jueves, marzo 05, 2009

Sobre los árboles

por. Facundo Ezequiel

Poniendo prácticamente naso con naso, los dos gorilas se miraban con cierta presteza extática como sólo saben hacer los salvajes al enfrentar sus estrechos horizontes.
—Te via matá —dijo el Intelectual de la tribu pronunciando a la perfección los agudos acentos de su particular idioma.
—Me gustária que lo intenté, gil —dijo el otro, intentando meter miedo a través de métodos subconscientes, lo que le mereció el respeto de su contrincante, que supo notar la variación de los tonos y los acentos, la eliminación de una sutil “s” y la pronunciación de labios apretados que hacían sonar el calificativo final como un genial ‘jul’.
El Intelectual se supo ante un virtuoso y pese a que la apariencia de aquel no lo acompañara (le crecían pelos en la frente), tuvo que esbozar una sonrisa y concederle honorablemente la victoriola.
—Meá dejá inerme —dijo el Intelectual haciendo vibrar un moco en la laringe con la profunda pronunciación de la “j”. El de los pelos en la frente sonrió también, con cierta dificultosa, y ambos pelanfrunes estrecharon sus manos en mutuo consentimiento.
El Intelectual, derrotado en el juego del enfrentamiento verbal, volvió entonces a su humilde choza, enarbolada sobre las metálicas vigas y el maleable concreto. Luego de una obvia mágica conjuración destinada al extraño, aparente, deseo de apertura de cierta planta pedalácea, se abrió la puerta de su residencia.
—Cerrate nomás, sésamo. —Cerróse la puerta detrás del Intelectual.
La choza consistía en separaciones cuyas funciones diferenciales estaban dispuestas por la preponderancia de ciertos colores: el baño era baño hasta que los elementos que lo constituían cambiaban del color blanco al negro y entonces el baño no era más baño sino que era cocina; de la misma manera el amarillo indicaba dormitorio y el verde sala de estar/comedor. Parado en el verde de la choza, que por dificultades estructurales representaba también vestíbulo, barruntaba su próxima acción, la cual confirmó cuando se apresuró al negro y se sirvió un vaso de agua que desbordó la sensación de hacer del blanco su próxima parada en la choza.
Sentado en el tazón y concentrado en su lectura (porque el Intelectual no habitaba el blanco si no era apoltronado en la lectura de algún volumen olvidado por la cuadrumanidad) gestualizaba cada una de las palabras que sus ojos recorrían.
El Intelectual se sobresaltó cuando un repetido golpe proveniente del verde de la choza lo ubicó nuevamente en su mamiferocidad.
—¡Puta, puta! ¡Me cagón su madre! ¡Ni un ségundo de paz! —Abrióse la flor de su irreverencia y subióse los lompa. Tropezando en insultos se acercó a la puerta y de un tirón la abrió.
—Hola bola te tárdaste un cacho en abrí. —Del otro lado saludaba un retazo de la cuadrumanidad; un retazo que él consideraba gastado y malformado, pero que de vez en cuando apreciaba tener a su lado.
—Mamor, staba descárgando unos indóloros; me retardé, pero perdones pídote.
—No te gandulfes, que te tra pa comé unos vidolitos que están de rechufle.
—¡Vidolitos! Vo me hacé desampará todo filo de nervio. Tamo, mamor —el Intelectual dijo mientras ponía en bobo los labios para chuponear a su hembra.
—Sipi, sipi, yásepe, nonos pongamonó cachondo —dijo ella mientras lo alejaba con dura mano en la sembla.
El Intelectual reculó, en silencio, hacia el verde, presto a preparar la mesa.
—¿Pongo los platoboldos? —preguntó en voz alta a su hembra, que se encontraba en el negro, preocupándose de los vidolitos. Como su concentración era amplia en su labor, no oyó la cuestión del Intelectual, quien, siempre que se le ignorase en sus peticiones, a causa de algún rezago de su tumultuosa infancia, se sulfuraba hasta el paroxismo; y tal era la representación que tenía de sí encolerizado, que muchas veces no podía evitar reírse con tal fuerza que su atacado diafragma le provocaba un terrible acceso de hipo.
—¡¡Thep pregunthép ship pongo lhosp platobholpdos!!... —repetía vanamente y con pésimos resultados el Intelectual, que ahora no sólo sufría de una inmensa duda sino también de un profundo dolor de vientre a causa del esfuerzo involuntario de sus músculos hiparios.
Los vidolitos que la hembra había echado en el hervorio de agua, se blandaban como serpientes cansadas y sin faquires que las encanten se ahogaban en el gor-gor que vaporeaba al negro y que prontamente se extendía por los restantes colores de la choza. Ya se sabía entonces que los vidolitos estaban listos, bien mortoritos y cantantes al dente de gustador que se precie.
Aparecíase entonces descabellada y a los chillos la hembra, reclamando la disposición de los platoboldos.
—¡¡¿Y los platoboldos?!! ¡¡¿Y los platoboldos?!!
Agotarado, el Intelectual, con un suspiro se resignó y no respondió con voz, sino disponiendo la vajetilla como debiera todo buen cuadrumarido responsable de su elección casamental.
—Ya hubiera elegido uno más prendido... si vinieran con etiqueta estos momototos... —refunfululaba para sí la hembra.
El Intelectual bajó la mirada y le alcanzó su platoboldo a su mamada, esperando, si no cariño, sí callar su vientriloquía, que por el pupo le gruñía y gruñía como un sapo. La hembra vorrojó un enjambre de enredados vidolitos en el platoboldo del Intelectual y luego, más tiernamente, llenó el suyo. La comilona sucedió entre calladas mira-miras y babosos zipidos de vidolos. Hacía años que no se sentían tan diferencialejados el uno del otro. Sin embargo no había odiares; era imposible cuando no se comunaban ni el amargor ni el candor de los días.
—Estoy viejo —bufó tristemente el Intelectual, rumiando sobre su deteriorado malvivir. Tanto pensamiento lo estaba dejando calvo de la frente a los pies, y la pelusa que se asomaba por sus narices estaba tan nevada que el frío de la muerte parecía ya envolver al pobre. Su profunda tristeza parecía confirmar la inminencia del no-ser.
—Estás viejo —bufó tristemente la hembra, rumiando sobre el tiempo compartido con ese saco de huesos roídos. Aún conservaba la energía de su juventud, pero la contradicción del espejo de los ojos aguados del viejo, que cierta vez la vieran hermosa, hacía que se le crispara la paciencia. Si ninguno de los dos moría antes de que los vidolitos dejasen los platoboldos, su existencia, pensaba, habría sido un completo fracaso.
—Estás viejo y maloroso y afelipado como un cadáver en descomposición —bufó nuevamente la hembra en un tono que el Intelectual jamás había oído de agujero alguno que se elevara sobre los hombros. Su vida se había convertido en una ofensa y lo presentía desde hacía muchas medialunas.
—Mi vida me pasé hundido en las postrimerías de fugaces pensamientos, siempre esperando aferrarme al siguiente que se iba igual al anterior. Lo más arriesgado en mi vida fue vivir una fantasía que nunca se concretó y sufrí cada segundo como si me supiera en un estadio finiquital. Nunca nadie me puso la garra al hombro más que para rasgármelo, y cada vez fui igual de ingenuo; siempre creí que me compadecerían. Pero hoy, tarde, me doy cuenta de que nunca nadie me tuvo en cálculo y para todos no fui más que un chiste que a veces se les cruzaba en tal o cual esquina, ¡ahora mismo deben de estar llorando de risa el Vendepapa y el sotreta Frentepeluda! Pero no puedo culparlos, que si mis huesos no fuesen míos mi angustia sería gracia.
»Mi mujer no es mía más que cuando me sirve de eco de mi consciencia, y ya no me agrada escucharla, como no me gusta tampoco tener que escucharme a mí mismo... ¿Te divertiste con el Vendepapa?
—¿¡Cómo!?
—Lo que suelto, mamor... es sólo una incuera amable; todavía me interesan tus actividades diarias.
Mirando con falsa indignación un largo segundo el platoboldo, la hembra tejía una respuesta que, con sinceridad, pronto hizo voz.
—Bastante —respondió.
—Bien —tragó dolorosamente el Intelectual—, al menos mi mujer tiene la fortuna de abanicar las caderas y sonreir con cuanto labio le plazca. —Y mirando a su mamada devorar sus vidolitos el Intelectual esperaba cruzar alguna gazeada de culpa en sus estropojos, pero jamás la cruzó.
El resto de la mansha sucedióse en silencio, hasta que un único vidolo entuercado en sí mismo quedábale en el plato al Intelectual. Entonces fue que la hembra dripeó unos pocos angustaladros vocablos.
—¿Fuimos en algún tiempo felices?
—Un pretérito lo fue pa mí y si meras sincera lo fuimos ambos... sí... —el Intelectual parecía perder la vista en algún suceso antiguo, retrovaba con una sonrisa oculta en sus pliegues de viejo.
—¿Podremos serlo hoy? —inquirió ansiosa.
—Quén sá, quén sá... séria mi desé, ma no sé si e acontecible —responsó el viejo, intentando no ser demasiado óptimo ni muy negato.
—Y si... —comenzó pensativa y alargada la hembra, pero detúvose pronto y silenció toda expresión.
—¿Posibilitaríamos?... —dijo el Intelectual, pensando en la misma cosa que su mamada. Entonces fue que se luquearon de verdad por única vez en decuriones de años agnósticos; se entuercaron sus ojos y en un tifón remolón de emociones se vieron enroscados. El Intelectual cofó y bajó la vista del fugaz encanto y parsimoniosamente entornó el último vidolito en su cubierto y lo engulló.
—Nah... —suspiró para sí.


Enero 2008

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