A ustedes

Tal vez hoy
Haga algo más
Que mirar paredes
Sabrá dios si lo creo!

lunes, diciembre 17, 2007

El pedo

por. Facundo Ezequiel

El culo mozo sopla
un aliento infernal
que sin ser de azufre
todos, menos él, lo sufren
y revientan tales capullos
de rosas chinas
que mueren al otro día,
marchitas sin respiro,
pues el culo el último
aliento al infierno
ha anexado.
Y de ese pedo
tremendo
el recuerdo fétido
me obliga a olvidarlo
dejándolo plasmado
en estos malos versos
que nunca jamás
en lo que resta de mi vida
volveré a mirar.

El más triste náufrago

por. Facundo Ezequiel

¿Puede un hombre ciego
ser juzgado por cruzar
algún semáforo en rojo?
Entonces no me juzgues a mí
que los errores del necio
son los colores del ciego.


¿Qué te parece que siento?
Cuando la persona por la cual
darías tus brazos
te da la espalda
se siente como si
te cortaran las piernas.


¿Quién soy?
Todo lo que pretendía
se me fue entre los dedos
y la esperanza era mi motor.
Supongo que ahora soy
solo soy
el más triste náufrago.

Ingenua traición

por. Facundo Ezequiel

He aquí un accidente
incidental por pereza
Malentendido autista
No limado y lijado
Conserva de aspereza
Pan de trigo de ceguera
que alimenta el silencio
y engorda la tiza
que segrega distancias
Ahora yo acá
y vos allá
y un espacio imposible de cruzar
Yo acá
Vos allá
y el silencio que grita
y calla la razón
Silencio obeso
y remolón

Eso que se dice vivir

por. Facundo Ezequiel

A lo que la vida apunta
Cuando a dos junta
No es broma ni joda
Es el destino, droga
Del creyente, horma
Del ausente, solamente
Un grito a la moda
Del suicidio pasivo;
Eso que se dice vivir.

Genio creativo

por. Facundo Ezequiel

Viva el mundo que he creado
sin más que mirar con el tercero de mis malos ojos
Al final nada vale
si la obra consciente no pertenece
a la voluntad que nos favorece
a ese carácter que unos llaman genio
que muchos pueden ver
y muy pocos lo poseen

Mayéutica

por. Facundo Ezequiel

Superior porque no depende
de las palabras
y a su mente justificó
una simple idea
Pero qué puedo decir yo
cuando es muy cierto
decir que no sé nada

Nostalgia

por. Facundo Ezequiel

Veo a este niño siendo atacado
y miro su media sonrisa
entre el sollozo y la risa
y no me conmueve
ni me provoca
entender el por qué de su lucha.


Pero me resulta inevitable
desviar la vista hacia ella.
Y entiendo la sonrisa.
Pero esa mujer está lejos
de este hombre.
Y se me nubla la vista.

Un día en la Tierra (ni siquiera eso pido)

por. Facundo Ezequiel

El vulgo propone el eterno recuerdo como bendición
y pretende que el olvido sea castigo de Dios;
sin embargo encuentro que la vida existe
(¿por qué no creerlo así?)
en algún lugar entre medio;
y como nadie es la excepción,
y porque todos "somos" juntos,
no me creo mejor si no me olvidaran,
o si me relegaran al olvido.

lunes, diciembre 10, 2007

El canto del sr. Pesado

por. Facundo Ezequiel

El enfermo sr. Pesado cantaba muy alto
Y enfrentaba a la gente con su voz de bajo
—¡Pare, Pesado, pare un instante!
Y el gordo petulante (sr. Pesado)
Respondía cantando

Mia panza e flándula
Batte mio ómbligo
E vos es-cu-chá!
E vos es-cu-chá!

Se retiraban los oyentes
Se retiraban
Ineluctablemente
Llorando
Y entre carcajadas obesas
El enfermo sr. Pesado se retiraba
Se retiraba cantando

Voto de muerte

por. Facundo Ezequiel

El fondo del río permanece
Inundado en lo dulce
De lo frío
De la muerte

El gorgojeante cantar nebuloso
Del ahogado
Hinchado
Sube en forma de gases
E invade el éter
Hediondo
Y putrefacto

Silban las carnes ansiosas
Buscan los néctares
De frágiles ánforas

Cantares
Olvidares
Hundires
Surgires
Vertientes sanguíneas
De lejanas venas
En bañeras negras
Un guiño infantil
En una hoja
En un filo
Ex figlio
Defunctus

Gran Nación Tenia

por. Facundo Ezequiel

En crisálidas tejidas en mierda
El feto abortado de la pasión se retuerce
Preparándose para dar forma
A una nueva gran nación

El mierdáculo se quiebra al fin
Y deja ver las alas diarreicas
Del deforme ser que mutó
Y renació nación Tenia
Del intestino de este buen mundo

Vomita el gusano alado
Un lider que lidere su empinado
Descenso
Y entre el excremento
En consenso
Crea al ciudadano seguidor

Jueces y mercaderes
Sacerdotes y delincuentes
Putas y maricones
De a uno y por turnos
Salen alternadamente
Por la boca y por el culo
De este ser ponedor

Todos juegan sus roles
Todos cantan y comen
Y cagan y cojen
Por el mismo agujero
Y extienden sus sonrisas
Hacia el trasteado horizonte

jueves, noviembre 22, 2007

La pasión y el hombre

Al poner el título aún no estaba seguro si convenía escribir La pasión “y” el hombre o mejor La pasión “del” hombre. Me decidí por el primero, no porque creyera que las pasiones no pertenecen al hombre o que pudiesen ser abstraídas de él, sino porque me parece que puedo diferenciar al menos dos tipos de pasiones en el hombre (pese a ser ambas caras de una moneda): la pasión abstracta o ideal y la pasión concreta, y una de ellas puede aparentar una existencia previa al hombre, pues posee la característica de lo ideal, a la manera platónica. Entonces La pasión “y” el hombre me parece que abarcaría ambas ideas.

El hombre, queda claro, ha vivido; ha vivido y ha sobrevivido durante miles de años, y, si la suerte, o la fatalidad, lo acompaña, también ha muerto. Se habla demasiado acerca de las pasiones de un hombre, de cómo éstas lo arrastran a la desesperación y a la muerte. ¿Se cree acaso que un hombre sin pasiones está más vivo que uno que sí las tiene? Un hombre sin pasiones es un hombre ya muerto. Quien no tenga las más sutiles pasiones, ya sea por lo mínimo y cotidiano o por lo grande e inasible, es una persona que no ha nacido en este mundo: todos tenemos pasiones, y son estas pasiones las mismas que nos inyectan de vida y nos sobredosifican hasta la muerte.
Digamos, por ejemplo: ¿por qué se ha dudado tan poco de la existencia de Jesús, el hijo de Dios? Yo diré por qué; porque, pese a su cualidad de Dios (que muy fácilmente pasa desapercibida), Jesús era demasiado humano como para no haber sido aquel ser tan enorme que dicen que fue. Era creíble la existencia de un Dios siempre y cuando conservara sus pasiones humanas, puras y justificables.
La identificación con lo divino es un tema con el que podría coquetear débilmente en este tratado, aunque no sea mi intención hacerlo.

La divinidad inalcanzable es, casi, la perpetuación, la concretación de una pasión pura, inextinguible en el tiempo; lo mismo que es la mujer para el poeta que la llama, la invoca, la idolatra; la eleva para mantenerla pura, inalcanzable, eterna y amada siempre con la misma pasión.
El deseo del hombre es muchas veces disfrazado como un acto de superación personal, de ascención iluminada al terreno de los dioses, pero no es más que una simple erotización con lo ideal de aquellos pensamientos, pues lo único que moviliza al hombre es aquello que moviliza al resto de los animales: el placer viril de la supervivencia, la pasión sexual de la dominación, ya sea del paraíso, de la mujer. Claro que aunque muchos han quedado satisfechos con su desempeño en el acto pasional, la dominación es ilusoria, pues, como el individuo, ésta es efímera, considerando que la muerte es la finalización de la vida y que todos perecen, tarde o temprano (al igual que toda acción pierde su esencia cuando concluye, cuando deviene en estatismo; es decir, que una pasión que se concreta es una pasión que deja de ser pasión, se pierde, o se transforma —la reacción causa de la acción).
Si lo que queda del hombre tras su paso en la tierra es su idea transmitida, sería obvio suponer que lo único perdurable del hombre son sus pasiones; entonces el dios sería la pasión humana ideal, transmitida como doctrina pasionaria, encarnada en la imagen de un ser superior que conserva todas las cualidades humanas, hecho que facilita la devoción a ella. Podría discutirse el hecho de la necesidad de un dios cuando decimos que la pasión es inherente al hombre, pero cuando el hombre se convierte en hombre, es decir, cuando se convierte en un ser lógico, requiere que el sentimiento animal sea justificado a través del pensamiento y de la lógica, pues la mente humana no puede más que buscar la relación entre las cosas y no se detiene hasta conseguirlo, incluso si debe traer conocimientos ajenos a su búsqueda y forzar la relación de éstos con lo que busca para hacer un descubrimiento que explique los fenómenos concernientes. Entonces queda así explicada la divinidad como pasión idealizada.

Consecuencia de la devoción hacia esta pasión ideal sería, por ejemplo, la muchas veces incomprensible abstinencia que practican los sacerdotes, pues si uno, erotizado por la pasión ideal, dirige su mirada hacia lo mundano y lo material, como sea la pasión por una mujer, paradójicamente estaría matando esa pasión, cuando es en verdad el único momento en que esa pasión podría desatarse y concretarse en hechos. La perfección no es pues, claramente, humana, sino producto de la vaguedad de la mente destinada a la identificación de lo universal y no de lo particular (hecho que crearía, y crea, desastres).

¿Es acaso la pasión asequible, o toda pasión es un sentimiento de idealidad? Podría pensarse que es así, que toda pasión es, más bien, la idealización de cierto hecho u objeto deseado, pero no me parece imposible que una pasión pueda mantenerse orientada hacia un mismo objeto sin enfriarse en algún punto. Es cierto que no se puede mantener constante la intensidad del deseo; habría que tener una mente unidireccional, lo cual sería una patología psicológica, una obsesión, no una pasión. ¿Es entonces toda pasión una patología moderada? Así lo creería la psicología, doctrina que no halla jamás hombre sano. La idea de que todo lo que no podemos controlar es dañino es una idea que parte de la creencia de que el ser humano tiene algo de divinidad; estado de superioridad que se atribuye la misma raza, hecho que debería desacreditar al instante el mero pensamiento, sea ilusión o delirio. Uno es esclavo de su inconsecuencia, y el hombre no actúa como dios, sino como animal, víctima de su inocencia. En todo caso la única enfermedad inherente al ser humano es la de mirar de reojo las cosas que sabe ciertas y vapulearlas por creerlas amenazas para su estadio divinal.
Toda pasión conlleva en su naturaleza variaciones de intensidad que dependerán del ánimo del portador de la misma. La pasión más pura es la que bordea la obsesión, pero mantiene la inteligencia intacta de quien la lleva; el individuo es consciente de su pasión desbordada y en cierto punto la avala, pues es ésta la que tira de su carro como una fuerza de voluntad ajena a la propia persona, permitiéndole concretar actos “imposibles”.
Pasión graciosa como pocas sería la paradójica pasión de Alejandro Magno. Alejandro poseía una pasión casi perfecta, al punto que llegó, por muchos, a ser considerado un dios. Él mismo llegó a creerlo en cierta medida, pero frustrado por su pasión paradójica, Alejandro se convirtió en el ser humano más humano de todos los tiempos, en un modelo a seguir por muchos en los siglos que le seguirían a su muerte. ¿Por qué llamé graciosa y paradójica a la pasión que dominaba a Alejandro? Pues porque Alejandro esperaba convertirse en la misma pasión que anhelaba concretar; esperaba convertirse en ese dios mencionado arriba, el dios que representa la pasión ideal, el dios cómico que inspira el ascetismo y el holocausto.

Resumamos entonces en pocas palabras los dos tipos de pasiones que pudimos diferenciar. Hablamos de pasión concreta y de pasión ideal; la pasión concreta es la que da frutos en el espíritu —llámese ánimo— del que la porta, mientras que la pasión ideal es la cual, el que la siente, cree que sería razón de su completa felicidad, si tan sólo pudiese obtener eso que anhela, es decir, es una falsa pasión concreta, pues nunca se alcanza, por lo tanto, nunca llega a beneficiar directamente el espíritu del portador.

lunes, noviembre 19, 2007

Lo que me dice el camino (no me sorprendería si la encontraran)

por. Facundo Ezequiel

Todas esas cabezas contritas
en los ojos de la ciudad
suplicándole al silencio
un poco de piedad

Si tan sólo fuésemos
un segundo más jóvenes
no sabríamos de la desdicha
nos olvidaríamos de la vida
pasearíamos los párpados plegados
buscando la luz de los otros
y siempre encontrando

Pero todos esos tontos
apoyados en los ventanales
no hacen más que rezar
para morir en paz
siempre esperando encontrar
la inmortalidad

Del hobby caritativo

por. Facundo Ezequiel

Cuando la mano que pide estrecha
la mano que da, forja
una íntima unión, pero
no se amiga
nunca
La que pide
siempre pide
La que da
no siempre
puede dar
y la angustia
y la bronca
reemplazan
el dichoso placer
retroalimentativo
Pero sólo se ha
volteado la moneda
y vemos la cara sincera
de la caridad
de la humanidad

Oportuno en su oscilar

por. Facundo Ezequiel

Quien mirara al cielo
y ocultase las penas
será oportuno en su oscilar
pues el que va
y viene
es el que mira el vacío
y ubica en él
el tablero
y las piezas
y fabrica los movimientos
aún inexistentes
es el hombre que no se encuentra
el que pone a los demás
en el lugar que les corresponde
en el juego
de la vida

viernes, noviembre 09, 2007

Poseso de la improvisación inspiradora

por. Facundo Ezequiel

Las ánimas del jazz
circunvuelan en mi cabeza
y las tristezas
de una dulce guitarra
me suplican,
me incitan a cantar
ocultas melodías extraídas
de las aves inquietas
en mi pecho
que prestan sus alas
a mi poético vuelo
que prescinde de palabras

Dip-
bip-
dibli-di-
bam-
pirí-
díbidi-
bam

Sustrae
el opulento contrabajo
mi quietud
e intercambia el frío introspectivo
por caliente ebullición.

Mis rítmicas patadas castigan al suelo;
mi cuerpo olvida
que sus pasiones son terrenales
y que sus golpes
obedecen
a un latir humano,
quizás por ese olvido
comienza a elevarse
pero es por recuerdos negligentes que recae en el llanto.

Me pongo brumoso,
es cierto,
me pongo sentimental;
son las indomables pasiones
que emergen
y convergen
en sugerentes cantos
y en llamados desesperados.

Me siento al piano que llora
desafinado
bajo el ineficaz consuelo
de mis inexpertos dedos
y la cacofonía del llanto
acaba por cerrar
la cortina carmín
de mi inspiración.

jueves, noviembre 01, 2007

Algún otro jardinero (Variaciones sobre un poema de Rabindranath Tagore)

por. Facundo Ezequiel
A L.M.A


"Besar el mar y despedir la tristeza
no es la solución al problema de la existencia,
es una mera evasión a la difícil cuestión,
es generar preguntas donde sólo hay respuestas."
Dijo el jardinero a su princesa,
que lloraba la ausencia de príncipe alguno
que la quisiera.
"Aprecio su consuelo, esclavo, en serio
lo aprecio,
pero no quiera creer que basta su intento
cuando la aridez de mis sentimientos
es tanta
que si se extendiera sobre la tierra
no habría materia alguna
que le sirviese
a su trabajo."
"Pero sus lágrimas, contestó el jardinero,
son dulces y castas,
si se vertieran
sobre esa tierra
suficiente sería para cultivar
infinidad de tiernas rosas."
La princesa se acarició las húmedas mejillas,
secándolas,
y sonriendo al humilde jardinero
le dijo:
"Siempre preferí las astromelias a las rosas."
A lo que el esclavo contestó:
"Pues una astromelia déjeme plantar
bajo la luz de la luna;
que de las estrellas tome
cuanta luz le haga falta
y que sea esta única flor
la que haga de su noche el día."
"Si en su arte confía tanto
déjeme ser lienzo y jurado,
haga sonrisas de mi llanto,
haga de mí
su diploma
de amado."

Cause of the roarin’ flow of my unconsciousness river I did not heard you callin', my precious darlin', I lingered

por. Facundo Ezequiel

Cause of the roarin’ flow of my unconsciousness river
I did not heard you callin’, my precious darlin’, I lingered.
The grip of my hands —that were bleedin’—
The grief of my mind —that was shreddin’ me—
Could not hold on your body on mine,
So I cried a cry so loud that the wind stood still to hear.
A sorrow so great you must be obliged
Even so I could not hold you tight.
The pain still remains, so hard it is for me to live.
Without you, I could not but notice, nothing is worth the stare,
If I had the guts I would rip my eyes off,
But my strenght is gone,
That cry I told you about —even though you’re not here—
Was only an echo of what you may have had.
If only you had stayed a little longer you would understand.
What is to become of us?
What is it that you wanted that you thought I could not provide?
Cause of the roarin’ flow of my unconsciousness river
I did not heard you callin’, my precious darlin’, I lingered.

Eco de un aullido

por. Facundo Ezequiel

Si oyeran aquel viejo aullido
tan claro como lo oigo yo
quizá sería innecesario volcar estos lamentos
sobre los brazos dormidos de mi generación
Cuando el sueño que profesan
se convierte en acción
el audible bostezo que llamamos canción
cubre el llanto indecente
del famélico remolón
que recuesta su inacción
bajo los pasos distraídos
de mi generación
Y si el canto de nuestra presbicia
se asemejara un tanto
a lo que hay tras la codicia
no habría forma de ocultar
bajo la alfombra
lo que en vano nos repulsa
Y conozco muy bien
lo que tantos ojos ocultan
pues los míos temerosos
guardaron lo mismo también
pero hoy
desnudo
enamorado del mundo
me arranco el miedo
y sangro el sueño
y no canto más canción
sólo me permito un suspiro
y el latir de mi corazón
que acompaña el eco partido
de aquel lejano aullido
que hoy lo hago mío
y de mi generación.

lunes, octubre 29, 2007

El camino dorado

por. Facundo Ezequiel

Quien andara buscando
el camino dorado
y no encontrara en su andar
la dicha buscada
sino en sus pies hallara
sólo dolor y cansancio
y en sus manos el frío
del tiempo perdido,
en su paso se habrá extraviado,
por mirar
delante,
cuando lo feliz
era a sus lados.
En lo ancho está lo alto,
allí busca
el que busca sabiendo
que buscar en lo alto
es desprenderse
de aquello que dice
qué es bello,
despedirse de la medida
de todas las cosas.
No digo por decir:
Escribo esto sosteniendo la mano más hermosa,
habiendo encontrado el amor en el camino.

lunes, octubre 22, 2007

El dotor de piele

Por. Facundo Ezequiel

El enojado pitido de arribo sonó treinta y seis minutos más tarde de lo previsto, o, al menos, de lo que decía el itinerario: estos retrasos eran bien conocidos por los viajantes habitúes y los pueblerinos. El dinero no abundaba en el poblado, o al menos no era utilizado en forma de albañilería, mucho menos de ingeniería, razón que llevó al extranjero a saltar desde lo alto del vagón a tierra firme (no había un andén propiamente dicho), aunque la tierra no estaba precisamente muy firme, y el polvo levantado al aterrizar le causó una mezcla entre tos y estornudo, causa de sus alergias hacia el polvo y numerosos pólenes primaverales. El extranjero (que ahora “estosnudaba” repetidamente), como la mayoría de las personas, tenía un nombre, en este caso era Häns Dürin, y venía al pequeño poblado como médico; venía a ver a un paciente que lo había requerido especialmente a él.
Häns era un médico dermatólogo que se especializaba en todos esos extraños padecimientos que parecían sufrir sólo las clases menos favorecidas por el progreso, vale decir, las clases bajas. Quien lo había requerido el lunes pasado había sido un joven de edad imposible de precisar, algo entre los 20 y los 30 años; un hombre pequeñito, algo relleno de carnes, de tez morena y cabellos cortos y rizados. El nombre del muchacho que lo había llamado era algo así como Rubén, Roberto, Rodrigo, Alberto o Norberto. Éste lo había conectado en la ciudad, a través de un conocido en común, buscando ayuda para un tercero (o un cuarto, dado el caso). Al ver las personas que se encontraban en la estación, Häns se dio cuenta que sin saber el nombre del muchacho le resultaría imposible encontrarlo: todos los pueblerinos, incluso las mujeres, guardaban una asombrosa similitud entre sí. Así que, para no parecer rudo, Häns se alejó unos pasos del tren, y, sin mirar demasiado a su alrededor, encendió uno de sus enormes y olorosos cigarros habanos, en espera del acercamiento de algún joven de entre 20 y 30 años, rellenito, menudo en estatura, de tez morena y de cabellos cortos y rizados, que le insinúe conversación alguna. No mucho tiempo pasó hasta que sucedió lo que esperaba; un joven que entraba perfectamente en lo descrito antes se le acercó tímidamente, y Häns inquirió de forma precavida:
—¿Sí?
El joven se estremeció al escuchar la brillante voz del notable extranjero y frágilmente habló.
—Usté e’ el dotor de piele.
Häns entendió esto como una pregunta, a lo que respondió corrigiendo amablemente la pronunciación del joven.
—Sí, el doKtor. ¿UsteD... ?
—Yo me llamo Ernesto —dijo el muchacho extendiendo la mano en señal amistosa de reconocimiento. Häns le estrechó la mano en una manera aristocrática tan poco argentina que podría haber sido interpretado como fría insensibilidad ante el pesar ajeno.
—¿Le parece si ya nos ponemos en marcha? —preguntó Häns.
—No —dijo el muchacho, seriamente.
—¿No? —dijo algo desconcertado el doctor.
—No, usté se debe estar confundiendo. Quien usté espera e’ a Roberto, pero Roberto ya debe estar por venir. Me parece que había ido a la farmacia. Si quiere lo acompaño hasta allá.
—Oh, no, muchas gracias. Me parece que lo mejor será que espere aquí mismo.
—Como a usté le parejca. Un gusto, dotor. Adiós.
Häns pensó que luego de la dramática despedida, el joven se iba a marchar hacia algún lugar lejos, pero, en lugar de eso, sólo se separó de él unos pasos, acercándose a otro joven, que por su asombrosa similitud bien podría haber sido el hermano (o incluso él mismo), y comenzó a hablarle con una confianza como sólo se ve en los pequeños pueblos. El joven que tímidamente le hablaba un segundo atrás era ahora un muchacho extrovertido y un gesticulador exagerado. La ambigüedad que regía en ese poblado desde el instante en que arribó comenzó a molestarle.
El doctor continuó dándole profundas y aun rápidas pitadas a su habano, apoyando el peso de su magro cuerpo contra una viga de madera que sostenía un techo de tejas que hacía la tarea de parasol. Varios rostros que le resultaron familiares entraban y salían de la vieja estación de trenes, pero ninguno de ellos era el del joven que lo esperaba, o, mejor dicho, que lo hacía esperar. Para Häns, los habitantes se tomaban muy a la ligera las cosas, harían esperar hasta a la propia Muerte, no les importaba alterar el curso natural de la vida, ni tenían el menor respeto por la puntualidad, lo que le parecía una completa falta de civilidad.
Finalmente, tras media hora más de retraso, apareció el bendito Roberto. Era, sí, un muchacho que estaba en algún lugar entre los 20 y los 30, petiso, algo rellenito, morochito, cabellos cortos y algo enrulados. La diferencia entre Roberto y los otros Robertos del pueblo que había visto era una especie de fingida amabilidad que cubría un sentimiento de melancolía en su mirada. “O la mirada melancólica quizá sea para obligar a empatizar con su dolor y acrecentar la sensación de que se asemeja a un santo, con su amabilidad que se sobrepone a su desgracia personal”, pensó Häns al verlo, “debe tener algo que ver con la enfermiza cristiandad que tienen estos pequeños conglomerados de ignorantes”.
La imagen parecía repetirse como en un déjà vu: la mano extendida del joven de 2... años, petiso, etc.; el apretón aristocrático, frío; la mala pronunciación...
—Bienvenido, dotor.
—Gracias.
—Espero no haya estado esperando demasiado.
—No, no, para nada —mintió educadamente el doctor.
—Sepa disculparme; necesitaba comprar unos medicamentos y la farmacia...
—No se preocupe por eso, ahora estamos aquí. Lléveme con el paciente, si es tan amable.
—Sin demoras, ¿verdad?
—Sin demoras, ése es mi trabajo; no esperar demasiado.
—Sí —dijo Roberto sonriente mientras conducía a Häns con una mano en la espalda—, supongo que si usted esperara demasiado tendría más trabajo como enterrador que como médico.
Häns encontró la broma un tanto inoportuna, y se lo hizo saber con un duro silencio. Roberto lo llevó, caminando, hasta una pequeña casa a unas siete cuadras de la estación, recorrido que el doctor realizó con un pañuelo cubriendo su nariz y boca; el viento levantaba la tierra del camino y le dificultaba la respiración.
—Acá es —dijo Roberto deteniéndose ante una casa, casi un rancho, pintada de blanco y algo deteriorada.
—Bien... —suspiró el doctor Dürin, pasándose el pañuelo por la frente sudada.
—Adelante, adelante, pase usté.
Roberto empujó la puerta —que no tenía ningún tipo de cerradura, sólo un precario picaporte de lo que parecía ser viejo bronce— hacia dentro, realizando un movimiento con todo su cuerpo y colocándose espalda contra la podrida madera de ésta, dejándole vía libre al doctor para que ingrese a la humilde vivienda, y, además, sugiriéndoselo con un ademán de su brazo. Häns se internó en las penumbras de la casa, ciego por no poder acostumbrar aún la vista a la nueva oscuridad que contrastaba con la brillante tarde estival que afuera parecía reinar un mundo diferente; la atmósfera dentro era más pesada a causa del polvo pero más fresca, por lo que Häns no sintió mucha diferencia con el ambiente externo que era de aire más saludable pero sofocante en lo que al calor se refería: ambos ambientes le causaban un malestar, acrecentado por el cambio climático, extraño por lo ambiguo, pero malestar al fin.
Häns Dürin tosió convulsivamente, torciéndose hacia delante de tal manera que parecía que terminaría por vomitar sus pulmones.
—¡Epa, don! ¿Se encuentra bien? ¿Quiere un vaso de agua?
—No, no gracias. Ya se me pasa, ¿ve? —tosió fuerte una vez más y luego preguntó— ¿Podemos ir a ver al paciente, por favor?
—¿Seguro que está bien, que no quiere el agua? —indagó nuevamente Roberto, poniéndole, con ánimo benevolente, la mano en el hombro.
—Seguro —contestó secamente el doctor—. Ahora, ¿vamos?
Roberto condujo al doctor Dürin hacia una habitación que se encontraba en el fondo; el camino no era muy largo, de hecho, se podía ver la puerta de ésta desde la entrada de la casa, y el doctor lo hubiese podido hacer si los ojos se le hubiesen acostumbrado a tiempo a las penumbras.
—Aquí —dijo Roberto conduciéndolo con una mano en la espalda hacia el interior de la habitación.
—Muy amable —dijo en voz baja el doctor para evitar molestar al paciente, el cual aún no lograba discernir entre las sombras. Caminó unos pasos hacia delante de manera cuidadosa, intentando encontrar la cama donde tenía la seguridad se encontraría recostado un hombre rechoncho, petiso, de edad indefinida. Finalmente, su calzado dio un suave tropiezo contra una de las patas de la cama. Ahora se dibujaban más claramente las figuras en la habitación, y pudo ver el bulto en el colchón, descansando.
—Disculpe —se volvió rápidamente el doctor hacia donde suponía se encontraba Roberto, sorprendiéndose al encontrarlo más cerca de lo que pensaba—, ¿cuál es el nombre del paciente?
—Sócrates —respondió el joven.
—¿Sócrates? —pensó en voz alta el doctor; le parecía ridículo semejante nombre en un provinciano, tanto, que casi rió.
—Sócrates, como el filósofo —reiteró Roberto con vano orgullo provinciano.
—Sí, sí, oí hablar de él —dijo sarcásticamente el doctor. Ahora, acercándose aún más a la cabecera de la cama, inclinándose hacia delante, intentando encontrar un rostro habló nuevamente— ¿Señor Sócrates... ?
Continuaba acercándose lentamente a un rostro desdibujado, obscuro, cuando el terror lo apresó con un lazo silencioso por el cuello. Häns gritó de manera gutural, aunque lo que se oyó no era para nada un grito, sino que parecía ser una húmeda carraspera improvista, lo que, pensó, lo salvaría de parecer un cobarde. La cara de Sócrates, casi la de un cadáver en descomposición, permanecía inmóvil, descansando en la almohada con la mirada perdida en algún lado más allá de la habitación, parecía mirar al doctor Dürin cuando éste se acercó; de ahí el grito.
—El señor Sócrates tiene una manera muy particular de descansar —dijo Roberto—; duerme con los ojos abiertos, pero no se preocupe; ya se despertará.
Häns pensó que bien podría habérselo mencionado antes y así evitarle el susto.
—Esperaremos, entonces —dijo Häns, sentándose perezosamente en la silla que lindaba a la cama.

Cuando despertó sintió un fuerte dolor lumbar, causa de dormir sentado en la silla de mimbre. Le echó una mirada rápida a la cama y notó al instante que ya nadie yacía allí. Asustado se levantó apresuradamente, lo que le hizo sentir por segunda vez el dolor lumbar. “¡Santo cielo!”, exclamó Häns, pensando que no se suponía que él fuese el paciente. Apoyando su mano en la cadera, como lo hacen los viejos adoloridos que suelen andar con bastón, y realizando el mismo tipo de pasos inseguros y temblorosos, salió del cuarto en busca del joven Roberto.
Apenas cruzó la puerta del cuarto, nuevamente lo sorprendería el rostro de Roberto, que, aunque lo buscaba, no lo esperaba encontrar tan pronto.
—¡No se asuste! —le dijo el muchacho, poniéndole la mano sobre el brazo, en gesto tranquilizador.
—No lo esperaba ver así, tan de repente —jadeó el doctor—... ¿Q... qué ha... ?
—¡Ah... bueno, no quise despertarlo! Se veía que necesitaba descansar...
—¿Y... estem... ?
—¿Sócrates? No, está bien, está desayunando. Venga, acompáñenos.
Roberto guió de nuevo al doctor, esta vez a la cocina, ubicada en el único ambiente, además del dormitorio, que tenía la casa; Häns ya había estado allí —era lo primero que había visto al entrar, sólo que en penumbras, entonces, no había distinguido ni el horno, ni la mesa, ni la heladera— pero ahora era que esa habitación tomaba la verdadera forma de cocina, cuando, acostumbrado a la escasa iluminación, discernía utensilios y escarbadientes; vasos y platos.
Y a la cabecera de la mesa estaba Sócrates, el muerto viviente, con su rostro cadavérico en descomposición, masticando una galletita con mermelada de durazno. En sus cuarenta años de medicina, nunca había visto algo tan desagradable; “ese hombre no se supone que deba estar vivo”, pensó Häns.
Roberto se acercó a Sócrates, más precisamente a su oreja —al orificio donde se supone que debía estar— y en voz fuerte le dijo:
—¡Éste es el dotor Hinds Dublin; el dotor de piele!
—Este... Häns Dürin —corrigió el doctor, sonriendo nervioso, pensando en cómo podría saludar al muerto vivo, sin parecer rudo, y, por supuesto, sin tocarlo.
—¡Sí, Häns Ruben, digo! —reiteró, nuevamente errando, Roberto, al oído del muerto. Cansado, Häns se dio por vencido ante semejante ineptitud provinciana para con los nombres extranjeros y prefirió que Roberto permaneciera en su ignorancia.
Roberto puso delante del doctor una bandeja de metal oxidado con una taza que contenía un líquido negro que se animaba a llamar café; al lado de la taza apiló unas cinco galletitas de agua y acercó el frasco de mermelada que estaba del lado del cadavérico Sócrates. Häns había perdido el hambre al ver al filósofo difunto comer, pero disimuló esto probando una mordida de las galletitas y bebiendo un trago del indegustable “café”. Esta infusión, sumada a la cara del difunto en vida, podían hacer del ser de más lúcida mente, tal vez con más razón a éste, un paciente psiquiátrico. Mojó levemente los labios en la hórrida mezcla y rápido la dejó de nuevo sobre la bandeja. Simulando complacencia y el haberse saciado se levantó de la mesa, impulsado por una desesperada energía que le pedía acabar con lo que había venido a hacer lo más rápido posible.
—Me gustaría revisar al paciente ahora mismo, si no es mucha molestia —dijo el doctor con evidente impaciencia. El viejo, Sócrates, gimió de una extraña manera; el doctor pensó que tendría la suerte de verlo morir de una vez por todas. Roberto acercó la oreja a la boca del moribundo que continuaba gimiendo y luego le dijo al doctor en forma de intérprete:
—Sócrates dice que antes de empezar el diagnóstico le gustaría estar a solas con usted un rato, si no le disgusta.
Häns quedó en silencio unos largos segundos sin darse cuenta, pensaba en la mejor forma de afrontar un rato a solas con esa momia asquerosa, luego dibujó una sonrisa forzada en su rostro de una manera tan falsa que parecía que le levantasen la comisura de los labios dos anzuelos de pesca manejados por algún hilo invisible desde las alturas, como una especie de complejo títere.
—Sí —dijo—, por supuesto, cómo no...
—Bueno, bien —dijo Roberto—, entonces yo voy a hacer unos mandados y enseguida regreso —Iba saliendo pero paró en seco y volvió a girar, acercándose al doctor. Se le aproximó demasiado cerca para disgusto de éste, tan cerca que podía oler su aliento. Roberto se puso serio y luego le susurró—. Cuando le hable, hágalo cerca de su oído y en voz bien alta, que el pobre casi no oye —Después sonrió a Sócrates, levantó una mano en forma de saludo y casi gritó—. ¡Chau, don! ¡Enseguidita vuelvo, eh!
Se habían quedado solos; Sócrates y el doctor. Häns sabía que tenía que acercársele tarde o temprano; no había otra forma de hacer el trabajo; y entonces quiso ser contador o monje budista. Temeroso ante la posibilidad de un contacto físico se acercó lentamente a Sócrates, dispuesto a hablarle. Acercó su boca al orificio de su oído, donde gajos de piel muerta colgaban como si de fetas de fiambre se trataran. Häns tragó saliva y tal vez algo de hiel.
—¿DESEABA DECIRME ALGO, SEÑOR? —sintió decir en su propia voz el doctor, sorprendiéndose ante la inesperada abstracción de sí y del descomunal volumen de su voz. Luego hubo un silencio.
El viejo parecía ser poco más que un mueble inútil en esa cocina, hasta que sus labios secos se separaron con aparente dificultad (el doctor creyó ver que un pedazo de piel del labio inferior se había desprendido de su lugar original, quedándose como si fuese una horripilante migaja de pan, pegado al superior, en una fea manera) y soltó un suspiro incomprensible pero que por su modulación el doctor quiso entenderlo como palabras.
Acercó su oído a la boca de Sócrates.
... Y el cálido aliento le tocó la oreja, la cual quiso sacudir como si se le hubiese posado un mosquito. Lo evitó con un tremendo esfuerzo mental y se concentró en descifrar las palabras del viejo, si es que eso eran. El viejo repitió el suspiro otra vez...
Esta vez oyó perfectamente, pero no creyó haber oído bien; le atribuyó el malentendido al calor y luego al nombre del viejo.
Sócrates. Antiguo filósofo griego. Maestro sabio. Muerto por negarse a dejar de lado sus ideas. Eso le enseñaron en la escuela. Eso y solo sé que no se nada, las últimas palabras que pronunciaría antes de morir envenenado por la cicuta. Las palabras que estaba seguro que acababa de oír en boca del mismísimo Sócrates. Aterrado lo miró, alejándose, empujado por la sobrecogedora idea de estar sucediéndole eso a él, en ese mismo instante, en ese lugar tan irreal. ¿En qué otro lugar, pensó, si no aquí, en el lugar donde la misma existencia del Universo era dudosa, donde era posible preguntarse el sentido de la vida, de la eterna miseria? Miró al viejo filósofo y al darse cuenta de los miles de años de sabiduría que se condensaban en ese ser moribundo, milenario, no pudo más que huir rápidamente.
Roberto sintió el empujón del doctor Dürin que despavorido salía corriendo, con el rostro pálido y una expresión distorsionada de terror; tal fue la sorpresa que el joven entró abalanzándose a la humilde casa, temeroso.
—¡DON! ¿NUEVAMENTE CON ESA BROMA? —dijo claramente afectado— ¿CUÁNTAS VECES LE TENGO QUE DECIR QUE NO LO HAGA? ¡ES EL TERCER DOCTOR ESTA SEMANA... !
El viejo Sócrates, sentado en su silla predilecta en la mesa, sonrió, aun a costa de un pedazo de su labio, que no soportó la tensión muscular y se desprendió, como un pedazo de carne de más de mil años lo haría del rostro de su dueño, tan muerto como vivo.

jueves, octubre 18, 2007

Sílfides que me rodean...

por. Facundo Ezequiel

Recostado sobre unos almohadones que pretendían estar arrojados descuidadamente en el suelo de su living (y que en verdad fui acomodando de a breves golpecitos en el transcurso de media hora) pensaba en lo lindo que sería dominar el arte interpretativo del piano. Ella, Mariana, tocaba algo desprolijamente una sonata de Beethoven, la cual yo amaba en mejores circunstancias. Era fácil quererla a Mariana con tantas cosas que hacía, o que pretendía hacer, eran tantas y se las arreglaba tan bien para aparentar ser diestra en cada una de ellas que un ojo descuidado podría creerla una persona de genio. Su verdadero talento era el de su apariencia; con esto no digo que fuese especialmente bella, pero en sus días de mayor lucidez podía aparentar serlo, y muy bien; de la misma manera podía aparentar cualquier otra cosa que se propusiera: ese era su talento.
Llegaba a un pasaje en particular que hubiese preferido no escuchar porque lo mutiló con tanta presteza que casi me saltan las lágrimas.
—Sos tan hermosa —le dije yo, desorientado tal vez, o arrojado por la fugaz ternura que me inundó al ver que sonreía al tocar el pasaje que tanto me emocionaba cuando era bien interpretado. Ella se puso colorada y comenzó a reírse; no pudo continuar bendiciendo la sordera de Beethoven. Se levantó de su humilde banquito y se acercó hasta donde estaba yo; se inclinó sobre mí y forzó un caluroso beso de mis labios. Ya pretendía ser la buena amante. Ella era la buena actriz y yo el mejor escenario.

Agradecí el haberme tomado tanto tiempo en el acomodar los almohadones. Me vestí rápido y tranquilo, como buen hombre, habiendo desempeñado ya mi tarea. Reconfortado y perfumado con aires femeninos hice mi acto final de prestidigitador y convertí un adiós en una esperanza de amor. La dejé sonriendo y entrando en dulces sueños. Ella. Yo, en cambio, me fui silbando y palpándome los bolsillos, chequeando que nada me hubiese quedado atrás. En el bolsillo del saco encontré un papelito; las mujeres no saben que esas cosas no se hacen. Pese a que fue divertido leer ciertas chanchadas soy un hombre responsable: me vi obligado a tirarlo.
Era algo tarde como para volver a casa (sólo un poco), así que decidí quedarme dando un par de vueltas, buscando un lugar donde tomar algo y esperar el sol. Era un lindo barrio, pero en los lindos barrios uno no se divierte; por suerte en una ciudad tan ecléctica como Buenos Aires no hay un solo kilómetro que se case con la lindura. Hice cinco cuadras y lo lindo cambió a regular, siete cuadras más y ya podía hablar de diversión, o si no de diversión, al menos sí de alcohol y de luces de neón, dos cosas que me harían llenar libros enteros de poesía de la más sana urbanidad, si se me permite yuxtaponer palabras tan distantes entre sí.
Me metí en un local que prometía, desde sus carteles luminosos, las mejores mujeres del mundo o alguna barbaridad por el estilo, y si entré no fue por ingenuo sino para reírme de la ingenuidad ajena; yo esperaba viejas de tetas caídas o morochas carnosas ya desmejoradas por la vida nocturna. Mucho no me equivoqué con mis esperanzas. Me senté en una mesa que me permitía ver el local entero; siempre me gustó observar a las personas, analizar su desenvolvimiento en las diferentes situaciones, en los diversos ambientes. Cuando una moza culona se me acercó le pedí un amable alexander, pero, para que no condenaran mi presencia de inmigrante, compensé mi delicada orden con una descarada palmada en el enorme culo de la moza cuando se iba a buscar mi trago. Se rió; no sé si para complacerme o por gusto propio; me miró con una rápida mirada de gata y siguió su camino.

En los detalles muere la literatura. No voy a comentar particularmente los acontecimientos de aquella unión, porque hubo unión, carnal, entre el culo y yo, yo y el culo; y aunque crean que al decir eso ya digo demasiado... tal vez tengan razón; la imaginación hace demasiado y yo disfruto mucho del callado recuerdo. Lo único que voy a decir es que no tuve que poner un solo peso al terminar; tal fue mi desempeño y mi humildad, que me impidió insistir en pagar. De todas formas se me había ido toda mi plata en una curda que fue la que me permitió coger lo que no quiero recordar como el culo más grande y feo que haya cogido. Estaba muy borracho. Pero mi compostura de caballero no la pierdo jamás y a pesar de la resaca y el disgusto de tener que caminar luego de semejante cogida (recuerden también que ya había tenido lo mío un poco antes, entre almohadones), hice el camino de regreso a mi casa sin decir "a".

¡Qué bicho me habrá pegado! Llegué rascándome las pelotas casi hasta sangrar; corrí al baño y de la caja de primeros auxilios saqué una botella de alcohol que vacié entera sobre mi pobre afectado miembro. Me ardió de la puta madre, tanto, que se me deben de haber metido los huevos hacia dentro. Seguramente eran ladillas, pero estaba muy cansado como para ver a los muy sinvergüenzas, así que, con cuidado (con todo el cuidado que puede tener alguien de bolas fruncidas por un ardor descomunal), me metí en la cama, esperando que mi mujer no se despertara.
—¿Trabajando hasta tarde? —Se había despertado.
—Sí; parezco no tener un segundo de paz —decía yo, bastante en serio.
—¿Sabés qué es lo que te hace falta? —Se venía.
—¿Lo que me hace falta? —Yo ya sabía qué.
—Mjm —Ya casi estaba ahí.
—No sé; ¿qué es lo que me hace falta? —Y ahí es precisamente donde se define el trabajo de un artista. ¿Quién, con las bolas fruncidas, agotadas luego de coger hasta el hartazgo, llevaría hasta tal extremo el deber marital? Pero para qué detallar, si todo arte se hace en la imaginación.
Mah, sí... cogimos de lo loco.

martes, octubre 16, 2007

El camino de regreso

por. Facundo Ezequiel

Del garage a la cocina hay solo una puerta
Del cigarrillo a la heroína hay una mujer muerta
Del vestíbulo al panteón hay solo una alameda


El rumor del aula era el colchón donde podía recostar su creatividad y donde soñaba con pilas y pilas de papeles manuscritos que se elevaban sobre su asombrada mirada de soñador y que jamás se vendrían abajo por más que éstas se mecieran como altísimos mástiles en su barco imaginario. A veces escuchaba de repente su nombre y era como si le pincharan la burbuja donde vivía y se encontraba perdido en ese otro lugar tan poco nítido y gris y vulgar.
—Facundo —volvió a sonar la voz—. Decime, ¿qué es lo que estás escribiendo? ¿Puedo asumir que por fin te volviste un alumno aplicado y estás tomando notas? —Un grupo de chicos se rió por lo bajo. Los que estaban sentados al frente, tentados por la curiosidad, se dieron vuelta para ver lo que Facundo hacía. Él no hacía mucho más que escribir. Algunos días visitaba a su tía y a sus primitos, más que nada los veía en los cumpleaños, que eran más frecuentes de lo que él hubiese deseado. Pero lo que más hacía era caminar; tenía algunos amigos que le tenían más estima del que él podía demostrarles a ellos; le gustaba caminar solo. No le disgustaba la gente, pero prefería verla relacionarse desde fuera a mezclarse en todo ese alboroto social, con sus obligaciones y protocolos. Le gustaba la gente pero no sabía tratarla. Le gustaban las chicas sobre todo, pero solo podía balbucear incoherencias en presencia de muchachas de pelo largo, estrecha cintura y pechos apretados. Pero, para él, lo peor de todo era que deseaba faltarles el respeto a las muchachas y no podía: muchas de las que hubiese querido manosear bajo la pollera del uniforme escolar lo consideraban un amigo, un chico buenísimo y tierno. Era frustrante: él quería ser un hombre, quería ser Henry Miller, o Bukowski.
—¿Eh?, no, nada —dijo tímidamente—. Ya lo guardo. —Al decir esto comenzó el gesto de cerrar el cuaderno que fue interrumpido por la pesada mano del profesor que cayó justo encima del mismo.
—A ver, a ver...
—No hay nada, no hace falta que...
—Nada, ¿mm...?
Tomando, casi arrancando el cuaderno de la mesa, se puso el profesor a leer en voz alta para satisfacción del resto de la clase:

Entre mis dedos se deshace
la trémula carne
se desliza entre sudorosos deseos
de los que sabe alimentarse
ese pájaro rapaz
que se agita en tu pecho
cada vez que mi boca
de tu boca toma un desvío
y acaba en tus...

—¿Qué porquería es ésta? —Muchos de los chicos se mataban de risa y ya empezaban a burlarse de Facundo que no podía levantar la vista del pupitre; de haberla levantado quizás hubiese encontrado cierto fulgor en los ojos de una o dos chicas que habían entrado en calor con sus palabras en la imperiosa voz tenor del profesor. Era su primer verdadero éxito literario y no pudo evitar sentirse avergonzado: le valió algunas amonestaciones y la tomada de pelo de los que se creían los más vivos y los más machos. Pero lo superó con entereza y el hecho le brindó cierta fama que poco más tarde supo apreciar. Facundo aprendía lento, pero a su propio ritmo, y fuera de las estructuras académicas. Las chicas ya empezaban a hacerle caso y más de una buscaba atrapar entre sus piernas las manos de Facundo.

El camino de regreso a casa era medianamente largo pero se hacía corto cuando mediaban sus curiosidades y sus pesadas cavilaciones. Recordaba paseos con los chicos más vivos del grado, cuando era más chico, cuán incómodo se sentía y sin embargo cómo podía adaptarse a la personalidad arrasadora de ellos.
Eran Nicolás, Leandro y dos chicos más del otro curso, según recordaba. Facundo caminaba siempre unos dos o tres pasos detrás; gustaba de tener una perspectiva que abarcara a todos estos personajes que disfrutaba fragmentar en silencio. Adelante de todo caminaban Nicolás y uno de los dos chicos del otro curso, detrás iban Leandro y el otro muchacho, un poco más atrás y a un lado, como para aparentar ir a la par, iba Facundo. El chico del otro curso que caminaba junto a Nicolás hacía unos gestos obscenos y vociferaba, notablemente engreído. Hablaron todos por turno, el último en hablar había sido el muchacho a la izquierda de Facundo que se había mostrado un poco tímido al responder a las miradas inquisitivas de sus compañeros. Finalmente todos se volvieron hacia Facundo; parecían esperar una respuesta.
—¿Y a vos, te salta? —preguntó el pibe a la derecha de Nicolás. Hablaban de eyaculaciones. Facundo se sintió invadido y buscó un escape desesperado.
—No sé. ¿Querés fijarte? —respondió burlonamente mientras finjía bajarse el cierre del pantalón, pero vio que el chiste no era tan bien recibido como esperaba, pensó que no se apreciaba su rapidez y su inteligencia como merecía. «¿Querés fijarte?», repitió mentalmente.
—Dale... ¿te salta?
¿Por qué era tan necesario saber? Tanto ensañamiento con el tema le parecía ya perverso, empezaba a pesar la posibilidad de que el pibe del otro curso fuera maricón. ¿No llevaba el pelo largo acaso, como las mujeres? ¿No era su voz un tanto más aguda que la del resto? Lo mejor era sacarse el tema de encima de una vez por todas.
—¿Y? ¿Te salta o no?
Él no era ningún chiquito. Hacía tiempo que experimentaba tentaciones de ese tipo. Lo que a él le parecían largos años. Se había enamorado incluso de varias actrices de Hollywood, y cuando estaba solo no dudaba en aplacar el deseo con sanadoras caricias. Pero no tenía ganas de ahondar en el tema con estos muchachos, así que apeló a la auto complacencia intelectual de ellos, y a la de él, al mentir en ese detalle.
—No. —respondió finalmente.
Años más tarde recordó esa situación cuando retomara el tema un nuevo compañero que había entrado a su curso. Se llamaba Emanuel, era judío, y era una de esas personas molestas que desesperadamente buscan la compañía de alguien, la reclaman, esos que se te aparecen a cualquier hora tocándote el timbre, o te llaman por teléfono constantemente y cuando los atendés no te dejan de hablar y, de una u otra forma, te hacen sentir culpable si les colgás. Bukowski los denominó Plagas. Facundo recordaba eso y sonreía desazonadamente al pensar en Emanuel.
—Viste que el primer guascazo viaja más lejos que el segundo... ¿Por qué será? —se preguntaba Emanuel.
—No siempre. No es una regla que sea así. —alegaba Facundo impulsivamente, lamentándose para sus adentros el haber contestado un comentario tan asquerosamente ridículo.

Muchas de las odiseas andadas por él eran, por sobre todas las cosas, odiseas internas, mentales, muchas de las cuales hubiese querido olvidar y, otras tantas, recordar por siempre por lo que fueron en el instante en el que las vivió. Cuando sucedía así, cuando quería recordarlas por la impresión que le causaran, acudía a sus intentos de poesía. Entonces escribía.
Ya llevaba de la mano a una u otra compañerita por aquel camino, tan andado. A algunas las hubiese preferido llevar agarradas por el culo o por una teta, pero cierta inmadurez, que no creía suya, le impedía hacer ciertas cosas; tendría que esperar a que el mundo amaine su verdor adolescente para que el rojo de la pasión explote.
Pero no fue sino hasta que aquellas lozanas manos que tenía agarradas en sus propias manos se marchitaron cuando sintió que el mundo había madurado; entonces en sus manos no llevaba más que pasas de mujeres, negras, arrugadas; indeseables... Todo eso era tan irreal que, aunque caminara con esos diminutos guijarros en su palma, no había caricia que le llegara y nuevamente caminaba solo aquel camino.

¡Qué revelación! Una nueva soledad le había mostrado que lo único que quería estaba allí, en la palma de su mano, consumido por el miedo de perder la ilusión de lo deseado. ¡Evidente! Tan sencillo era todo que se le escapaba a la complejidad de su mirada. Ya sabía para qué había nacido; había una sola solución posible para su problema existencial y esa solución era simplemente ser, ser lo que había sido siempre y lo que tontamente anhelaba en la distancia del esperar lo ridículamente inasible cuando la ceguera de lo minucioso lo movía a tropezones. No más. Esos guijarros ennegrecidos en su mano eran semillas listas para germinar; ya veía las altas ramas que se alzarían sobre su cabeza cuando los años de finjida negligencia para con su corazón le dieran su literatura. Entonces escribió y escribió, dispuesto a pararse en medio de la avenida más ancha del mundo y leer en voz alta y clara lo que le daría, al pasar los imposibles futuros siglos, su fama de voraz honestidad.

Escocesa falda tableada,
pulpa y jugo de mis dedos y tus labios,
piernas envolventes y temblorosos brazos cansados:
mi boca invoca a tu nutriente fruto
y el obscuro callejón provee.

Un coro de mujeres rió por lo bajo.

lunes, octubre 08, 2007

Efemérides

9 de octubre:
hace 40 años mataron al "che".
hace 67 años nacía Lennon.
No paro de escuchar acerca de este revolucionario.
¿Para qué recordar la muerte cuando es inevitable?
Ambos fueron asesinados.
Me cago en dios.

jueves, octubre 04, 2007

Despertarse

Despertarse: el mayor de los dilemas en la sociedad actual. ¿Cuántos habrán deseado quedarse en la cama descansando aunque sea un minuto más? ¿Cuántos habrán transigido la hora sagrada del levante por un arremetedor capricho de laxa vagancia? Bueno, sin contar aquellos superhombres que han nacido con la acatadora agudeza de un reloj suizo y que funcionan como engranajes constantemente, creo que la respuesta podría ser “todos”.
Habiéndome despertado, hoy, a las ocho de la mañana con una genial idea en la cabeza, me propongo anotarla de mala manera (si no fuese por la idea hubiese seguido durmiendo) y, al acabar, decido completar mejor el concepto de la misma retornando al mundo de los sueños. Dos horas más tarde me vuelvo a despertar y la idea no se completó, por lo que, murmurando entre dientes, me vuelvo a dormir. Nuevamente, dos horas más tarde (al parecer se desarrollaba un patrón), me despierto, esta vez con el cuerpo adolorido y con cierto grado de remordimiento que me impedía volver a dormir.
¡Somos piezas de un aparato, hoy por hoy, disfuncional! Claro que cuando digo “somos”, sólo puedo hablar por mí... De cualquier manera, los horarios difícilmente puedan mantenerse. Nos despertamos todos los días al escuchar el terrible ruido del despertador que es como un baldazo de agua fría en invierno, hacemos todo lo que tenemos que hacer, salimos para la oficina (yo jamás saldría para la oficina, pero estoy tratando de hacer un punto), pero de pronto nos encontramos que, sin nosotros haber fallado en nuestra maquinaria rutina, nos sermonea el jefe: ¡Se llega a horario! ¡Esto es un trabajo! (Aunque uno se pase las horas boludeando con la computadora, hay que llegar a horario, pues es un trabajo).
¿Qué salió mal, si hicimos lo que hacemos siempre, incluso lo que hacemos cuando nos palmean la espalda y nos felicitan? Por lo general, cuando esto sucede, no es tanta nuestra culpa (al menos que no recordemos cambiar las pilas al despertador y aquello que era un desgarrador y agudo trino se convierta en un gastado y grave pedo de la mancha voraz y jamás nos despertemos) como sí lo es de alguien más (siempre funciona echarle la culpa a otro que no se puede defender). La avenida principal se vio bloqueada a causa de un accidente: alguien no hizo caso al horario de sueño, no durmió sino al volante y se hizo torta contra un colectivo; algunas calles se encuentran embotelladas y nos retrasamos en nuestra rutina. ¡Terrible! ¡Se ha desencajado el engranaje! El mundo que con tanto cuidado construimos con la humildad de nuestro oficio madrugador se desmorona y sólo podemos observar en silencio cómo, a la mañana siguiente, ya no somos los mismos y ese algo indescriptible nos devora por dentro: un horrible cáncer de culpa, contagioso, nos convierte en hombres incapaces de levantarse de sus camastros, y cuando por excepción lo logran, lo hacen en calzoncillos viejos y sucios, transpirados y borrachos... perdidos, olvidados del tiempo: disfuncionales.

lunes, septiembre 24, 2007

La amo

por. Facundo Ezequiel

La amo:
amaría que me ame de igual manera
al punto de tocar la insana felicidad
y hundir en ella mi nariz
y mojar en ella mis orejas
hasta que la enfermedad de la muerte sea un festejo
y cada respiro una bacanal de emociones
y cada lágrima un costal de posibilidades
Amaría entonces al amor mismo
y me conformaría con verlo a la distancia
incluso si me dejara por aburrimiento
yo encontraría excusas para reír a carcajadas
Sí, la amo.

Thoughts of an inner voice

por. Facundo Ezequiel

Those memories were eyes, were blue.
Thoughts of remembrance are brought;
Those harsh streets of cold needles were broad.
Thoughts even tears and endless joys.
Offered a man to the love of mine
A heart-shaped empty box of loss.
Did she take it? Thought of it as a gift?
She did take it, she did not think at all.
Are you remembering too? Are you, my love?
Walked more than thousand miles:
Passed the graveyard,
Passed the wasteland,
Passed the Élysées;
Heard distant voices crying loud to me,
But were nothing but whisperings.
And when the world was nothing but a round road
And when nothing was foreign to my senses,
I looked down my feet and didn’t recognized them.
The possibilities of caughting a glimpse of a future
Were as close to me as my own skin.
Then what did I see? What?
The boldness of my words may not be appropriate
But my crack-elated tongue does not rest at all
If any of the corners of my mind is blinded to the eye,
And I do not rest either, believe me y’all.
Those memories were eyes, were blue,
Were memories of a past not yet passed.
But I didn’t owned them, so I wrote them
For another eyes to wander among them,
Perhaps even those distant, unavoidable blue eyes
That my love eagerly danced before mine.
Those whom passed my way may read too,
So please remember thy cries and thy inner wars,
‘Cause worse than remembering all is to deafen a call.
I kept walking, I know I kept walking: I’m still walking
And I know I won’t stop at all
‘Til I find that reader of my soul that laughs and cries
When that hideous shy voice tells me to do it so.

Herbácea

por. Facundo Ezequiel

Los lirios en el valle se recuestan unos sobre otros,
Recordando el último instante de sus vidas anteriores
Cuando eran hombres y mujeres y creíanse superiores.
Morí. Mi carne : mi ceniza. Mi recuerdo humano eterno
Permanece en el éter y cuando pisan mi hierba puedo verlo
Cristalizado en los ojos vidriosos de quien no tiene credo.
Famélicos instantes de espiritualidad carcomen el valle
Y la brizna que no tiembla de frío se estremece al pensar
Que en el invierno que nace no habrán ojos que se hallen
Ni arte en el hielo que mate a su prole pese a su rostro,
Poético y pálido rostro, mujer de hinojos que no suplica,
Célibe encuentro de platónicos amantes y fiel logro,
Nupcias tácitas entre la universalidad y el bajo cuerpo.
El lirio memorioso se recuesta y se sabe sin más renacimientos.

El peso de las cosas

por. Facundo Ezequiel

Cómo amo el peso de las cosas,
sostener en mi mano una gaviota muerta
y saber que hay vida en el tacto;
sentir el leve roce de la rodilla femenina
y que el corazón, peso muerto, caiga piedra a mi ombligo.
Cómo disfruto de la carga en mis hombros,
cuando se levanta de a poco
y siento que mi altura incrementa.
Y cuando alzo mis ojos y encuentro tus ojos,
mi alma será testigo,
¡Cómo amo el vano peso de las cosas!

Última lección

por. Facundo Ezequiel

Puse el pecho y recibí las balas;
El pelotón fusiló sin resentimiento
Y yo miré el fogueo, lo vi de frente,
Sin vendas a los ojos,
Que nada daña mi vista,
Ni siquiera ver la muerte,
Porque ya lo vi todo.
Y si fuese mal alumno me asustaría
El negar a mi única maestra,
Pero con dificultad aprendí
Que ya lo sabía todo,
Y olvidar lo aprendido,
Incluso olvidarse del miedo,
Por olvidarse del olvido
Fue mi última lección.

Haiku

por. Facundo Ezequiel

Estaba ansioso.
Desperté en la noche.
No quise dormir.

Cierta vez supe lo que era poesía
y sonreí satisfecho;
me dispuse a escribir unos versos,
pero, al casar la hoja con la pluma,
no nació de esa unión más que desilusión y desconsuelo.

Quise yo servir
a una causa justa :
decidí morir.

Sentí la culpa de quien desea una niña
para criarla como amante.
Bajé la vista de mi alta aspiración
y encontré a mis pies hundidos en el barro patibulario :
seré víctima de vacíos haikus.

Del clítoris mordido del mundo mana el poeta como dulce pus

por. Facundo Ezequiel

Del clítoris mordido del mundo mana el poeta como dulce pus
Y aunque la ávida lengua rechaza la impávida mirada volada
No reniega jamás de los sabores que ofrece la sacra abertura

Mirad mirad al tiempo que vuelan los colores maternos del seno
Blanco blanco mirad mirad blanco blanco y puro blanco será
Prisma magnético absorbente luz de ignominiosa sonoridad

Perro faldero de las féminas piernas dominantes piernas
Ahorcan aprietan el cuello del perro investigador uterino
Se olvidan las negras falencias de carácter se contagia el olvido

Y deja de ser al tiempo que es con los colores maternos del seno
Huele y saborea blanco blanco perro faldero de carácter olvidadizo
Del clítoris mordido del mundo mana el poeta como dulce pus

lunes, septiembre 17, 2007

Paseo alrededor de la vieja escuela

Por. Facundo Ezequiel

Caminaba triste, rondando el viejo campo del colegio donde un grupo de chicas amaneciendo a la femineidad corrían al desencadenante pitido del silbato de una gritona profesora de gimnasia. La mayoría de ellas aún serán inocentes, infantiles en su concepción de la vida, y no menos hermosas que las otras, concientes de su sensualidad; pensaba mientras veía las graciosas extremidades de las nínfulas uniformadas de azul corretear de acá para allá, pero cada vez más lejos, pues seguía caminando. El sol era pálido y reconfortante al mismo tiempo, como suele serlo en las tardes de invierno. Un paredón de concreto, sin ser metáfora alguna, separaba las juguetonas ninfas de los crecientes niños que en su perpetua infantilidad masculina pateaban de un lado a otro una pelota de cuero gastada sin más gracia que la que ofrece la brutalidad guerrera del hombre no desarrollado. Y éstos se alejaron también, pues seguía caminando. La iglesia del colegio no guardaba atractivo alguno más que cuatro jovencitas que ante sus puertas aparentaban tener la indiferencia de las palomas ante los monumentos y las estatuas. Un poco más adelante pudo reconocer que la religiosidad no se encontraba encerrada en ningún templo que no fuese de carne y hueso. Reclinada sobre la pared del kiosco de la esquina vio claramente, vestida de rosa, a una descendiente directa de alguna diosa africana. Pero ella también quedaría detrás, mientras él se dedicaba a seguir caminando. Había dulcificado su tristeza mirando melancólicamente a los cuatro vientos y llenándose los ojos vacíos de vida. De su pantalón sacó un pequeño anotador y una birome, y en él anotó, sin detenerse y con letra temblorosa:

La belleza es algo que puedo admirar
por el simple hecho de ser ajeno a ella;
mi vida es todo lo terriblemente hermoso
que no puedo soportar y quedó atrás.

Lo leyó con los ojos humedecidos y luego encajó la birome entre las hojas, cerró el anotador y lo devolvió al bolsillo, pero pronto quedaría detrás su tristeza, pues seguía caminando.

martes, septiembre 04, 2007

Cleanup time

Por. Facundo Ezequiel

—¡A limpiar! —tronó la Gorda a través de la podrida puerta de madera. Su voz sonaba como una gran cuchara golpeando una cacerola de hojalata. La Gorda me despertaba siempre de la misma manera y nunca entendí por qué carajo gritaba “¡a limpiar!”; ni siquiera era justificable la mera mención de la limpieza en un asqueroso agujero como ése.
Me levanté de la forma en la que podría levantarse un borracho en un bote en altamar antes de las seis de la mañana: casi me parto la nariz contra el suelo. Me arrastré hasta el primer escalón de la exageradamente empinada escalera y, en cuatro patas, como un perro atropellado, trepé hasta la puerta. Me molestaba tener la certeza de que del otro lado me iba a encontrar con el culo celulítico más grande y horrible que jamás le sonriera a hombre alguno. Tomé mucho aire y... Ahí estaba; con sus dos enormes cachetes y su raja que razonablemente intentaba la conciliación de semejantes pedazos de nalgas con su amable sonrisa vertical. La Gorda no podía evitar que el bombachón amenazara con desaparecer en la oscuridad de su hambriento culo. La muy vaca estaba esperándome, dándole la espalda a la puerta, mientras se morfaba un paquete entero de pan lactal, rodaja por rodaja, muy lentamente, pero, eso sí, con queso untable de bajas calorías. Era una escena muy asquerosa y uno nunca se terminaba de acostumbrar.
—¡Mmm...!
La gorda se dio cuenta de mi entrada y, con la boca llena y el movimiento gelatinoso de su papada, me indicaba dónde sentarme. Yo le hice caso aunque fuese para evitar que siguiera flameando su fláccida carne. Sabía que esa mañana me sería imposible probar un solo bocado; al menos no con la Gorda delante mío y el alcohol de la noche anterior aún en mi sistema.
La Gorda intentó comunicarse en su repugnante idioma de migas y saliva:
—¡Moy flinda la mojafifa daferg!
No entendí ni una de las palabras de la Gorda, pero, por la manera frenética en la que los pedacitos de pan salían despedidos de su boca y por la cantidad de baba que formaba espumones en la comisura de sus labios, deduje que era un comentario sarcástico acerca de la mujerona que había llevado el día anterior a mi mugriento sótano. La Gorda siempre se ponía celosa de mí y asquerosamente protectora e insultaba a toda mujer que ocasionalmente pudiera relacionarse conmigo. Era su forma de preservación puesto que creía que en cualquier momento la podría dejar a ella, sola en aquel agujero, sola con su enorme culo.
Intenté cambiar el tema y le pregunté si no le molestaba que me diera una ducha rápida. De alguna forma asquerosa me dijo que no y yo me fui derecho al baño, así como pude; tambaleante y con la vista todavía un poco borrosa por la lagaña.
El baño no era menos roñoso que mi habitación subterránea —quizás porque no podía evitar mearme y cagarme en él cada vez que entraba—, pero el agua de la ducha que caía en forma de lluvia daba la ilusión de provocar la limpieza del cuerpo y del alma. Claramente uno se daba cuenta de que era una mera ilusión cuando al despabilarse un poco se recordaba el grito matutino de la Gorda: “¡a limpiar!”. Y era terrorífico que la Gorda chiflada usara justo esas palabras; le quitaba el misticismo a la ducha y creaba la sensación de bañarse en una fosa séptica. El eco de sus palabras metálicas continuaba resonando y resonando y no había forma de quitárselas de encima. Ahí es cuando se terminaba el baño y uno ya quería volverse a dormir o a beber o a coger con cualquier cosa que no se pareciera ni remotamente a la Gorda o a su culo.
Salí del baño ya vestido, esperando poder escurrirme fuera de ahí en la primera oportunidad que encontrara. Pero la Gorda estaba siempre atenta. No dejaba escapar una mosca sin una excusa que para ella fuese realmente justificable, así que cuando vi que me ponía su mirada de matrona-psíquica-hipnotizadora dije seca pero naturalmente que me iba a comprar pan y cerveza, que en seguida volvía.
—Esperame que te voy a traer una sorpresita —agregué con mi mejor sonrisa.
Salí despacio por la puerta de entrada —de salida, en mi caso— y sentí un alivio como nunca sentí antes de poder ver en todo su esplandor el peor barrio de la ciudad. La luz del día todavía era un tanto pálida y sólo había unos pocos tipos que salían a trabajar —o volvían— y un par de drogadictos que aún no podían pegar un ojo pero que parecían estar por caerse en el primer montón de basura mullida que encontrasen. También estaba la puta de la vuelta que de vez en cuando me la chupaba gratis. Creo que yo le gustaba, o le gustaba el sabor de mi pija. Por suerte no me vio; yo no estaba de ánimos... todavía era muy temprano para empezar.
Me encaminé hacia el único bar que sabía abierto y que todavía me fiaba. Para el tiempo en que llegué sólo había un par de borrachos que prácticamente debían de vivir ahí; se los veía inclinados sobre sus vasos como si éstos los aspiraran dentro de ellos con una extraña e invisible fuerza de atracción. Levantaban los vasos de una forma tan brutal y primaria que parecían estar luchando contra ellos y no bebiendo de ellos. Los vasos parecían estar ganando; no paraban de vomitarles su contenido alcohólico dentro de sus gargantas y, aunque las pobres víctimas se quejaban con incomprensibles musitaciones, no había ninguna muestra de piedad por parte de los victimarios. Se podía oler los dulces eructos de estos muertos en vida; la cirrosis flotaba en el aire y yo no quise desencajar de ninguna manera así que me pedí un buen vaso de ginebra.
Jugueteé un rato con el vaso, mirándome en el reflejo y pensando en éste, en cómo se deformaba y en cómo la luz podía ser a veces tan fantástica y otras veces una verdadera molestia. Me pregunté si habría fórmulas que calcularan la manera en que actúa la luz sobre los cristales y pensé un poco sobre las sombras, si eran en verdad algo así como la falta de luz o si no serían simplemente algo diferente. Me tomé el vaso. Me pedí otro. «Ningún otro vaso hasta que no pagues los que debés», me dijo el tipo del bar, seguramente pensando en alguna película yankee por la forma en que lo dijo. Yo no dije nada. Me fui.
Caminé un tanto más, perdiendo el tiempo hasta que abriera el siguiente bar que aún me dejaba tomar sin pagar. Los viejos barrían las veredas, las baldeaban con los pies descalzos en el agua, como si hiciera calor. Los viejos están todos locos. Aunque, después de todo, cuando tenés la seguridad que te morís de un día para el otro, no te va a importar mucho resfriarte.
Los tipos como yo somos la maldición de estos lugares que sanguijuelan a los pobres borrachos, porque nunca pagamos un solo vaso. Pero ellos no pueden hacer nada contra nosotros porque saben que, el borracho, aunque no pague hoy deberá pagar mañana, así que fían una o dos veces y luego no te sirven más, hasta que pagues; pero mientras mis piernas duren no me importa mudarme de bar en bar tan sólo para tomar una o dos copas. Nunca me rebajaría a pagar una sola gota de alcohol; eso es para imbéciles perdidos. Convencido de eso llegué al siguiente bar. Era una especie de pasillo en el que había que entrar de costado y en el que no podías evitar llegar hasta el fondo sin haber gastado el culo con la pared y haber pasado el bulto por la espalda de todos los clientes sentados a la barra. Era el bar predilecto de los maricones. El tipo que servía los tragos no tenía ningún problema en que yo tomara gratis, de hecho, sospechosamente, me alentaba para que yo tome. Creo que era maricón también, y se quería aprovechar de mí.
Le sonreí un poco al tipo de la barra, al presunto maricón, hasta que con sus hermosas botellas me puso un poco en sintonía con el mundo, luego me levanté y, tambaleando, me largué de ahí lo más rápido que pude.
Ya había gente en la calle. El sol brillaba en todo su esplendor. A los pocos minutos de caminar bajo él pasó de ser hermoso y glorioso a ser sofocante y horripilante. De a poco empecé a sentirme realmente mal. El sudor me corria desde la frente hasta las bolas y casi me cago encima. Busqué un lugar con sombra para sentarme y recuperarme. El primer lugar que encontré fue un supermercado chino; entré dando saltitos, disimulando mi carrera hacia la zona de los congelados. Agarré un par de sachets de leche y los sostuve en mi cuello y frente. No pasó un minuto que ya tenía a uno de esos chinos vigilantes encima, diciéndome con su acento chino «no se hace, no se hace, deja, fuera», y lo repetía una y otra vez mientras hacía gestos y ponía caras chinas como sólo hacen los chinos cuando te echan de sus supermercados.
Le hice caso al chino porque, después de todo, ya me sentía mejor, lo suficiente como para llegar al siguiente lugar protegido del sol.
La plaza se veía bien y parecía bastante viva con todos los chiquitos correteando y vociferando pendejadas; los pibes rateados del colegio siguiendo chicas y canchereando sobre sus dudosas habilidades sexuales en una vergonzosa forma de piropo que, por lo visto, funcionaba de maravillas con las chiquitas más rápidas. Los que ya estaban en una etapa más avanzada se comían las bocas entre las sombras de los árboles. Ahí me senté yo, entre las parejitas que por poco no estaban teniendo sexo, lo que hubiese sido maravilloso de haber sucedido.
Me quedé observando cómo estos inconscientes seres, víctimas de la animalidad, se comportaban en su medio ambiente. ¿Qué finalidad había en joder y procrearse hasta el hartazgo? ¿Cuál era la razón por la que todos estos pobres e inconscientes seres que habitaban este planeta tenían la imperiosa urgencia de matarse cogiendo, de coger hasta reventarse los miembros de tanto bombear?
No tenía las respuestas, pero de pronto a mí también me estaba urgiendo coger. O fumar un cigarrillo. Hacía mucho calor para el ejercicio físico así que le pedí un cigarrillo a todo aquél que pasaba. La mayoría fingía no escucharme y los otros me mentían diciendo que no tenían. Finalmente conseguí uno de mano de un basurero que estaba juntando papeles en la plaza. Era una mierda de cigarrillo, con un gusto a alquitrán que me secó la garganta, pero era todo lo que necesitaba para calmarme por el momento.
Por alrededor de una hora miré a todas las hermosas mujeres y chiquitas que paseaban en su inocente escasez textil e, interiormente, me quejé prácticamente a los gritos de mi suerte. Ese efecto causan las bellas mujeres en los hombres desesperados que necesitan, en su desesperación, desesperadamente dar amor. ¿Pero acaso una mujer desesperada se cruza en el camino de este hombre desesperado? No. Al menos no ninguna que valga la pena conservar.
Esos pensamientos empezaban a dolerme físicamente así que me puse de vuelta al ruedo, al siguiente bar.
A menos de mitad de camino mis pies se arrepintieron y me llevaron en otra dirección. No sabía adónde me llevarían pero suelo confiar en ellos; nunca me habían fallado antes...
Cuando me di cuenta estaba en la calle de atrás del mugriento lugar en el que vivía, delante de la puerta de la puta, a punto de tocar el timbre.
El sol estaba un tanto más flojo que antes; por lo visto había estado caminando por un buen rato antes de llegar ahí. Se podía ver a la luna asomando un ojo a través de lo azulado del cielo. No faltaba mucho para que oscureciera.
El timbre sonaba como un viejo teléfono. Tuve que tocar dos o tres veces hasta que se escucharon los pasos acercándose a través de la puerta. Yo estaba un poco nervioso, siempre me pasa así cuando toco una puerta por primera vez; antes siempre me había buscado ella, así que no sabía exactamente qué hacer o decir cuando me abriera; ni siquiera me acordaba su nombre, siempre la recordé como la puta.
De todas formas, se escuchó cómo se destrababa la puerta y luego se abrió de golpe, de forma violenta, aunque sólo un poquito, lo suficiente como para asomar un ojo y medio por la abertura. El ojo que se asomó era claramente el de la puta. Era un ojo cargado de maquillaje; un ojo demasiado sexual, en mi opinión. De pronto hasta quise cogerme al ojo, pero eso hubiese sido raro. Me reí de mi pensamiento y éste me sirvió como para relajarme un poco. Hablé yo primero:
—Hola... bueno, ¿qué tal?
—Hola —me dijo secamente, o me pareció a mí, que esperaba algo más que un simple “hola”.
—Ejem... ¿Puedo pasar?
Ella sonrió y, por fin, abrió la puerta, haciendo suficiente lugar como para que mi cuerpo pase. Y mi cuerpo pasó.
No perdimos mucho tiempo hablando; era bastante obvio a lo que yo iba y seguramente se me figuraba la idea en la cara en esa expresión estúpida que tienen todos los hombres excitados cuando casi no se pueden contener más.
Fue una sesión rápida y salvaje en la que casi me disloco la cadera. Al terminar, bailaron delante de mis ojos miles de estrellitas, de esas que aparecen cuando no nos llega suficiente oxígeno a la cabeza. Estaba agotado. Estaba dispuesto a subirme el cierre del pantalón (ni siquiera me había molestado en sacármelo) cuando la puta me metió la mano de nuevo y empezó a sacudírmela, y, bueno... yo no puedo negarle a una mujer semejante placer. Treinta segundos más tarde mi pinga ya estaba dura de nuevo y la muy puta prácticamente me violó. Lo único que tuve que hacer fue acabar en el momento justo; ella hizo el resto del trabajo. Dejé que me violara un par de veces más y luego me escapé... muy a su pesar.
Con una importante cojera (qué palabra más acertada) me mandé a patear el asfalto como un maldito tullido. Di vueltas en forma de espiral, incrementando progresivamente el perímetro de las circunferencias que seguía en mi camino, ayudando a la circulación en mi entrepierna. A unos quince minutos de comenzado el recorrido ya me sentía mejor.
El cielo era de un negro azulado y si se miraba más allá de los focos de los postes de luz se podía ver uno o dos tímidos puntitos de débil luz sideral. Esa luz viajaba millones y millones de kilómetros hasta que llegaba a nuestras córneas; eso te daba la seguridad de que nuestra existencia se extendería poco menos de lo que llaman eternidad. Quizás esas estrellas ya hubiesen desaparecido, sin embargo, para nosotros, es como si estuviesen justo delante de nuestros ojos; nuestros reflejos de luz viajarían millones y millones de kilómetros también para ser vistos en un futuro por alguien en otra galaxia que pensaría lo mismo que pensaba yo entonces.
En ese momento me crucé con un pequeño puesto de flores que estaba en una esquina, pegado a una parada de colectivos. Hubiese comprado un ramo de flores; estaban muy lindas; pero, como por costumbre, no tenía un peso. Así que pasé caminando rápido y tomé prestado uno sin permiso.
Si me preguntan para qué quería yo tan desesperadamente un puto ramo de flores no sabría qué contestar; fue más bien un impulso inconsciente el que me hizo robarlas. Pero después de caminar tres cuadras ridículamente con el ramo de flores en mis manos no iba a tirarlo; piensen en las personas que se toman el trabajo de regar a las guachitas, que esperan quizás incluso meses para poder descuartizarlas en vida. ¿Cómo desperdiciar el esfuerzo de tan honorables personas?
Tuve un momento de reflexión zen que no me llevó a ningún lado que yo quisiera llegar. Estaba enfrente de la pocilga de lugar en el que solía dormir.
Suspiré. Tosí húmedamente. Quizás tenía que aflojar un poco con el alcohol. La Gorda debía de estar durmiendo. Su culo estaría roncando.
Me lancé tímidamente al picaporte pero no llegué a agarrarlo; estaba indeciso. Sabía lo que significaba el abrir esa puerta, sería lo mismo que cerrar miles de otras puertas muy atractivas, puertas no varicosas o celulíticas sino puertas de las que guardan pasillos con otras miles de puertas detrás. Pero, ¿cuántas de esas puertas darían con una cama propia y un juego de sábanas, no diría limpio, pero juego de sábanas al fin?
Retrocedí, me alejé de la puerta de entrada y tosí nuevamente. Me abalancé otra vez sobre el picaporte, esta vez sin vergüenza. Dejé las flores sobre la mesa y cuidadosamente abrí la puerta de mi cuarto, e, intentando no hacer ruido, bajé las escaleras para echarme en mi mugriento y asqueroso catre. Antes de dormir pensé en la bendición que era tener mi lugarcito en el mundo. ¡Y gratis!

lunes, septiembre 03, 2007

El último hombre con vida

por. Facundo Ezequiel

Me acechan las formas de las palabras, su parte abstracta, su esencia sonora que, pese a tomarme de las orejas para guiarme como si fuese yo un chico malcriado, pierde su sonoridad y se transforma en una energía magnética y aun visible. Son garras que me toman el pecho y me hacen sentir como la última persona viva en el mundo. ¿Podrían imaginarse la desesperación, la terrible tristeza que causa esa falsa seguridad de saberse el último de una raza finiquitada? Y si fuese tangible el dolor de la también falsa esperanza de que mis palabras no nazcan muertas, encontraría que mis manos, mis brazos, mi cuerpo en toda su extensión, no abarcaría la más mínima porción de esa oscura masa informe.
No puedo evitar llorar si veo que junto a mis torpes pies una sociedad entera, perfectamente organizada, lleva a cabo su humilde plan de vana supervivencia; si veo las aves aparejadas cantando o alimentando a su prole; no puedo evitar llorar si veo mis instintos negados en mi soledad. ¡Maldito sea el espejo de la vida natural! No hay sociedad ni pareja que me acoja en mi locura, y no soy más sensato por comprender mi estado; me urgen las ganas de aplastar toda vida, de destruir lo perfecto, de adaptar el mundo a mi patología... Y miro a mis torpes pies, y la tierra revuelta a su alrededor... y los cuerpecitos enroscados sobre sí, como chamuscados; los sobrevivientes, moviendo cuerpos, confundidos ante la desaparición de la entrada al hormiguero... No puedo evitar llorar...

Visita a Castillo, encantado

En el mes de diciembre del año pasado visité en dos oportunidades al escritor Abelardo Castillo, previamente habiéndole enviado una carta pidiéndole permiso para hacerlo. Cuando pensaba que era posible que mi carta no fuese respondida un llamado sacudió mi teléfono: Clara, quien se presentaba como una alumna de Abelardo Castillo, me hacía saber, de parte de Abelardo, que podía visitar uno de sus talleres. Era el escritor Abelardo Castillo, a quien yo más admiraba, invitándome a mí, a Facundo Ezequiel, un nadie, a visitarlo a su casa, a presenciar uno de sus talleres. ¡Y todo gracias a una gran humorada epistolar descarada! Vaya, una pequeña dicha.
Estación de Once. Ya de noche. La calle es Hipólito Yrigoyen. La altura de la calle es 2316, la de mis pies es de algo así como 24cm sobre el nivel del asfalto. No hay grandes carteles de neón que pongan al barrio de aviso que ahí vive el mejor escritor argentino vivo. Yo me preguntaba si los muchachos que tomaban cerveza en la esquina se sabrían honrados por su pertenencia al barrio del señor Castillo o si lo ignoraban por completo. Entonces me sentí raro, no particularmente nervioso porque en mi mente ya había ensayado todas las posibilidades de desilusión y de fracaso y todas las peores cosas que podrían pasar al apretar el timbre del intercomunicador de esa puerta bien de Once, como cualquier otra puerta de Once. Lo importante era lo de adentro, ¿no?
«¿Hola? ¿Quién es?»
«Ah, hola, soy Facundo...»
«Ah, sí, ya te abro, esperá un segundo»
Mi expectativa era tal que se desvanecía en sí misma. Parecía que se tardaba toda una vida hasta que escuché pasos bajando de una escalera. Como era previsto: la puerta se abrió: detrás de la puerta una mujer que se mostró cálida y amable y no tardó en presentarse como Sylvia Iparraguirre: la mujer de Abelardo.
Ella misma es escritora, ya lo tenía bien sabido yo antes de entrar a su casa, pero, ¿no encierra cierto gracioso patetismo, cierta fatigada sumisión a la potente imagen de Escritor de su marido, la forma en que automáticamente se presentó?
Muy buena y amable mujer. Me guió escaleras arriba donde pude ver inmediatamente cierto vivo cuadro que por un momento no pude evitar admirar por su belleza pero que al mismo tiempo me intimidó. Abelardo estaba sentado en un gran sillón (o lo que me pareció un gran sillón) y, como si fuese un anciano y sabio maestro, se encontraba rodeado de un puñado de alumnos, pero charlaban todos tan cálidamente, tan amistosamente... Ahí estaba él: era inevitable encontrarlo con la vista pese a que era un hombre relativamente pequeño. ¡Qué pálido! Y yo que pensaba que no veía mucho el sol. Abelardo tuvo la cortesía de pararse para saludarme. Yo, al momento, me acerqué también y estrechamos nuestras manos. Por extraño que parezca no recuerdo mucho de lo que realmente pasó, sé que saludé a los demás presentes en la habitación y que luego nos cambiamos de los sillones a la mesa grande donde quedé enfrentado a la cabecera de la mesa donde se ubicaba Abelardo. Él en una punta y yo en la otra; me sentí desubicado... ¿Sentarse a la cabeza de la mesa de Abelardo? Quizás le di una ridícula importancia a un dato insignificante, pero ayudó a que no me relajara todo lo que hubiese querido.
En esa mesa se habló de muchas cosas, principalmente literarias, pero recuerdo que luego de incómodos silencios que se generaban, supongo que por el carácter retraído de la mayoría presente, Abelardo sacaba conversación y hablaba de fútbol, de cortes de luz, etc.
De Abelardo me impresionaron ciertos pequeños detalles que me daban pistas interesantes de quién realmente era Abelardo Castillo. Principalmente su mirada al hablar. Cuando elaboraba sus discursos desde lo profundo de su intelecto era su mirada algo desenfocada: parecía que no miraba lo que captaban los ojos, sino que leía una especie de teleprompter que le dictaba lo que debía decir desde atrás de su mirada. Cambiaba esa mirada cuando le hablaba a Sylvia, su mujer, por ejemplo.
Su voz estentórea se imponía en la habitación y sumado al hecho de que sus discursos estaban tan bien armados... me resultaba imposible no oírlo.
Ya mencioné la palidez de su piel. En sus manos se veían sus 71 años pero Abelardo era joven, lo sentía más joven, más vital que yo.
Cuando ya me iba (o fue acaso cuando llegaba) Abelardo cometió la locura de decirme que escribía bien cartas, que a pesar del tono cómico de la misma (de la carta que le había escrito) sabía bastante bien escribir cartas. Lo primero que hice (después de dormir mucho) fue arrancar los borradores de mi cuaderno y destrozarlos.

miércoles, agosto 22, 2007

Nada en menos de 10 minutos

Estaba pensando en algo que pudiera escribir rápidamente en alrededor de 10 minutos, pero mientras más pensaba y pensaba, me daba cuenta de que, además de que pasaban los minutos y yo no escribía ni una sola palabra, realmente no hay nada que se pueda solucionar en el transcurso de 10 minutos. Mi novio se las arregla siempre en menos de 30 segundos, pensarán muchas muchachas al leer lo anterior, pero bueno, no me refería a eso, ni tampoco creo que sea una solución para la calentura de la pobre novia, claro ejemplo que nada se soluciona en 10 minutos... ó 30 segundos. No voy a entrar, de todas formas en el territorio de las técnicas amatorias, ni en la cronometración de ellas, hay tantas variables, tan asombrosas todas ellas, que no vale la pena siquiera asomarse al tema.
Decía que planeaba escribir algo en más o menos 10 minutos y no había nada que se me ocurriera para escribir. Bueno, pensé yo, escribo una carta a la mujer que amo, hago algo de tiempo en divagaciones poéticas de amor y quizás en el ínterin, entre metáfora y metáfora se me ocurre algo. Pasé, entonces, mirando estrellas, besando tierra de féminos pies, esquilando ensoñaciones, desollando cavilaciones y nada encontré, más que la certeza de que estoy algo tocado, manoseado, diría yo, por la incoherencia. Y enamorado, por supuesto. Pero nada de nada se me ocurría para escribir, así que no escribí nada, no solucioné nada, destruí la carta que había escrito y me puse a ver la tele. Claro que todo eso me llevó más de 10 minutos.