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jueves, noviembre 17, 2011

El detective borracho (FRAGMENTO)


Este es un fragmento de un cuento inacabado, una historia de detectives y deducciones que parecen mágicas antes de ser explicadas, donde abunda el alcohol, los cigarrillos, las mujeres rápidas y los caballos lentos, y aunque parece sonar de fondo una buena música jazz, sería más probable que se oiga un reggaeton o una cumbia villera, ya que esta historia está escrita en nuestra era, una era patética como cualquier otra, pero con una estética menos inteligente que otras que preferiría no se olviden. Los criminales comunes no usan sombrero, pero sí gorras ajustadas a la nuca y tartamudean una jeringoza que nunca me animaría a reproducir. Sin embargo nada de eso se ve en este fragmento, solo podemos ver al detective borracho, Bartolomeo, un ciudadano común con una para nada despreciable capacidad de observación cuyo único combustible para su motor de vida es el alcohol, y el oficial encargado de reclutarlo, cuyo nombre hasta la fecha desconozco, el cual detesta a nuestro despreciable detective borracho y se ocupa de anotar sus hazañas "à la Watson". Yo lo encuentro estimulante, no sé ustedes.

F.

 


Después de cuatro años sin sobresaltos, cuando pensaba con alivio que no lo volvería a ver, un caso difícil me llevó de vuelta a su habitación. El lugar era una porquería, se mantenía más o menos igual que cuando lo conocí, alrededor de diez años antes; la ropa estaba tirada por el suelo, al igual que una cantidad innumerable de botellas vacías de todo tipo (excepto de agua) y una densa capa de polvo, cenicienta, aterciopelada, lo cubría todo. Nunca vi un lugar tan asquerosamente sucio como ese.
La puerta estaba abierta, así que sabía que había estado tomando toda la noche y que probablemente lo encontraría en un estupor de imbecilidad como sólo él podía tener.
Estaba tirado en la cama y no había forma de saber si me estaba viendo o si estaba dormido, en su estado era casi lo mismo, pero por mera formalidad hablé:
—Señor Bartolomeo...
—mmm
Odiaba que lo llamara por su nombre; el gemido era claramente una señal de vigilia.
—Señor Bartolomeo Diego...
—mmnm...
Se revolvió en la cama y se cubrió la cabeza con la almohada. Aunque la luz apenas entraba por una persiana rota, podía imaginarme las sábanas sucias, duras de costras de semen seco. ¿Las putas se acercarían a este tipo, eran capaces de trabajar en estas condiciones infrahumanas?
—Señor BARTOLOMEO DIEGO BATTAGLIA...
—ptqtprióo...
—¡PUTA QUE TE ESTOY HABLANDO CARAJO! LEVANTATE DE AHÍ HIJO DE PUTA, LEVANTATE, LEVANTATE...
—...dejameee doorrmiiiir...
A veces hay que ponerse duro en mi trabajo, o si no no se obtienen resultados. Necesitaba una pequeña sacudida para ponerse atento, así que lo sacudí un poco; le puse un pie en el estómago hasta que empezó a escucharme un poco más. Estaba pálido, parecía que no había salido de su habitación en semanas.
—Sacame tu sucia pata, rati del culo —gimió.
—¿Vas a escucharme?
—Voy a vomitar...
No tenía razón para no creerle. Levanté el pie y se levantó como un resorte, de igual manera se balanceó al pararse, y salió corriendo al baño. Escuché los salpicones, al parecer no le embocó del todo al inodoro.
—¡Lavate la boca antes de volver, por favor!
Tiré sobre la cama la ropa acumulada en la única silla de la pieza y me senté a esperar. Tiró la cadena, abrió el grifo y se hizo unos buches en la pila del baño. Soltó aire por la boca con un sonido horrible, como si le doliera, y tosió. Cuando volvió y se me acercó lo pude ver un poco mejor, es decir, más nítidamente, porque de aspecto se veía realmente mal. La primera reacción que tuve fue la de pensar “¿cómo este tipo podría ayudar en algo, mucho menos en una investigación policial seria?”, pero el pensamiento no duró mucho; ya había cometido el error de pensarlo un par de veces antes y terminé por verme obligado a tragarme mi orgullo cuando me demostró todo lo contrario. A diferencia de lo que cualquier persona decente pudiese creer al verlo ese borracho asqueroso realmente podía pensar.
—¿Qué mierda querés? —dijo.
No había forma de que sintiese un poco de cariño por ese ser, ¿quién podría?
—Mirá vago de porquería, necesitás plata y yo necesito tu colaboración. Ahora se vienen las elecciones y el Estado está dispuesto a pagarle a cualquier vago hijo de puta con tal de conseguir lo que quiere, esta vez te toca a vos. ¿De qué vivís? ¿De dónde sacás la plata para pagarte todo ese alcohol?
—Le leo la borra a las viejas y ellas aprecian mi don.
Se me hacía el gracioso. No había nada más molesto que este borracho cuando se hacía el vivo. Lo único claro era que nos odiábamos mutuamente y que estaríamos mucho mejor si no tuviésemos que volver a vernos nunca más, por eso los dos estábamos un poco alterados por este inesperado reencuentro. Lo que menos necesitaba era su sarcasmo, pero nuestro roce tenía que mantenerse en eso, un simple roce; si chocábamos el muy hijo de puta podía cagarme de verdad. Aunque no me gustara tenía que hacerle caso a los de arriba y ellos me pidieron que consiga la ayuda de este tipo.
—Bueno, supongo que unas cuantas viejas con sus pensiones de mierda te pagan el alquiler y un poco de vino barato y cerveza, pero en esta porquería de barrio ¿cuánto le podés sacar a las viejas?
—Ey, no soy ambicioso, no quiero más de lo que gasto, soy una persona de bien, soy un monje vidente —el hijo de puta sonreía.
—Hace cuánto que no tomás whiskey.
Lo tenía agarrado, vi como los ojos le brillaban. El cerebro se le había activado, sabía que con la promesa del whiskey podía disponer de la habilidad de este borracho.
Sonrió un segundo y luego hizo esa mueca odiosa.
—¿Cómo está la secretaria? ¿Está cediendo, te está dando bola? —dijo, y las palabras me atravezaron como una daga de hielo. Sabía que era uno de sus estúpidos trucos, ¿pero cómo carajo hacía? Era verdad que estaba intentando agradarle a una secretaria del juzgado, donde me habían llevado mis asuntos últimamente, era imposible que él lo supiera, pero la impresión que causaba este borracho con sus afirmaciones le hacía a uno olvidar que no era sino un ejercicio de observación. También le hacía a uno pensar qué otras cosas podría estar viendo y no exteriorizaba. En esos momentos uno temblaba.
—¿Cómo...?
—Es bastante obvio. Tenés perfume, los tipos como vos no usan perfume, cuanto mucho se ponen colonia.
—Eso no explica nada.
—Eso dice que andás atrás de una mina, porque aunque todos los ratis son putos, algunos prefieren andar con mujeres.
—Puta tu hermana. ¿Y por qué decís secretaria?
—Al principio me tentó la idea de decir recepcionista, pero no muchas recepcionistas usan sellos.
—¿Sellos?
—Sí, la marca en tu codo izquierdo es tinta de un sello, sobre el cual te apoyaste accidentalmente al reclinarte sobre el escritorio en una pose ridícula de ganador, y uno creería que, siendo un policía, intentaste levantarte a la policía de la recepción de la comisaría, pero aunque la marca que dejó el sello es fraccionaria, es fácil reconocerlo como el que usa en el juzgado aquella secretaria rubia.
—¿Rubia? ¿Cómo sabés que es rubia?
—No lo sabía con certeza, era más bien una suposición, pero en los tipos sin clase como vos es bastante común y ahora sé que tengo razón. Igual es teñida.
—Ahí sí que estás mintiendo.
Empezó a reírse, se dio vuelta dramáticamente y después dijo:
—Se llama Franca, y ese es un nombre ridículo para una mujer teñida que se hace la difícil, aunque es obvio que está entregada.
Otra vez me había dejado helado.
—...
—Bueno, todo esto demuestra que como policía son un verdadero fracaso —me dijo—. No podés ni siquiera atrapar a un simple ladrón.
De uno de sus bolsillos sacó una tarjeta que agitó frente a mi cara. No entendía nada. Se la saqué de la mano y leí lo que tenía impreso. Era la tarjeta personal de la secretaria. No pude hacer nada más que echarme a reír.
—Otra vez caí en tus estúpidos trucos —dije—. ¿Cuándo me la sacaste?
—Cuando me sacudiste.
—¿Y todo eso de que es rubia teñida?
—En la misma manga que tenés la marca del sello tenés un pelo largo rubio de raíz oscura. Tan simple como eso.
Hizo una pausa y agregó:
—Quiero un verdadero whiskey, uno de esos de etiquetas de colores que valen lo que un sueldo tuyo.
—Vas a tenerlo, pero primero quiero algunos resultados.
—Me quedé sin vino y no puedo pensar así.
—Ok. Yo no almorcé todavía, vamos, te invito un vino y mientras escuchás lo que tengo que decirte.
—Ahora sí estás hablando.




Pedí una botella de tinto y unos tostados y jugo de naranja. Él estaba despatarrado en la silla de forma desvergonzada, pero yo no podía evitar sentirme incómodo al ser visto en su compañía.
—El borracho soy yo —dijo—, pero creo que el vino te vendría mejor a vos.
—Yo no tomo.
—A eso mismo me refiero. ¿Los policías sólo toman cocaína?
—No empecemos con la boludez, mejor callate.
—Vamos... Tratame bien si no querés que papi te rete.
—No me rompas las bolas, pelotudito, sabés muy bien que te puedo cagar a trompadas.
—¡Opa! Che, negro, ¿qué te anda pasando? Pensé que me querías...
—Sí, te quiero romper el orto.
—Ah, mi amor, todo tiene su precio, nadie mejor que vos para entenderlo.
Por suerte no tardó en llegar el mozo con nuestras cosas. Le llenó una copa de vino y por un par de segundos, mientras el alcohol le bajaba por la garganta, se mantuvo callado.
—Bueno, te cuento de qué se trata la cosa. —Abrí los tostados y les puse mayonesa.
—¿Va a ser muy larga la explicación? Esta botella no va a durar mucho.
—Dedicate a escuchar y tal vez te tomes una segunda.
—Okey.




jueves, diciembre 30, 2010

A través del arco iris

por. Facundo Ezequiel

Roberto cruzó la puerta con el paraguas goteando sobre el suelo y la cerró de un portazo.
—¡Marta! —gritó para llenar la casa con su voz diafragmática. Los miembros le temblaban involuntariamente mientras intentaba no inundar la casa.
—¡Marta! ¡Traé un trapo, por favor!
El “por favor” era un simple modo de decir, de ninguna forma él se arrojaba a deber “favores”, era más bien una orden velada, o un capricho acostumbrado.
Finalmente apareció Marta con un trapo de piso, agarró el paraguas y lo llevó a la bañera, donde lo dejaría gotear todo el agua. Roberto se limpió los pies en el trapo y se prendió un Marlboro en la cocina con el fuego de la hornalla que se mantenía encendido para calentar la casa.
Abrió la ventana para liberar el ambiente y se quedó mirando cómo caía la lluvia sobre la calle. Era uno de esos días raros en los que el sol está presente mientras llueve. Algunos podrían creerse el chiste de que dios llora de felicidad en esos días, pero Roberto se sentía igual de miserable que siempre, atraído por lo curioso del clima, pero miserable. Había visto mientras se acercaba por la avenida cómo un gran arco iris cruzaba uno de los edificios más altos, un edificio que tenía una gigantografía de una marca de ropa interior femenina, y eso le había parecido bastante cruel. Se vio obligado a pensar en su desgracia personal, soltó una bocanada de humo que ascendió lentamente hasta acercarse a la ventana y se apuró afuera hasta desaparecer.
Marta apareció otra vez y él ya sabía que le iba a reprochar el hecho de haber prendido aquel mísero cigarrillo que llenaba la casa de olor y que le hacía mal a él y le arruinaba la salud a los chicos y a ella. Pero Marta no dijo nada, abrió un cajón, tomó algo y volvió a salir de la cocina en un instante.
Roberto estiró el brazo fuera de la ventana para dejar que el agua apagase la colilla y después lo tiró en el tacho de la basura. Dudó un segundo en cerrar la ventana, tenía frío, pero el aire fresco y el sonido del agua aquietaban su mente. Le parecía haber oído en algún lado que el sonido del agua ayudaba a penetrar en aquel estado de estulta dormitación que los monjes se atrevían a llamar meditación. De ninguna manera sentía que estaba cerca de la iluminación (sin contar la lámpara de bajo consumo que colgaba del techo), ni tenía la menor intención de convertirse en un gordo pelado y asceta, aunque la gran mayoría de los hombres de más de 50 parecían tender a ello.
La última vez que se había tomado una hora o más para concentrarse en un problema en particular fue la vez en la que la rejilla del baño había empezado a desbordar de mierda, y esa experiencia no tenía nada de espiritual. Había pasado diez minutos corriendo cosas para que no las alcanzara la marea mierdosa y el resto del tiempo buscando un plomero lo suficientemente valiente como para afrontar el problema. De eso hacían unos siete años y todavía recordaba lo estresado que había terminado después de las primeras negativas de los “ofiociosos”.
Ahora nada podía ser tan estresante, ya no le preocupaba mucho la mierda, ni los problemas de asma, ni que los pibes lo vieran ceñido a una botella de vino, sonriente. Se sentía un poco abstraído de la vida vulgar que lo rodeaba. Funcionaba de forma autómata, como si las enseñanzas de su padre fuesen órdenes en su cuerpo robótico. Tenía la mujer, los hijos, la casa, el trabajo, el auto, vacaciones ocasionales, una religión, un seguro de vida, obra social. Ninguna razón para sentirse melancólico. Pero no podía evitarlo.
Cerró la ventana, los arco iris no le hacían bien.
Por un momento pensó que hacerle el amor a su mujer le haría sentirse mejor, pero la idea lo horrorizaba. Fue al baño y cerró la puerta. Se paró ante el espejo y se desnudó. A su derecha el paraguas abierto goteaba a un ritmo constante en la bañera.
El timbre sonó y Marta se apresuró a atender la puerta. Era el vecino de enfrente, un tipo bastante atractivo, unos diez años más joven que Roberto, un poco más alto y más elegante. Tenía pinta de actor y a Marta, en la intimidad, le gustaba llamarlo Bebi, por su parecido con Rodolfo Bebán, un parecido agarrado de los pelos pero cuya fantasía era imposible de discutir y la cual era alimentada por ambos pues era una excusa para iniciar los derroches venéreos.
Marta y Bebi eran amantes desde hacía seis meses cuando empezaron a cruzarse demasiado seguido luego de que ella dejara a los chicos en la escuela. Bebi tenía un estudio cercano al colegio y sabía tomarse los descansos a la hora justa para cruzarse con Marta. Poco a poco sus encuentros, que comenzaron como simples saludos al pasar, se fueron dilatando y ella empezó a caer en los encantos de Bebi. Esto no era en absoluto obra del destino sino más bien una resolución moral del mismo Bebi que decidió que era una desgracia dejar que la belleza de esta mujer se desvaneciera sin pulirla un poco para hacerla brillar por última vez. Mientras tanto Marta accedía con gusto a ser pulida, lustrada, restregada y encerada, sin ganas de enterarse de que Bebi podría cansarse en cualquier momento de esta resolución estética.
—¡Bebi! ¿Qué hacés acá? Roberto está acá, en el baño...
—¿Y qué? Vine a pedirte un poco de azúcar, algo de miel... ¿está mal?
—Ay, Bebi, no, acá no, no con mi marido en la casa.
—Cruzate. Vamos.
—Esperá... bueno, cinco minutos.
Roberto no podía saber con exactitud que su mujer, en aquel momento, estaba escabulléndose con su vecino de enfrente, pero estaba demasiado concentrado como para preocuparse, aunque la idea se le cruzó un momento por la cabeza y empezó a tomar forma; para entonces se sentía bastante estúpido, es decir, ahí estaba, desnudo, un hombre de 52 años, imaginándose a su mujer con otro hombre más joven, masturbándose ante el espejo sin siquiera poder terminar lo que había empezado. Quizás lo que necesitaba él mismo fuese una mujer más joven, una de carne firme, quizá una estudiante de colegio religioso, una chica de 17 años. Para un hombre de 52 años eso debía ser una inyección de vida. La idea lo volvió a calentar, se imaginó levantándole la pollera a una chica, tocándola por sobre la bombacha, sintiendo la cálida humedad, los gemidos disimulados, porque él era el profesor y ella su alumna y estaban en clase, él le explicaba álgebra mientras el resto de los estudiantes estaban metidos en sus libros, sus dedos iban encontrando su camino.
—¡Te quiero adentro ya, Bebi!
A Bebi le pareció un tanto ridículo el énfasis que Marta le indujo a sus palabras, la primer señal evidente de arrepentimiento le golpeó la cabeza como un balde de agua fría. ¿Para qué había demostrado tanto interés en esta vieja? Empezó a pensar cómo iba a deshacerse de ella. Pero primero necesitaba una erección decente.
—Con la boca, Marta, dale.
Bebi necesitaba un poco de tiempo y ayuda para lograr que su imaginación hiciera el resto del trabajo. Mientras miraba a esta señora, ansiosa, desabrochándole torpemente el pantalón, empezó a hacer un listado mental de actrices. No le gustaban las argentinas, prefería las francesas, o las de Hollywood, que tarde o temprano eran todas las otras, como si esa ciudad californiana fuese un seleccionado internacional de culos y tetas.
Roberto se metió en la bañera, junto al paraguas, y abrió la ducha, se lavó solo con agua lo mejor que pudo, se secó y se volvió a poner la misma ropa. Cuando salió del baño su mujer no estaba. Miró el reloj de la cocina. Se sentía bastante frustrado, pero le parecía que podría ser una buena idea: caminaría un poco, bombearía la sangre hacia las extremidades, quién sabe. Se sentó a esperar que Marta llegase. ¿Adónde había ido?
Las francesas, por alguna razón no estaban funcionando, así que pasó a las norteamericanas. Julia Roberts... no. Sigourney Weaver... no. Scarlett Johanson... no, demasiado joven. Sharon Stone... no. Demi Moore... no. ¡Ah, sí! Ahora se acordaba, la de las películas raras de este director incomprensible, la de Jurassic Park..., sí... ¿cómo se llamaba? Dern era el apellido, pero cómo se llamaba... incluso se parece, bastante, eso era algo que me había llamado la atención en un principio. Dale, seguí así, sí, sí, sí, ya me acuerdo:
—¡L-Laura!
Marta esperó, para no provocar derramamientos indeseados, y lentamente y en silencio fue al baño. Bebi la escuchó escupir y hacer correr el agua.
Roberto se había prendido otro cigarrillo e imaginaba que quizá no tendría que pensar tanto en su problema, de todas formas le haría bien relacionarse con sus hijos.
Marta cruzó la puerta.
—¡Puf! ¡Qué olor! ¡Roberto, te dije mil veces que no prendas esa mierda acá dentro! ¿Nos querés matar a todos?
Roberto aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Qué olor...
—Che, Marta.
—¿Qué querés?
—Hoy voy a buscar yo a los chicos, ¿te parece?
—Sí... era hora, eh.
Roberto no dijo nada, no estaba de humor para pelear; de haberle seguido la corriente tendría que haberle encajado un buen revés.
Afuera había dejado de llover. Era un día extraño, era lo único que lo alentaba a seguir caminando. Cuando estuvo cerca una afluencia de párvulos, preadolescentes, adolescentes, chicos y chicas de todas las edades, uniformados, lo rodearon y lo sacaron de sus cavilaciones. Se paró en la vereda de enfrente, lejos del cúmulo de padres que bloqueaba los portones del colegio. Recordó algo que había leído sobre el hombre-masa y pensó cuánto le disgustaban las reuniones sociales de todo tipo.
Una primer ola de chicos adolescentes se apresuró fuera del edificio como si tuviesen sus mochilas en llamas. Los chicos parecían torpes y estúpidos, y las chicas tenían unas finas piernas al descubierto, algunas ya evidenciaban una despampanante belleza, de esas que hacen mal a quienes observan. Prendió un cigarrillo y se disponía a guardar el paquete en el bolsillo cuando una voz lo interrumpió:
—¿Me darías fuego?
Automáticamente él respondió “seguro,” pero cuando miró a quién le pedía vio a una nena de no más de 15 años. De todas formas le acercó el fuego al cigarrillo que sostenía entre los labios. La chica apoyó sus manos sobre las de él, haciendo de parapeto contra el insustancial viento que amenazaba la llama. Tenía las manos delicadas, suaves y algo húmedas. Los dos soltaron bocanadas de humo y se miraron.
—¿No sos muy joven para fumar? —preguntó sin mucha emoción, Roberto.
—¿A vos te parece?
Roberto hizo silencio por un segundo y después contestó:
—Supongo que no, pero ¿no se supone que uno cuestione estas cosas después de cierta edad?
—No sé, apenas tengo 15 años —dijo la chica, y se rió. Roberto le sonrió y la miró bien por primera vez. Tenía el pelo castaño y le caía sobre los hombros con cierta gracia. Era menuda pero bien proporcionada, de tez muy blanca y pecas que le daban un aspecto entre aniñado y suspicaz. Sus ojos eran los de cualquier muchachita adolescente, quizás lo que le llamaba la atención era el delineador negro; por alguna razón eso lo hizo sentir culpable. Sin embargo, lo que hizo que se inclinara, feliz y avergonzado, fue la forma de su boca. Tenía labios muy finos, casi invisibles, pero era una boca obscenamente felina.
Ella se dio cuenta y se mordió el labio inferior, sosteniendo una leve sonrisa. Se miraron a los ojos en silencio durante un segundo que a él se le antojó eterno.
—Disculpame —dijo Roberto, intentando disimular el incipiente bulto en sus pantalones—, pero me voy a sentar un segundo acá —. Y se sentó en un escalón en el umbral de una casa.
—¿Vas a venir, mañana? —dijo ella.
—¿Perdón? —preguntó Roberto, creyendo haber escuchado mal. La chica se inclinó hacia delante y le repitió junto a su cara:
—¿Vas a venir, mañana?
Le iba a quedar una mancha en el pantalón. Intentó respirar normalmente y contestó:
—Creo que sí.
La chica le puso la mano en el muslo y lentamente la deslizó fuera mientras se daba la vuelta y se iba. Roberto suspiró. Se levantó y alzó el cuello para intentar alcanzar ver a sus hijos. Ahí estaban. Les hizo unas señas con los brazos en alto. Los chicos miraron hacia ambos lados y cruzaron la calle corriendo. Se le colgaron del cuello con grandes sonrisas.
—Denme las mochilas —dijo, y aprovechó la excusa de aliviarles la carga para cubrir la mancha húmeda en el pantalón.
—¿Por qué no vino mamá? —preguntó Francisco, que era el más chico por apenas unos minutos.
—Tenía ganas de venir yo, y mamá tenía cosas que hacer.
Caminaron unos pasos y Roberto intentó no sonar demasiado ansioso.
—¿Les gustaría que los empiece a venir a buscar yo, desde ahora?
A los chicos se les encendieron los ojos.
—¡Sí, pa! —¡Sí, estaría buenísimo!
—Bueno, pero vamos a tener que convencer a mamá, ¿sí?
—¡Sí! —aullaron los dos hermanos al unísono.
Roberto le dio la última pitada a su cigarrillo y lo tiró a un charco donde seseó y se apagó, despidiendo una leve voluta de humo azul. La corriente turbia se llevó la colilla lentamente mientras manchas tornasoladas de aceite se arremolinaban en torno a ella rumbo a las entrañas de la ciudad.

lunes, noviembre 08, 2010

Violín

por. Facundo Ezequiel

Shostakovich miraba cómo la nenita le tiraba migajas de pan a las palomas, y cuando éstas bajaban de los árboles agitando las alas, la chiquita corría juguetonamente hacia ellas y las palomas volvían a elevarse con un nuevo loco aleteo y un agradable plac-plac que parecía embelesar a la jovencita.
Shostakovich se acomodó en el banco de granito para ver mejor las rellenas y pálidas piernitas que se movían torpemente y quedaban completamente al descubierto cada vez que la nenita pegaba un salto. Se levantó con un suspiro y caminó hasta el puesto de un viejo que vendía gaseosas, chupetines, algodón de azúcar y maíz. Miró unos instantes las cosas que ofrecía el viejo y finalmente decidió comprar dos bolsas de maíz y un pirulín; esos chupetines en forma de cono, que terminaban en una punta filosa y pinchaban la lengua, que recordaba de su propia niñez como algo que más tarde aprendió a llamar de una forma complicada, una palabra que no se acordaba del todo en ese momento pero que quería decir que le provocaba placer y rechazo al mismo tiempo; estaba seguro que había usado alguna vez la palabra, pero empezaba a dudar si realmente existía.
Le pagó al viejo y abrió una de las bolsitas de papel. Agarró un puñado de granos y los tiró con fuerza hacia delante, a espaldas de la nenita. Los pájaros la pasaron de largo y fueron en busca del maíz. Shostakovich corrió a las palomas y vio a la nena que ahora lo miraba con una mano en la boca con un gesto tan infantil como poco higiénico. En la otra mano la nena sostenía medio mendrugo de pan, casi completamente vaciado de miga. Shostakovich se acercó un poco más.
—Les gusta más el maíz —dijo Shostakovich, tomando otro puñado de la bolsita de papel. Tiró el puñado cerca de la muchachita. Las palomas advirtieron inmediatamente la nueva ración de granos que bailaba brillantemente como una constelación sobre la piedra de la plaza y bajaron mecánicamente, agitando otra vez sus alas de rata.
La nena enloqueció de placer con la nueva oportunidad de hostigar a la hambrienta plaga. Corrió dos vueltas alrededor de los granos hasta que logró echar a todas las palomas que querían hacerse con un grano.
Shostakovich sentía que se le llenaba el corazón de dicha. Abrió la segunda bolsa y echó una mirada dentro: estaba igualmente llena de granos de maíz. Volvió a cerrar la bolsa y se la extendió a la chiquita con una gran sonrisa. La nena no dijo una palabra sino que, con una párvula desfachatez, arrebató la bolsa de la mano de Shostakovich, soltó el pan que tenía, tomó un puñado de granos y los arrojó torpemente hacia arriba, haciendo llover el maíz sobre su cabeza. Las palomas enloquecieron y volvieron a revolotear, algunas chocaron contra la chiquita, intentando rescatar algún grano que se había quedado atrapado en su blonda cabellera.
La nena se asustó y tropezó. Shostakovich se apuró a auxiliar a la niña que ya había empezado a desfigurar su rostro en un amague de llanto.
—¡No llores, no llores! Son malas las palomas, ¿eh? —. La tomó por los bracitos y le ayudó a pararse. Sacó de su bolsillo el pirulín que había comprado hacía unos instantes y lo agitó ante los ojos humedecidos de la chiquita; su boca, en incipiente puchero, poco a poco se desdibujó; empezó a emerger una sonrisa. Con falsa timidez la nena tomó el chupetín y quitó la película plástica que lo cubría.
—Gracias —dijo, con una vocecita de azúcar y se llevó el chupetín a la boca.
Shostakovich sonrió.
—¡Oh, mirá cómo te ensuciaron el vestidito estos bichos de porquería! —dijo Shostakovich, señalando la tierra que ensuciaba la parte posterior del vestido rojo floreado.
La nena hizo una extraña contorsión y frunció el seño.
—No te preocupes, yo te limpio.
Shostakovich empezó a sacudir el polvo del pequeño vestido, sintiéndose feliz de poder ser útil, pero algo turbado al sentir la blanda carne bajo el algodón. El ritmo de su respiración aumentaba mientras se demoraba con un impúdico perfeccionismo en una tierra que parecía que no saldría nunca.
—No sale —tartamudeó.
—No importa —dijo ella—. Corré a las palomas.
—¿Querés que corra a las palomas?
—Sí. Yo te miro. Me siento acá, como el chupetín y miro.
—¿Querés que mate a las palomas?
—Pisalas.
—Son malas las palomas, ¿no?
—Son tontas... Y me tiraron.
—Sí, son palomas tontas.
La nena se sentó en uno de los bancos de granito, agitando las piernas hacia delante y hacia atrás. Estaba contenta. Shostakovich sonrió mientras veía a la nena lamiendo el chupetín alegremente, balanceándose al ritmo de su felicidad. Tomó un puñado más de maíz y esperó a que bajaran las palomas. Una vez que parecían confiadas, picoteando acá y allá, Shostakovich corrió con todas sus fuerzas y se abalanzó hacia el grupo de palomas. Cuando empezaron a levantar vuelo Shostakovich lanzó una brutal patada al vacío.
Una paloma se agitaba en el suelo. Shostakovich miró, sorprendido de haber logrado alcanzar a una de las palomas. Miró a la nena con una interrogante en la cara. La nena dejó de chupar el pirulín y gritó:
—¡PISALA!
—¿Segura?
—¡Sí, Pisaalaaa!
Shostakovich se acercó a la paloma lentamente, un poco asustado. Cuando ya estuvo junto al pájaro levantó rígidamente una pierna sobre el bicho y se tapó los oídos. Miró a otro lado y dejó caer la pierna con fuerza. Cuando se destapó los oídos escuchó la carcajada de la nena. Volvió la mirada hacia donde esperaba encontrar una sangrienta masa de carne y huesos, pero la paloma seguía agitándose, un poco más allá.
—¡Le erraste, tonto!
—Parece que sí... Ya la voy a agarrar.
Shostakovich fue por un segundo intento. Repitió el proceso, pero esta vez notó una diferencia. Al bajar la pierna sintió bajo su pie como si estallara un globo lleno de agua. Apenas se animó a ver. Era algo asqueroso, y esa cosa todavía parecía mover una pata, ¿o era parte de la cabeza? Seguro era un acto reflejo de los músculos. La paloma había sido pisada.
La nena saltaba de alegría en su asiento.
—¡PAF, hizo, PAF!
—¿Estás contenta?
—Sí, gracias, sos el mejor. ¿Cómo te llamás?
—Me llamo Vladimir, pero me podés decir Vladi.
—¿Vadi? Es un nombre raro.
—Es Vladi, pero me podés llamar como quieras.
—¡Vadi Palomi! ¿A que te llamás Vadi Palomi?
—¡Ja, ja, ja! Vadi Palomi está bien... ¿Y vos, cómo te llamás?
—Lucy.
—Lucy... es un nombre hermoso. Como Lucy en el cielo con diamantes.
—¿Para qué en el cielo? Ahí están todas esas palomas. ¡Puaj!
—Ja, ja, es verdad, mejor es estar acá... juntos, ¿no?
—Sí, ¡y pisar palomas!
—Y pisar palomas...
Shostakovich se quedó mirando a la pequeña Lucy mientras continuaba lamiendo el chupetín.
—Lucy, ¿te gusta el pirulín?
—Mm... me encanta.
—¿Te gusta mucho?
—Sí.
—¿Cuánto? ¿Hasta la luna?
—Pasando la luna, ida y vuelta.
—¡Qué bueno! ¿Sabés una cosa?
—¿Qué?
—No le digas a nadie, pero yo tengo un pirulín especial.
—¿Lo tenés acá?
—Lo tengo guardado, no te lo puedo dar acá.
—¿Por qué es especial? ¿Qué tiene?
—Es un millón de veces más rico que ese que comés ahora.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Me lo vas a dar, Vadi Palomi?
—Sí, Lucy, a vos y solo a vos, pero no se lo podés decir a nadie. ¿Realmente lo querés?
—¡SI!
—Entonces tenés que venir conmigo.
Shostakovich le extendió la mano y Lucy la tomó, y se deslizó fuera del banco de granito, canturreando:
—Vaaadi Palooomi Piruuuli...

Levitación

por. Facundo Ezequiel

Fui a comprar unos discos, algo de Bowie, algo de Billie Holiday, muy feliz porque por fin tenía algo de plata como para comprar un poco más que fósforos y alcohol (una forma barata de inmolarse, que estaba considerando). Así que con una alegría bien escondida me acerqué al mostrador: los discos en una mano y la otra mano metiéndose como una rata en el bolsillo (una chica una vez me dijo que donde la rata puede meter la cabeza, entra toda; cómo esta chica sabía esto escapa mis pensamientos más inocentes); lo que quería decir es que tenía el brazo metido hasta el codo en el bolsillo y no había rastro de un maldito billete; casi me rascaba el tobillo y nada de nada, ni una moneda, ni una pelusita; fue entonces que muy astutamente me di cuenta de que tenía un agujero en el bolsillo, es decir, ADEMÁS del obvio agujero que nos permite acceder a las pertenecias que guardamos e introducimos por el previamente mencionado y redundante agujero: tenía un agujero y había perdido la guita.
La mujer de la caja me miraba con la mirada agnóstica de todos los que laburan 12hs diarias y yo le sonreía nervioso.
“¿Tarjeta o efectivo?,” escuché una voz que me preguntaba.
Miré a ver si había otra persona detrás de la cajera que me estuviese hablando, porque no la había visto mover los labios, pero esta chica era muy flaca, era un junco: hubiese sido imposible. Volví a meter el brazo en el bolsillo. Aproveché para arrancar un pelo de la pierna que tenía encarnado, pero otra vez esa voz que NO venía de la boca de la cajera, habló:
“¿Por $5 más quiere llevar los éxitos de Sandro?”
Y no había movido un músculo: era la mejor ventrílocua, o la mejor mentalista.
“¡Me estás jodiendo!,” exclamé, “. ¿Cómo lo hacés? No movés la boca, nada... ¿Cómo mierda hacés?”
“¿Disculpe?”
“¡Ahí! ¡Lo estás haciendo de nuevo!”
“¿Eso? Perdón, a veces me olvido y asusto a la gente.”
“¿Cómo lo hacés?”
“Es difícil de explicar, estudié diez años con Sai Baba; pero esto no es nada... deberías verme levitar.”
“Quizás debería,” dije.
“Mirá, eh.”
Cerró los ojos y por un segundo me pareció que me tomaba el pelo.
“Te estás poniendo de puntitas,” dije, riéndome. Pero ella no dijo nada y continuó elevándose, hasta que no me quedó ninguna duda; es decir: cualquiera levita unos centímetros del suelo, pero esta mujer ya estaba por chocarse la cabeza contra el techo.
“¿Qué te parece?,” me dijo, mirándome desde arriba.
“Increíble... ¿Qué hacés trabajando acá? Con una habilidad como ésa podrías hacerte millonaria...”
“Con Sai Baba aprendí que uno no debe aspirar a los bienes materiales.”
“Nunca querría aspirar una heladera,” dije jodiendo, pero ignoró mi comentario, y comenzó a bajar lentamente, hasta que otra vez tocó el suelo con los pies.
“¿Estás bien?,” pregunté.
Se la veía agitada.
“Sí, es que hace mucho que no levito tanto, y cansa...”
“Solo me lo puedo imaginar.”
Nos quedamos en silencio, mirándonos. Me acordé de que no tenía plata y los discos estaban sobre el mostrador.
“Mirá,” dije, “... en realidad no voy a comprar estos discos.”
“¿No? ¿Te asusté? ¡Perdón, por favor, no le digas a mi jefe, que ya es la segunda vez en el mes, me van a echar!”
“No, tranquila, nada que ver, todo lo contrario, me gustó mucho el truco de la voz, y verte levitar fue... fabuloso; es decir: nunca vi a nadie levitar así, me pareció hermoso... lo que quiero decir es que la única razón por la cual iba a comprar los discos era para hablar con vos, así que...”
“En serio.”
“Absolutamente.”
Ella se sonrojó, sonrió, intercambiamos teléfonos y le dije que la iba a llamar esa misma noche.
Me fui con los discos y un par de ideas útiles para el asunto de la levitación. Hice un bollo con su número de teléfono y me lo metí en el bolsillo. Ya podía ver mi primer millón, mientras caminaba de vuelta a la pensión.

miércoles, octubre 06, 2010

El guitarrista virtuoso

por. Facundo Ezequiel

Estaba terminando de escribir una carta cuando mi amigo me llamó:
—Mi profesor de guitarra va a tocar esta noche —dijo, desde el otro lado de la línea.
—Mirá vos, ¿y qué toca? —pregunté, no muy interesado.
—¿Además de la guitarra?
—Sí, además de la guitarra..., quiero decir, qué música toca.
—El tipo se toca todo, es re zarpado, el otro día, en la clase tocó una obra de Bach y casi me caigo de culo; si lo ves no lo podés creer. Pero no toca solo clásico, yo lo vi con su banda de rock y cuando tocó un par de temas de Maiden sacaba chispas; el tipo tiene algo que no te puedo explicar, tenés que venir a verlo hoy.
—¿Te parece?
—Sí, dale.
—Bueno.
Terminamos nuestra conversación y arreglamos encontrarnos en un lugar en el centro a cierta hora; tenía unos veinte minutos antes de salir. Terminé de escribir la carta, fui al baño, me puse algo de ropa encima, agarré mis cosas y salí.
Cuando llegué al lugar encontré a mi amigo en la puerta, esperando junto a su chica, una rubia de nombre de planta, y un tipo de pelo largo y rulos, encajado en un pantalón de cuero dos talles demasiado chico.
—¡Iannu! —gritó mi amigo cuando me vio acercarme.
Lo saludé con mi típica falta de entusiasmo y él me presentó a su amigo:
—Este es Facundo —le dijo al tipo, mientras me ponía una mano en el hombro—. Es groso, ya vas a ver. Facundo —me dijo ahora a mí—, este es Cristian; es el mejor guitarrista.
Nos dimos la mano y después saludé a la novia de mi amigo con un beso hipócrita o una frotada de mejillas; tenía puesto un perfume que me violó las fosas nasales y se me clavó justo atrás de los ojos.
La situación realmente me estaba matando el ánimo, después de tantas noches de salir solo estaba cansado de conocer mujeres de otros hombres y hombres demasiado estúpidos como para que me admiren por mi falta de entusiasmo en ellos. Todo atentaba contra mi ego y mi estima por la humanidad.
El guitarrista dijo algo que no escuché; yo miraba detrás de la cabeza de mi amigo cómo un grupo de tipos de camperas de cuero vociferaban mientras vaciaban una botella de cerveza. Los mejores momentos de mi vida se sentían como malas películas, y aunque pensé eso, ni siquiera estaba pasando un buen momento; era como ver un documental sobre la vida de Perón mientras un hombre encapuchado te clavaba agujas entre las uñas de las manos. No muy divertido.
—¿Qué te parece? ¿Entramos? —me preguntó mi amigo—. Cristian tiene que terminar de arreglar el sonido, pero mientras podemos tomarnos una cervecita.
—Dale.
Mi amigo atravezó la puerta de la mano de su chica, yo eché una mirada hacia la calle y después los seguí. El patova de la puerta me miró y con un gesto me dijo:
—Son diez pesos. Pagá adentro.
Yo no dije nada y me metí.
El lugar estaba oscuro, busqué a mi amigo, pero no lo vi por ninguna parte, aunque, después de todo, no había mucho que quisiera ver en ese antro.
Una vocecita me llegó desde abajo:
—Son diez pesos.
Miré. Había una mujer sentada en una mesa con un talonario de rifas y una caja de zapatos.
—No, mi amigo acaba de entrar, yo estoy con el guitarrista, el tipo de pantalones ajustados —dije.
—Si querés pasar a buscar a tu amigo son diez pesos.
—¿No puedo pasar un segundo a buscarlo? Es un segundo, estoy seguro que lo encuentro y arreglamos todo...
—Diez pesos.
Sentía que la conversación no llegaba a ninguna parte. Yo era muy fácil con la gente; no es que me engañaran con facilidad, simplemente me ganaban por cansancio; lidiar con los intentos subnormales de estafa me causaban un grado de vergüenza ajena tan incómodo que terminaban por sacarme cualquier cosa que quisieran. Así es como tenía una tele que nunca miraba, una multiprocesadora que nunca multiprocesó y un seguro de vida que nunca iba a cobrar.
Saqué mi único billete del pantalón y se lo entregué de mala gana.
La tipa cortó un número para mí con una firma en rojo en la parte de atrás y me dejaron pasar.
Apenas hice unos pasos pude ver la mesa en la que estaba mi amigo con su novia. Una mesera estaba parada junto a ellos, tomándoles el pedido.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó mi amigo.
—La tipa de la puerta me acaba de robar diez pesos.
—¿Por qué no me dijiste? Si entramos gratis; Cristian nos hizo pasar.
—No me sirve de consuelo que me digas esto ahora.
La mesera, que en algún momento se había ido, volvió con una Corona que plantó en medio de la mesa y destapó. A cada uno nos puso un vaso delante y después se fue.
Agarré la botella y llené los vasos intentando no generar espuma. Lo hice bastante bien. Vacié mi vaso de un trago.
—¡Epa! —dijo mi amigo—. Qué dure un poco, ¿no?
—No pasa nada, ahora nos pedimos otra —dijo la novia mientras le sobaba sonriente el muslo.
—Se... pedite otra —dije yo, llenando mi vaso nuevamente.
Mi amigo miró a su novia, esperando algún tipo de aprobación, después llamó a la mesera y le encargó otra cerveza.
El guitarrista se acercó a nuestra mesa y comentó:
—Al final no vamos a hacer la prueba de sonido; lo arreglamos sobre la marcha; ya fue, si no, se hace demasiado tarde.
—Tomate un trago —dije, alzando el vaso.
—Uh, no sé, no, le saco un traguito al muchacho, nomás... No me gusta tomar antes de tocar: me pongo lento —dijo y le tomó un trago del vaso de mi amigo. Se dio la vuelta hacia donde estaba la consola de sonido, le dijo algo al sonidista y encaminó hacia el escenario.
—¿Estamos? —dijo al microfono.
El tipo del sonido dio el OK.
Sacó la guitarra del soporte y se pasó la correa por detrás del cuello, bajó los brazos y la guitarra quedó firme sobre sus hombros. Parecía una especie de guerrero bárbaro, con su arma cargada y lista para disparar. Todos estábamos entusiasmados, esperando ver la clase de milagro que desataría con semejante máquina.
Empezó a puntear las cuerdas de acero con los dedos. Mientras su cuerpo se adaptaba a su nueva monstruosa forma, se contorsionaba de extrañas maneras, su cara gestualizaba ridículamente; realizaba arpegios que, poco a poco, florecían como jardines; campanas sonaban con una intensidad religiosa. No era sólo la cerveza; desplegaba acordes con tal seguridad, fuerza y belleza que en poco tiempo gran parte de la concurrencia estaba dispuesta a tapar con gritos de emoción su sonido.
Se notaba que se le dificultaba escucharse a sí mismo; empezaba a pulsar las cuerdas con más fuerza, machacaba casi como un tren, ganaba, segundo tras segundo, en velocidad. Le hizo una seña al sonidista para que suba el volumen, pero por alguna razón nunca parecía ser suficiente; se podía ver cómo saltaban los fragmentos de uñas rotas de sus dedos; apretaba los dientes, se lo podía sentir llegar al límite de su cuerpo. En cualquier momento yo estaba dispuesto a ver su espíritu flotando sobre nuestras cabezas, esa era la impresión que causaba.
Corrí la vista hacia la botella y me serví otro trago. Miré a mi amigo: tenía una mirada muy extraña, la rubia estaba inclinada sobre él con una expresión nerviosa y se sacudía un poco. Me serví otra vez, envidiando la suerte de mi amigo, despreocupado, disfrutando de un show de guitarra y siendo masturbado bajo la mesa con un vaso de cerveza lleno delante suyo. Solo esperaba que no acabe sobre mí.
Miré a mi izquierda y casi incrusto la nariz en el perfecto culo de la mesera, que se había inclinado para pasarle el trapo a una mesa. Deseé tener encima un par de cervezas más para animarme a hacer lo que tenía ganas de hacer. Me serví el último vaso de la botella.
Volví a mirar al escenario. El tipo se estaba derritiendo. Chorros de agua le caían por la cara, le empapaban la ropa. Cuando se movía bruscamente, para pasar de una nota grave a una aguda, del pelo saltaban miles de partículas de sudor en todas las direcciones, rutilantes como diamantes bajo la luz del escenario; era como ver una película de Rocky.
Todos estábamos tan ensimismados por el extraño efecto envolvente que este hombre había causado en nosotros, tanto que, cuando una nota mala y una puteada nos sacó del trance, ninguno entendía muy bien lo que estaba pasando.
El tipo se había llevado las manos a la cara y se encorvaba hacia delante; el pelo le cubría la cara y no se podía ver si estaba actuando o qué había pasado. El técnico de sonido dejó la consola y se acercó; tratando de tranquilizarlo le sacó una mano de la cara, entonces exclamó:
—¡DIOS!... Es el ojo, es el ojo. ¡Llamen a una ambulancia!
Mi amigo se levantó de un salto y se acercó unos pasos. Algo le hizo retroceder. Disimuladamente se subió la bragueta. Volvió a mirar al guitarrista que estaba empapado en sangre y después volvió a la mesa.
—Che, lo voy a llevar al hospital, tengo que llevarlo —dijo.
—Está bien.
—Te acompaño —dijo la novia y empezó a agarrar camperas y cartera.
—¿Venís? —me preguntó mi amigo.
—No, gracias, yo me quedo un rato acá...
Finalmente se acercó al guitarrista y junto al tipo del sonido lo llevaron agarrado por los sobacos hacia fuera, seguidos por la rubia.
La guitarra había quedado junto al parlante y poco a poco comenzó a elevarse una aguda montaña de acople. La gente apretaba los dientes.
—¡Eh, que alguien corte el sonido, la puta madre! —gritó un tipo desde atrás; se había parado y parecía dispuesto a romper todos los equipos.
La mesera se acercó a la consola y empezó a tocar nerviosamente todas las perillas, sin ningún resultado. La aguja blanca seguía clavándose en los tímpanos. El tipo de la barra, viendo que el ambiente se estaba poniendo pesado, fue junto a la mesera y también se puso a tocar botoncitos, pero nada.
El tipo que había estado gritando se abalanzó hacia el escenario y desenchufó el cable de la guitarra. Y mientras volvía a su mesa, aplaudido por algunos borrachos que estaban riéndose de la situación, el tipo dijo en una voz bien argenta:
—¿TAN DIFÍCIL ERA, TAN DIFÍCIL? ¿CÓMO MIERDA HACEN PARA QUE FUNCIONE ESTE LUGAR SI NO SABEN DESENCHUFAR UN PUTO CABLE?
Los empleados murmuraron y volvieron a sus trabajos.
Por fin un show valía lo que había pagado de entrada.
El guitarrista había tenido suerte: había un montón de guitarristas ciegos; con ojo o sin ojo podía seguir haciendo lo suyo, diferente hubiese sido si se le hubiera salido una mano, aunque me venían a la mente al menos un par de maneras más de rasgar una guitarra.
Vacié el vaso abandonado de mi amigo. Le hice una seña a la mesera: otra ronda. Me sonrió, pero ¿cuánto le duraría la amabilidad cuando descubriese que un show era lo único que podía pagar? La gente se hace rica tan solo para tener una serie continua de vacuas amabilidades. Yo era pobre otra vez. Después de un par de cervezas más, ¿cuánto duraría la amabilidad? Mientras tanto, había perdido la mano, aunque podía fingir un rato poniendo el muñón en el bolsillo. No me preocupaba, iba a disfrutar como rico, como en las películas; después de todo, hay más de una manera de rasgar una guitarra.

martes, junio 29, 2010

Una lectura sobre la mierda

por. Facundo Ezequiel

De alguna manera para mí inexplicable, luego de algunas incursiones durante ciertas clases en la universidad, a la cual asistía de forma esporádica y poco decidida, había logrado alcanzar una notable popularidad en el cuerpo estudiantil.
Un día estaba sentado en un bar frente al edificio de la universidad, disfrutando de un café y leyendo un libro de poemas de Dylan Thomas, cuando una hermosa pelirroja se me acerca y se para junto a mí. No estaba seguro de si la conocía de algún lado; había aprendido a olvidarme rápido de las mujeres hermosas.
Se quedó ahí parada, me estaba poniendo nervioso, no sabía si tenía que decir algo o qué, así que me quedé quieto con los ojos fijos en mi libro pero toda mi atención dirigida hacia la chica.
—Perdón —dijo al final—. Vos sos Balthazar Dahl, ¿no?
Levanté la vista para mirarla a los ojos. Hermosos ojos azules.
—Sí.
—Mi amiga va con vos a la clase de literatura alemana, se llama Luisa.
—Perdón, no creo acordarme.
—No te preocupes, no es una chica memorable, pero sí es inteligente. Me contó de vos.
—¿Ah, sí?
—Sí. Quiero conocerte.
—Acá estoy. No hay mucho más.
—No, digo... quiero “conocerte.”
—Está “bien”...
—¿Te parezco una chica memorable?
—Probablemente me acuerde de vos esta noche.
—¿No tengo las caderas muy anchas?
—Para nada..., es más, hacen juego con... bueno, con tu parte de arriba. Para mí estás muy bien.
—¿En serio?
—Muy en serio.
—¿No me vas a preguntar cómo me llamo?
—No veo que eso haga alguna diferencia. Ok, cómo te llamás.
—Vanessa, con doble “S”.
No tenía ningún comentario amable así que me callé.
—Invitame a tu casa —dijo ella.
—Vivo lejos, no tengo auto.
—Vamos a mi casa.
—¿Dónde vivís?
—Acá nomás, a unas cinco cuadras.
—¿Tenés plata?
—Algo.
—¿Podés comprar unas cervezas?
—Un par, sí. Tengo vino en casa.
—Buenísimo, vamos.
Me levanté y me fui, sin tiempo de pagar el café; tenía que acordarme de no volver a aparecer por ahí.
En el camino la agarré de la cintura y la acerqué para besarla. Tenía que agacharme un poco pero valía la pena. Ella se separó y me señaló un supermercado chino. Entramos y compramos algunas cervezas y un par de cajitas de preservativos.
Estábamos muy calientes. Apenas cruzamos la puerta del edificio en el que ella vivía empecé a meterle mano, podía sentir la cálida humedad entre sus piernas. Las botellas tintineaban una hermosa tonada. La fui besando y manoseando a lo largo del pasillo. Ella se liberó un momento para llamar al ascensor.
Empezamos antes, ella intentaba poner la llave en la cerradura, pero tenía el culo más hermoso que jamás hube visto y no pude aguantar. Le desabroché el pantalón y le bajé el cierre en un solo movimiento. Ella no podía o no quería embocar la llave. Le bajé poco a poco el jean para descubrir ese glorioso culo. No le saqué la bombacha, me excitaba más así, no sé, era una especie de morbo. Se la corrí a un lado y empecé a hacer fuerza para entrar. Ella gimió un poco de dolor y otro poco de calentura. Seguí empujando. Se había olvidado de la puerta y de la llave, aunque algo de lo que pasaba a mí me lo recordaba.
Era difícil metérsela, estaba bastante cerrada. La agarré de las caderas y con una mano la empujé un poco para que se incline hacia delante. Dejó caer las llaves y apoyó las manos en la puerta para no perder el equilibrio. Apenas había entrado la mitad de la cabeza y yo empezaba a transpirar. Empujé un poco más. No era fácil. Estaba haciendo tanta fuerza que empecé a tener miedo de partirme la pija; había escuchado unas historias horrorosas acerca de eso. Le encomendé mi suerte a dios e hice un último gran esfuerzo.
Escuché una especie de crujido. La puta madre, pensé, me rompí la pija. Pero finalmente estaba adentro. Empecé a bombear. No me dolía, es más, se sentía muy bien, así que me dediqué a lo mío. Le di unos quince saques frenéticos y cuando estaba a punto de acabar se la saqué rápido para enchastrarle los muslos y la espalda. Largué unos chorros infinitos, probablemente le había hecho un pegote hasta en las hermosas hebras cobrizas de su cabeza.
Suspiré triunfalmente. Un olor penetrante me llegó a la nariz, era asqueroso, como si alguien hubiese abierto la cloaca. No se podía ver muy bien, la luz del pasillo estaba apagada, era una de esas luces que se mantienen prendidas por unos segundos y uno tiene que correr a apretar el botoncito naranja. De pronto me doy cuenta de que Vanessa, con doble “S”, está llorando.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué llorás?
—¡No!... ¡Me muero! ¿Por qué? ¡Que vergüenza!
Parecía una loca, sollozaba y hablaba sola.
Me levanté el pantalón con una mano y fui a apretar el botoncito naranja.
—¡NO! ¡NO! ¡NO PRENDAS LA LUZ! ¡NO QUIERO QUE MIRES!
Tarde. Parecía el escenario de una película de terror. Mierda y sangre por todos lados, y semen, bastante semen.
—¡Me cagué!... No mires... por favor... —sollozaba.
Era horroroso, pero no podía imaginarme lo mal que debía sentirse ella, así que intenté ser todo lo amable que podía.
—Shh... no te preocupes, no es nada, es solo mierda, vamos a limpiarte, abramos la puerta y vamos a limpiarte...
La mandé a bañarse, para que se tranquilice, y le dije que yo me ocupaba de limpiar el resto. La mierda se me había metido hasta debajo de las uñas. ¿En qué momento había pasado esto? Tenía las marcas de los dedos en el pantalón y salpicones hasta en la camisa. Cerré la puerta del departamento y fui hasta la cocina a lavarme lo mejor que pude. Me eché detergente en las manos y restregué un largo rato. Parecía que la mierda no se iba más. Después me acordé de mi pija, la había metido ahí dentro y antes de enterarme de lo que había pasado la había vuelto a guardar. Me saqué los pantalones, la camisa y los calzoncillos, y los tiré a un lado. Empecé a sentir el olor penetrante otra vez. Me agarraron arcadas. Tenía pedacitos de caca pegados a mi verga como sanguijuelas de chocolate. Me tiré media botella de detergente encima y empecé a limpiarme.
Después de empezar la tercer enjuagada, escucho unos gritos que vienen del pasillo de afuera.
—¡OH, POR DIOS! ¿QUÉ ES ESTO? ¿QUIÉN PUDO HABER HECHO ESTO? ¡QUÉ HORROR, OH, DIOS! ¡QUÉ INMUNDICIA! ¿ESO ES SANGRE? ¿Y ESO? ¡QUÉ HORROR, QUÉ HORROR, ESE OLOR!
Cuando escuché que la persona se encerró en su departamento de un portazo, abrí la puerta y entré las cervezas, que con toda la conmoción me había olvidado de entrar. De nuevo me había ensuciado las manos al tocar el picaporte. Parecía que la mierda no se iba a ir más. Volví a la cocina a terminar de lavarme.
No sabía que hacer con mi ropa. Alguna vez me había cagado estando borracho, pero al menos era mi mierda, ¿qué se supone que haga uno con la mierda de otro? Busqué la pieza y en el armario algo que ponerme por el momento. Encontré una bata de seda. Me quedaba un poco chica y pensé que me vería un poco puto, pero me imaginé que si tenía que salir por cualquier cosa era mejor que andar desnudo o todo cagado.
Me acerqué a la puerta del baño a escuchar. El agua de la ducha había dejado de correr.
—¿Estás bien? —pregunté a través de la puerta.
—No quiero que me veas —respondió con voz llorosa.
Cuando una mujer no quiere ser vista es cuando uno debe mirarla, a veces se descubren cosas maravillosas. Abrí la puerta del baño y ahí la vi, sentada en el bidet, completamente desnuda, con su belleza pelirroja al descubierto. Sentí cómo se abría paso por entre los pliegues de seda de la bata una nueva erección.
Ella me miró con sus enormes ojos azules cansados de llorar. Y después miró mi entrepierna.
Se abalanzó como una fiera. Creo que era mayor su deseo de redención sexual que su verdadero deseo, pero se prendió como un pulpo con su boca a mi verga. Puso cara de asco, como si acabara de chupar un limón, y después escupió un hilo de baba en el suelo.
—¿Qué es ese gusto? Es horrible.
—Acabo de excavar un pozo de petróleo y quise limpiarme un poco, ¿viste? Ah, te aviso: creo que se te terminó el detergente...
Se quedó mirándome un segundo, analizando con ojos rutilantes mi pija roja de tanto restregar, y después volvió a lo suyo. Era buena. Demasiado buena. Parecía haber recuperado el ánimo y se mostraba muy entusiasmada. Le pedí que lo hiciera con la mano y cuando estuve a punto de acabar le pedí que lo hiciera otra vez con la boca, y entonces, antes de que me aprisionara otra vez con su increíble ventosa, sin avisar, solté mi carga en su cara, en su boca, en su pelo, en sus brazos, en sus tetas, por todo el suelo. ¿Por qué era tan excitante ver a una mujer cubierta de semen? Particularmente mujeres de piel blanca como de alabastro. Ahora estábamos a mano.
Me sentí con ganas de abrir una cerveza. Le limpié la hermosa piel con una toalla lo mejor que pude y volví a la cocina a abrir una botella.
No podía encontrar ningún destapador, abrí varios cajones y revolví entre cuchillos, cucharas, tenedores y bombillas hasta que, al abrir un cajón lleno de repasadores, encontré uno de esos viejos sacacorchos metálicos de forma humanoide cuya cabeza funciona a su vez como destapador.
Me puse a pensar en el vecino, horrorizado tras haberse encontrado en el pasillo con toda esa hedienta porquería. Probablemente se haya dispuesto a llamar al portero, a la policía, a los bomberos, a su psicólogo, al cura párroco, sin saber qué hacer, esperando algún tipo de solución, algún conjuro que borre de su memoria la atrocidad que tuvo que pasar. Pero no tenía caso. Afuera, no solo en el pasillo, sino en la calle, en las universidades, en las comisarías, en las iglesias, en las casas de familia e incluso en el paraíso terrenal había un montón de mierda, sangre y semen.
Le di el primer trago a la botella. En la base tenía un salpicón de caca. Esa era la solución al enigma de la vida. Había que bañarse en mierda antes de poder disfrutar la limpieza.
El agua de la ducha empezó a correr otra vez. Tomé un trago largo y miré mi ridículo reflejo en la ventana atardecida. Tal vez me sume a ella en el baño, pensé.

miércoles, abril 28, 2010

Los cuatro de sombrero

por. Facundo Ezequiel

Todos ellos parecían hermanos (y lo eran), todos llevaban sombrero, todos se sentaron al mismo tiempo en la misma mesa en el mismo reservado del mismo bar, pero en diferentes sillas, aunque hubiese sido divertido verlos apilarse sobre la silla barata y ver cómo las patas oxidadas se doblaban y cedían bajo el peso de los tres extraños.
Una mesera rubia de pechos turgentes se acercó para tomarles el pedido.
—Esperamos a alguien —dijeron los tres—, cuando llegue pedimos.
La rubia se fue bamboleando su gran culo de tal forma que hasta podía marear a un marinero.
Un tipo entró al bar borracho como un cosaco.
Él también llevaba sombrero, pero no se parecía mucho a los otros tres.
—Ahí llegó —dijo el uno al dos.
—Borracho como siempre —dijo el dos al tres.
El tres sonrió amargamente y le hizo una seña a la mesera.
—Eh... hermanoss —dijo el cuatro acercándose a la mesa—... Hermanitoss...
—Sentate —ordenó el tres.
—¿Sí, señores? —apareció la mesera.
—Cuatro Coronas —dijeron los tres primeros.
—Que sean cinco —dijo el cuatro.
—¿Cinco? —preguntó la mesera.
—No le haga caso, traiga solo cuatro cervezas —dijo el uno.
—¡Que dije cinco, carajo! —se paró el cuatro.
—Sentate, idiota, que estás quedando como un pelotudo... —dijo el tres.
La mesera se fue y quedaron nuevamente solos los cuatro de sombrero. El cuatro no paraba de moverse de izquierda a derecha, como si estuviese en un barco en altamar.
—Me voy a coger a esa mesera —balbuceó.
—Estás tan borracho que no se te pararía nunca —dijo el dos.
—Sí, además sos un cachivache, no te miraría ni a los ojos esa preciosura —dijo el uno.
—No necesito que me mire a los ojos, y un verdadero hombre no necesita el consentimiento de ninguna mujer, maricas de mierda.
El tres se mantuvo callado pero se podía notar que estaba molesto por la actitud del cuatro.
La mesera se volvió a acercar con las cervezas. Puso una delante de cada uno de los hombres y las destapó.
—Eh... —dijo el cuatro, tomando del brazo a la mujer.
—¿Sí?
—¿Dónde está la otra cerveza?
—A-ahora se la traigo, señor.
La mesera intentó zafarse pero el cuatro la agarró más fuerte y la revoleó sobre la mesa.
—¡Ninguna mujer va decidir por mí! ¿Entendiste?
—¡Suélteme, señor, por favor!
El cuatro sacó una navaja del pantalón y desgarró la camiseta de la mesera, dejando al descubierto dos enormes pechos que se movían de acá para allá con cada intento desesperado de la mujer por soltarse.
—¡Mirá esas tetas, boludo! —dijo el uno al dos.
—No parecían tan buenas; de haberlo sabido me la hubiese agarrado yo primero —dijo el dos.
El cuatro estaba teniendo dificultades para desabrocharse el pantalón y mascullaba profanaciones. En el bar había algunas personas más que miraban la escena sin hacer nada. El cocinero había escuchado el alboroto y había salido a ver qué pasaba pero al ver las tetas de la mesera se quedó como piedra detrás de la barra.
—Eh, ¿qué hace ese tipo? Deje de usar las manos para eso y prepáreme la milanesa —dijo un empleado del correo que esperaba su almuerzo desde hacía más de quince minutos.
—Dejala —dijo el tres al cuatro sin el más mínimo interés en mostrar turbación.
El cuatro todavía luchaba con el cierre.
—Dejala o lo vas a lamentar...
Finalmente logró sacar un pito flojo a través de la cremallera del pantalón.
—Te lo dije.
El tres sacó un enorme y brillante cuchillo de caza de su cinturón y con un rápido movimiento le cercenó el miembro al cuatro, quien tardó unos segundos en darse cuenta de que esa cosa que había caído entre las piernas de la mesera no era un ñoqui con tuco sino su propio pene.
—Hijo de puta... —dijo el cuatro, pálido como un papel.
El tres pateó al cuatro hasta que éste cayó al suelo y no se movió más, y luego se desabrochó el pantalón. La mesera había entrado en estado de shock y estaba ausente, ya no sabía lo que pasaba. El tres sacó de su pantalón un miembro abominable, una boa venosa. Empezó a sacudírselo, pero era tan monstruosamente grande que necesitaba demasiada sangre para lograr una erección decente, y, cuando parecía que iba a lograrlo, se desmayó.
El uno se frotó las manos y dijo:
—Ahora me toca a mí.
—Las pelotas —dijo el dos y desenfundó su revolver.
Al ver el gesto de su hermano el uno hizo lo mismo y se apuró a disparar. El dos lo imitó y en seguida estaban los dos en el suelo, sin vida.
El tipo que todavía esperaba la milanesa se puso de pie y, viendo que el cocinero todavía estaba ocupado, se acercó a la mesa donde yacían los cuatro hermanos, hizo a un lado el pene cercenado con un revés y acercó las caderas de la mesera a las suyas. La mujer estaba catatónica, con la mirada perdida en algún lugar del techo. Sacó su pija de tamaño medio y la puso dentro de la mujer ausente, como un animal en una sala de espera.

lunes, abril 27, 2009

Llantos

por. Facundo Ezequiel

Estábamos besándonos, no es que desatendiera la situación, pero, del otro lado estaba esta otra chica que no paraba de mirarme. Y yo la miraba también. No era fea; era rubia, carita de ángel, no más de 20 años, tenía las piernas cruzadas y entre sus manos un libro que me era muy familiar

“estás prestando atención o estás mirando a la chica” me recriminó con tono de pregunta.

“estoy prestando atención, y mirando a la chica”

“por qué no te vas con ella si tanto te gusta?”

“te tengo más cerca”

no sé qué porquería gritó y con un gesto exagerado me dio la espalda y se fue.

La rubia se quedó sonriendo y yo, mirándola con mi indiferencia de macho alfa, me prendí un cigarrillo.

“va a volver” dije “a las 12 y cuarto, cuando salga de su clase de danza, va a llamarme desde un teléfono público, llorando, pidiéndome perdón”

la rubia seguía sonriendo y entonces empecé a sospechar que era medio estúpida.

“querés venir a mi departamento hasta que llame” pregunté

“en serio?”

“siempre hablo en serio”

me paré, ella descruzó las piernas y desplegó el más hermoso par de jamones que jamás hube visto. Era alta como el mismo cielo. Le pasé la mano por la cintura y me puse a calcular el repertorio. Nunca había estado con una mina más alta que yo.

“sí que tenés piernas. Me vendrías bien para sacar las telarañas del taparrollos”

la rubia se rió y las mejillas se le pusieron de un hermoso color rosado. Estaba seguro que era virgen

di vuelta la llave y la hice pasar. Miraba todo con ojos de cachorro. Sobre la mesa tenía la máquina de escribir y un poema que llevaba tres días sin terminar. Se acercó a leer la hoja y de nuevo empezó a reír

“ponete cómoda. Una cerveza?”

“uh, gracias”

fui a la heladera a buscar las botellas y las destapé

cuando volví la rubia estaba completamente desnuda y mojada hasta las rodillas, que, debo decirlo, era un largo trecho

“epa” dije, sorprendido

“cogeme” me dijo

tomé un trago

“bue...”

era, como lo había sospechado, virgen, pero como yo no tenía la obligación de saberlo, la metí hasta el fondo y la rubia soltó un aullido que me perforó el tímpano. Al minuto la rubia empezó a reírse como una loca, yo aproveché para mover más rápido los pistones y darle más fuerte. La saqué a último momento y le acabé encima. Debo haber soltado dos litros de esperma que, como orgullosos campeones de salto en largo, blanquearon su expresión

“wow... de dónde sacaste tanta waska?” me preguntó mientras jugueteaba con el pegote en su mentón

“no uses esa palabra. Limpiate en el baño” le señalé la única puerta que no llevaba a afuera

la rubia, mientras reía se fue sumisa al baño. El teléfono sonó y desde la cama, tomando un trago de cerveza tibia, le pedí a la rubia que contestase

la rubia atendió el teléfono y empezó a reírse a carcajadas, una risa macabra, idiota

“necesito que te vayas” le dije, frío

“tenías razón” dijo “llamó llorando como histérica, que quería hablar con vos y no sé qué mierda”

“siempre tengo razón. Ahí está tu ropa”

“me encantó que fueras el primero...” empezó mientras se ponía la bombacha

“sí, sí, a mí también”

la rubia se terminó de vestir y se fue a arreglar el pelo al espejo del baño

“quería que fuese especial” decía alzando la voz desde la otra habitación “pero nunca pensé que iba a ser con vos...”

“me alegro. Mirá, ahora van a venir unas personas y no puedo tenerte acá dando vueltas, viste”

la rubia apareció otra vez, solo la sonrisa estúpida delataba su condición post-venérea

“bueno, me voy, si me dedicás el libro”

era lo menos que podía hacer. Firmé, lo dediqué a Wanda y se lo devolví

“no me llamo Wanda” dijo al ver lo que había escrito

“y yo no soy el puto Borges. ahora te agradecería si te vas yendo... gracias”

empujé a la rubia afuera y me tiré en la cama para terminar la cerveza. El teléfono sonó otra vez. Dejé que sonara. Un perro empezó a rasguñar la puerta. Los llantos no me iban a dejar dormir jamás.

jueves, marzo 05, 2009

Salida de viernes

por. Facundo Ezequiel

La calle azul se perdía bajo los pesados pies de los gigantes de concreto. Ernestina se miró los zapatos que habían tomado un extraño tono verdoso a esa hora de la tarde, sus piecitos parecían no haber pisado nunca en sus veintitantos años y le dolían al verse obligados a tomar la forma de los zapatos. Ser mujer es difícil, si encontrara a un buen hombre y pudiese pensar que todo este trabajo valió la pena... ¿Para qué me compré estos zapatos horribles que encima me hacen doler los pies? Cruzó la calle, en la esquina dos tipos la miraban con una sonrisa y cuando pasó junto a ellos dijeron una guarangada. Ernestina apuró el paso, estaba oscureciendo y todavía faltaban como cinco cuadras. Por la calle pasó un auto con música a todo volumen. Los amigos se estaban reuniendo en los departamentos, haciendo la previa antes de ir a los boliches. Más adelante, en la puerta del edificio, el encargado fumaba un cigarrillo. Ernestina lo saludó y presionó el timbre. El encargado no dejaba de mirarla, la hacía poner nerviosa. La voz tardó una eternidad en contestar. «¿Sí?»
—Soy yo, abrime —dijo Ernestina, acercándose al portero eléctrico.
La chicharra gruñó y cuando Ernestina empujó la puerta, se abrió con un chasquido metálico.
En el pasillo el ascensor la esperaba. Abrió la primer puerta plegadiza, luego la segunda y se metió adentro, cerró las puertas y apretó el botón marcado con un “5” en bajorrelieve. La caja, que era como un ropero pequeño, arrancó, llevándole toda la sangre a los pies. Pegado en el espejo con cinta adhesiva un cartel impreso decía “En el mes de enero aumentará el valor de las expensas para cubrir los gastos del arreglo del ascensor. Federico Puccio, jefe de consorcio.” ¿Qué pasaría si ahora se cayera el ascensor? Mejor no pensarlo. No sería la primera vez que. “Capacidad Máxima: 4 personas.” Quedaría hecha papilla. Más no me podrían doler los pies. El ascensor se detuvo. Abrió las puertas. El piso estaba completamente a oscuras, solo la lucecita naranja del interruptor de la luz se veía claramente. Ernestina se abalanzó para presionarlo, pero tropezó con el borde mal alineado del piso con el ascensor y casi se cae. Soltando un quejido entre dientes como el de las serpientes al acecho cojeó hasta el botón de luz y después, ya pudiendo ver dónde andaba, cerró las puertas del ascensor y buscó el “5D”. Tocó el timbre y poco después el sonido de los cerrojos descorridos y una vuelta de llave la alivió. La puerta se abrió, la música inundó el pasillo y la cara amiga le sonrió.
—¡Era hora, boluda! —aulló Ernestina—. ¿Por qué tardaste tanto en abrirme el portón? No sabés cómo me miraba el pajero del portero. ¡Ajj! Me da un asco ese tipo.
—¡Hola, no? Me estaba secando el pelo, ¿qué querés? Y cómo no te va a mirar, puta, si andás con toda la concha al aire.
—Si no muestro un poco las piernas, no me va a ver nadie.
—¿De qué hablamos entonces?
—¡Ay, pero no ese tipo!
—Mirá que ganan bien estos tipos, eh, así como lo ves, el negro éste se la pasa pajereando y gana más que yo en esa mierda de oficina.
Ernestina se acomodó en la sala, apoyó la cartera sobre la mesa y se sentó.
—¿Cuánto te falta?
—Me maquillo y vamos.
—Bueno, dale.
Paseó la mirada por la habitación. Había unos cerditos, perritos, llamas, gatos, cocodrilos, elefantes, pequeños saleros de cerámica con forma de todo tipo de animales que interactuaban entre ellos sobre la cómoda inglesa, frente al espejo. Marta es una persona perfectamente normal, excepto por esta manía infantil de coleccionar saleros con forma de animalitos.
—¡Conseguiste el avestruz! —gritó Ernestina a Marta que se maquillaba en el baño.
—¿Viste? —contestó la voz apagada—. ¿No es hermosa?
—¡Sí! —dijo mientras se paraba para verlo de cerca.
Un bicho feo de plumas grises brillantes. Parece salido de una película de Disney. ¿Qué clase de persona dedica su tiempo libre a coleccionar avestruces de cráneos de porcelana agujereados? Da un poco de miedo pensarlo. Una vieja solterona, con la casa llena de antigüedades y polvo sobre los muebles cubiertos de plástico. Para entonces yo espero estar viuda de algún millonario.
—Yastá... —apareció Marta. Se veía verdaderamente hermosa. Ernestina sintió que se le hinchaba el pecho de alegría.
—¿Paso al baño un segundo y vamos?
—Dale.
Cruzaron la puerta. Los bolsos pegados a sus lados.
—Apretá —dijo Marta.
—¿Qué?
—La luz.
—Ah, sí.
El pasillo se iluminó y Marta pudo cerrar la puerta con la tintineante llave. Llamaron al ascensor y escucharon cómo regresaba de algún piso superior. Marta presionó el botón de la luz antes de que se apagara, interiorizado como tenía el tiempo que duraba la luz encendida. El ascensor se detuvo. Puerta uno. Puerta dos. Puerta uno. Puerta dos. “En el mes de enero...” “Capacidad Máxima...” Apenas pueden entrar dos, ¿cómo esperan que entren cuatro? Marta se miraba el maquillaje en el espejo que decoraba las paredes del habitáculo. El ascensor se detuvo en el tercer piso. Detrás de las dos puertas un hombre joven de una cabellera rubia y una barba rala un tanto desprolija que contrastaba con la pulcredad y el cuidado de su vestimenta esperaba para entrar.
—Disculpen —dijo el hombre, avergonzado—, ¿entramos todos?
Marta tuvo que tragarse la negativa cuando Ernestina se apuró a contestar.
—¡Entramos todos!
—Permiso...
El hombre puso el primer pie con mucho cuidado de no pisar a ninguna de las dos. Ernestina se puso colorada cuando el hombre le rozó los pechos con el brazo al cerrar las puertas. El hombre se dio cuenta y de pronto se puso rígido soslayando la mirada hacia Ernestina. ¿Y si es él? Marta miró al hombre con mala cara, dándose cuenta de cómo miraba a su amiga. ¿Y si es el hombre que necesito? Es hermoso. El ascensor se detuvo. El hombre abrió las puertas, se bajó y esperó a un lado a que las dos muchachas salieran, les sonrió amablemente cuando lo hicieron y luego volvió a cerrar las puertas. Ernestina se apuró a darle las gracias. Marta le tiró del brazo. Lentamente se acercaron hacia la puerta, el hombre las pasó, abrió la puerta y la mantuvo abierta hasta que pasaron. Ernestina no pudo evitar sonreír de felicidad y nuevamente le dio las gracias. Una vez que se alejaron del edificio, del portero, del hombre rubio de barba desprolija, Ernestina, disimuladamente comentó.
—Era lindo, ¿no?
—¿Lindo? No, me pareció un desastre... Vi cómo te miraba.
—¿Me miraba? —preguntó con una gran sonrisa Ernestina, poniéndose roja.
—Mmm... y vi cómo te pusiste... ¡sos una trola!
¿Y si es él?
—¡Andá a cagar!... Decime que lo conocés, que te lo cruzás, que sabés dónde vive...
—Lo vi alguna vez, pero no sé dónde vive, prefiero no saber.
¿Y si es él?
Sus zapatos eran grises bajo la noche estrellada, joven, sucia como un lienzo sin pintar que lleva demasiado tiempo olvidado en una buhardilla, joven mientras se perdían en su estómago hambriento las dos mujeres, jóvenes también.

Afuera, la lluvia

por. Facundo Ezequiel

Afuera, la lluvia. Dentro, a oscuras, la mira caer. Él la miraba, a oscuras, la veía y caía, y por más fuerte que apretara los dientes su mirada no tenía el poder de evitarlo y caía. Sus uñas clavadas en el sillón de cuerina negra, o la oscuridad era impenetrable y él la creía cayendo y no cayera. Afuera, la lluvia. Dentro, el clamor apagado por la alfombra, y ella, cayendo. Él también, estaba, pero sólo la veía caer y caía con ella y hubiese sido ella de no ser por el sillón y la alfombra que sentía en las uñas y en la planta de los pies. Caía, caía, y de pronto un sobresalto; tal vez un relámpago o el sonido de un cuerpo dando contra la mesa. Afuera, la lluvia. Dentro, él, el sillón, la alfombra; la mesa... y algo espantoso que no dejaba de caer.

El árbol cayó en el bosque

por. Facundo Ezequiel

Cuando María se levantó del sillón, Juan hizo ademán de levantarse, apoyó las manos sobre los brazos de su asiento y luego de aquel gesto inacabado se dejó caer nuevamente; miró cómo María se alejaba, adentrándose en la cocina. Juan prendió un cigarrillo que sacó del paquete arrugado que había sobre la mesita ratona.
—¡Mi amor! ¿No traés el cenicero?
María volvió con el platito de los carozos de aceitunas que habían comido hacia el comienzo de la picada.
—¿Y el cenicero?
—Yo qué sé. Fijate dónde lo dejaste que siempre lo dejás repleto y después la que termina limpiando las cenizas soy yo.
»Y te toca lavar los platos.
—Cuando termine el cigarrillo voy.
—Dejá, los lavo yo, pero después vas a limpiar el baño vos, eh.
—Esperá un segundo que termino el cigarro y ya los lavo.
—Mejor los lavo yo, que estoy con el envión.
María volvió a desaparecer dentro de la cocina, Juan resopló, llenando de humo la habitación, se levantó y apagó el cigarrillo contra los carozos. Con largos pasos, Juan se acercó a María por detrás, que ya estaba enjabonando los platos, y la abrazó, rodeándola por la cintura y cruzando un brazo entre sus pechos, dejando la mano sobre uno de sus hombros. María, sintiéndose completamente abarcada por el abrazo de este enorme hombre, suspiró.
—Siempre me mataron tus suspiros.
María sonrió.
—No te creas que así vas a zafar de lavar los platos. Tomá la esponja, seguí vos.
Juan amaba la suspicacia de María y comenzó a reír, incapaz de evitar la responsabilidad que le legaba María con el pase de la esponja.
—¿Dónde dejaste los cigarrillos?
—Quedaron sobre la mesita, pero hay que bajar a comprar más; quedaron dos.
María desapareció, esta vez hacia la sala.
—Pero cuando termine de lavar voy yo, no te preocupes... Vení acá.
María se acercó a la cocina con un cigarrillo entre los dedos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tengo ganas de escucharte.
—Ay, Juan, qué bobo.
—¡Qué tiene! Me gusta escucharte hablar, me hace bien, me tranquiliza. ¿Tanto te cuesta complacerme?
—Sólo cuando me lo pedís.
María se rió y le besó tiernamente el cuello a Juan mientras que él seguía lavando, le frotó el pecho con una mano, le dio una pitada al cigarrillo que tenía en la otra y luego de soltar el humo le habló al oído.
—Te quiero mucho...
Juan, con dificultad, se mantuvo en silencio y luego dijo con voz grave.
—Sos cruel... ¿por qué sos así conmigo?
—Porque te gusta —susurró María.
Juan cerró el agua y se dio vuelta para enfrentar a María que lo miraba con una sonrisa lasciva, sádica, Juan pensó que estaba esperando un golpe o algo, algo que la excitara un poco más. Juan con violencia le desabrochó el pantalón. María se mordía el labio mientras lo miraba actuar de esa manera, desencajado, era otro Juan, el animal que ella buscaba en él a cada encuentro.
La empujó contra la pared y se puso de rodillas. Le levantó una pierna y se la puso al hombro. Pocos habían sido tan buenos como Juan para María.

Cuando el portón se cerró detrás de él, Juan se dio vuelta y miró a la que creyó que era su ventana. Sonreía, pero no tenía ninguna razón para hacerlo y la ambigüedad de ese sentimiento encontrado con la razón lo carcomía. ¿Qué tenía que ver la dicha con la razón? El ser humano no compatibiliza con la felicidad, eso es lo que lo diferencia de los apacibles ciervos que saltan en los bosques, lo que lo distingue de cualquier otra raza animal. Sin embargo, Juan todavía sonreía al pagar por el paquete de cigarrillos y al pensar en las cosas que sería capaz de hacer por esa mujer que no lo esperaba, allá, en el departamento de arriba, ansiaba, eso sí, sus cigarrillos, su sexo, pero bien podría no tenerlo y, sin mirar atrás, buscaría al siguiente si no encontrara el suyo. Era una máquina de hacer piltrafas, pero solo los infelices se tiraban de cabeza a esa picadora de sentimientos y razonamientos. ¿Qué mejor que sufrir más hoy para saber que ayer estábamos mejor y tener así una meta visible pero igual de inalcanzable que el horizonte mismo? Así se puede saber que estamos vivos.
Juan trepó las escaleras y con la llave entró al departamento 48. Había música sonando, esa música que había aprendido a querer pese a su odio por la misma: era la música favorita de María. Juan canturreó un poco, inconscientemente, como dictándole la letra al tipo del disco que repetía lo que Juan decía, pero afinado.
—Ya llegué.
Juan empezó a buscar a María, y aunque no había muchos lugares donde buscar, enseguida pudo ver que no estaba en la sala, ni en la cocina, ni en la pieza. Tenía que estar en el baño. Juan se acercó a la puerta y se asomó a la cerradura, vio entonces que la luz estaba prendida, así que le habló a la puerta.
—Dejo los cigarrillos sobre el escritorio.
Juan abrió el paquete y sacó un cigarrillo, lo prendió con los fósforos que también había comprado y dejó el paquete sobre el escritorio, en la pieza. Grata fue la sorpresa al ver el cenicero sobre la mesa de luz, entonces se acordó que a la mañana había estado fumando en la cama. Se tiró sobre el acolchado, puso el cenicero sobre su panza y descartó las cenizas de su cigarrillo. El cenicero subía y bajaba con su respiración y esto era particularmente relajante para Juan que siempre se encontraba tensionado, atascado entre sombras por el irracional crecimiento de sus fantasías de locura y persecución. Arriba, abajo, el sonido mínimo y crispado del cigarrillo que se consumía a cada pitada y el humo en las penumbras de la habitación lo fueron sumiendo en un sopor del que no despertó sino con una terrible convulsión inexplicable: alguna pesadilla que no pudo recordar, pues había sido menos que un instante. Confundido miró alrededor: había tirado el cenicero y todas sus cenizas sobre el cubrecamas, si no arreglaba eso rápido María lo iba a matar. Se apuró a meter, como pudo, las cenizas de vuelta en el cenicero y luego, apurado, lo fue a vaciar al tacho de basura en la cocina, agarró un trapo y se apuró a volver a la pieza. Sacudió las cenizas de la cama y suspiró al ver que se había salvado de una de esas reprimendas histéricas de María.
—No pasó nada —se dijo a sí mismo, esperando quizá que María lo oiga y nada hubiese cambiado—. No pasó nada —repitió en voz más alta, pero nadie le preguntó “¿Qué nada pasó?” y Juan quizo tranquilizar a María diciéndole —. No pasó nada, no pasó nada, no pasó nada.
Pero repetir el conjuro no lo hacía cierto y la luz del baño estaba prendida todavía, María, del otro lado de la puerta, no daba señales de vida, naturalmente. El árbol había caído en el bosque, lejos de toda contemplación. No había pasado nada.

Sobre los árboles

por. Facundo Ezequiel

Poniendo prácticamente naso con naso, los dos gorilas se miraban con cierta presteza extática como sólo saben hacer los salvajes al enfrentar sus estrechos horizontes.
—Te via matá —dijo el Intelectual de la tribu pronunciando a la perfección los agudos acentos de su particular idioma.
—Me gustária que lo intenté, gil —dijo el otro, intentando meter miedo a través de métodos subconscientes, lo que le mereció el respeto de su contrincante, que supo notar la variación de los tonos y los acentos, la eliminación de una sutil “s” y la pronunciación de labios apretados que hacían sonar el calificativo final como un genial ‘jul’.
El Intelectual se supo ante un virtuoso y pese a que la apariencia de aquel no lo acompañara (le crecían pelos en la frente), tuvo que esbozar una sonrisa y concederle honorablemente la victoriola.
—Meá dejá inerme —dijo el Intelectual haciendo vibrar un moco en la laringe con la profunda pronunciación de la “j”. El de los pelos en la frente sonrió también, con cierta dificultosa, y ambos pelanfrunes estrecharon sus manos en mutuo consentimiento.
El Intelectual, derrotado en el juego del enfrentamiento verbal, volvió entonces a su humilde choza, enarbolada sobre las metálicas vigas y el maleable concreto. Luego de una obvia mágica conjuración destinada al extraño, aparente, deseo de apertura de cierta planta pedalácea, se abrió la puerta de su residencia.
—Cerrate nomás, sésamo. —Cerróse la puerta detrás del Intelectual.
La choza consistía en separaciones cuyas funciones diferenciales estaban dispuestas por la preponderancia de ciertos colores: el baño era baño hasta que los elementos que lo constituían cambiaban del color blanco al negro y entonces el baño no era más baño sino que era cocina; de la misma manera el amarillo indicaba dormitorio y el verde sala de estar/comedor. Parado en el verde de la choza, que por dificultades estructurales representaba también vestíbulo, barruntaba su próxima acción, la cual confirmó cuando se apresuró al negro y se sirvió un vaso de agua que desbordó la sensación de hacer del blanco su próxima parada en la choza.
Sentado en el tazón y concentrado en su lectura (porque el Intelectual no habitaba el blanco si no era apoltronado en la lectura de algún volumen olvidado por la cuadrumanidad) gestualizaba cada una de las palabras que sus ojos recorrían.
El Intelectual se sobresaltó cuando un repetido golpe proveniente del verde de la choza lo ubicó nuevamente en su mamiferocidad.
—¡Puta, puta! ¡Me cagón su madre! ¡Ni un ségundo de paz! —Abrióse la flor de su irreverencia y subióse los lompa. Tropezando en insultos se acercó a la puerta y de un tirón la abrió.
—Hola bola te tárdaste un cacho en abrí. —Del otro lado saludaba un retazo de la cuadrumanidad; un retazo que él consideraba gastado y malformado, pero que de vez en cuando apreciaba tener a su lado.
—Mamor, staba descárgando unos indóloros; me retardé, pero perdones pídote.
—No te gandulfes, que te tra pa comé unos vidolitos que están de rechufle.
—¡Vidolitos! Vo me hacé desampará todo filo de nervio. Tamo, mamor —el Intelectual dijo mientras ponía en bobo los labios para chuponear a su hembra.
—Sipi, sipi, yásepe, nonos pongamonó cachondo —dijo ella mientras lo alejaba con dura mano en la sembla.
El Intelectual reculó, en silencio, hacia el verde, presto a preparar la mesa.
—¿Pongo los platoboldos? —preguntó en voz alta a su hembra, que se encontraba en el negro, preocupándose de los vidolitos. Como su concentración era amplia en su labor, no oyó la cuestión del Intelectual, quien, siempre que se le ignorase en sus peticiones, a causa de algún rezago de su tumultuosa infancia, se sulfuraba hasta el paroxismo; y tal era la representación que tenía de sí encolerizado, que muchas veces no podía evitar reírse con tal fuerza que su atacado diafragma le provocaba un terrible acceso de hipo.
—¡¡Thep pregunthép ship pongo lhosp platobholpdos!!... —repetía vanamente y con pésimos resultados el Intelectual, que ahora no sólo sufría de una inmensa duda sino también de un profundo dolor de vientre a causa del esfuerzo involuntario de sus músculos hiparios.
Los vidolitos que la hembra había echado en el hervorio de agua, se blandaban como serpientes cansadas y sin faquires que las encanten se ahogaban en el gor-gor que vaporeaba al negro y que prontamente se extendía por los restantes colores de la choza. Ya se sabía entonces que los vidolitos estaban listos, bien mortoritos y cantantes al dente de gustador que se precie.
Aparecíase entonces descabellada y a los chillos la hembra, reclamando la disposición de los platoboldos.
—¡¡¿Y los platoboldos?!! ¡¡¿Y los platoboldos?!!
Agotarado, el Intelectual, con un suspiro se resignó y no respondió con voz, sino disponiendo la vajetilla como debiera todo buen cuadrumarido responsable de su elección casamental.
—Ya hubiera elegido uno más prendido... si vinieran con etiqueta estos momototos... —refunfululaba para sí la hembra.
El Intelectual bajó la mirada y le alcanzó su platoboldo a su mamada, esperando, si no cariño, sí callar su vientriloquía, que por el pupo le gruñía y gruñía como un sapo. La hembra vorrojó un enjambre de enredados vidolitos en el platoboldo del Intelectual y luego, más tiernamente, llenó el suyo. La comilona sucedió entre calladas mira-miras y babosos zipidos de vidolos. Hacía años que no se sentían tan diferencialejados el uno del otro. Sin embargo no había odiares; era imposible cuando no se comunaban ni el amargor ni el candor de los días.
—Estoy viejo —bufó tristemente el Intelectual, rumiando sobre su deteriorado malvivir. Tanto pensamiento lo estaba dejando calvo de la frente a los pies, y la pelusa que se asomaba por sus narices estaba tan nevada que el frío de la muerte parecía ya envolver al pobre. Su profunda tristeza parecía confirmar la inminencia del no-ser.
—Estás viejo —bufó tristemente la hembra, rumiando sobre el tiempo compartido con ese saco de huesos roídos. Aún conservaba la energía de su juventud, pero la contradicción del espejo de los ojos aguados del viejo, que cierta vez la vieran hermosa, hacía que se le crispara la paciencia. Si ninguno de los dos moría antes de que los vidolitos dejasen los platoboldos, su existencia, pensaba, habría sido un completo fracaso.
—Estás viejo y maloroso y afelipado como un cadáver en descomposición —bufó nuevamente la hembra en un tono que el Intelectual jamás había oído de agujero alguno que se elevara sobre los hombros. Su vida se había convertido en una ofensa y lo presentía desde hacía muchas medialunas.
—Mi vida me pasé hundido en las postrimerías de fugaces pensamientos, siempre esperando aferrarme al siguiente que se iba igual al anterior. Lo más arriesgado en mi vida fue vivir una fantasía que nunca se concretó y sufrí cada segundo como si me supiera en un estadio finiquital. Nunca nadie me puso la garra al hombro más que para rasgármelo, y cada vez fui igual de ingenuo; siempre creí que me compadecerían. Pero hoy, tarde, me doy cuenta de que nunca nadie me tuvo en cálculo y para todos no fui más que un chiste que a veces se les cruzaba en tal o cual esquina, ¡ahora mismo deben de estar llorando de risa el Vendepapa y el sotreta Frentepeluda! Pero no puedo culparlos, que si mis huesos no fuesen míos mi angustia sería gracia.
»Mi mujer no es mía más que cuando me sirve de eco de mi consciencia, y ya no me agrada escucharla, como no me gusta tampoco tener que escucharme a mí mismo... ¿Te divertiste con el Vendepapa?
—¿¡Cómo!?
—Lo que suelto, mamor... es sólo una incuera amable; todavía me interesan tus actividades diarias.
Mirando con falsa indignación un largo segundo el platoboldo, la hembra tejía una respuesta que, con sinceridad, pronto hizo voz.
—Bastante —respondió.
—Bien —tragó dolorosamente el Intelectual—, al menos mi mujer tiene la fortuna de abanicar las caderas y sonreir con cuanto labio le plazca. —Y mirando a su mamada devorar sus vidolitos el Intelectual esperaba cruzar alguna gazeada de culpa en sus estropojos, pero jamás la cruzó.
El resto de la mansha sucedióse en silencio, hasta que un único vidolo entuercado en sí mismo quedábale en el plato al Intelectual. Entonces fue que la hembra dripeó unos pocos angustaladros vocablos.
—¿Fuimos en algún tiempo felices?
—Un pretérito lo fue pa mí y si meras sincera lo fuimos ambos... sí... —el Intelectual parecía perder la vista en algún suceso antiguo, retrovaba con una sonrisa oculta en sus pliegues de viejo.
—¿Podremos serlo hoy? —inquirió ansiosa.
—Quén sá, quén sá... séria mi desé, ma no sé si e acontecible —responsó el viejo, intentando no ser demasiado óptimo ni muy negato.
—Y si... —comenzó pensativa y alargada la hembra, pero detúvose pronto y silenció toda expresión.
—¿Posibilitaríamos?... —dijo el Intelectual, pensando en la misma cosa que su mamada. Entonces fue que se luquearon de verdad por única vez en decuriones de años agnósticos; se entuercaron sus ojos y en un tifón remolón de emociones se vieron enroscados. El Intelectual cofó y bajó la vista del fugaz encanto y parsimoniosamente entornó el último vidolito en su cubierto y lo engulló.
—Nah... —suspiró para sí.


Enero 2008

viernes, enero 09, 2009

El callejón de los bellos hombres desnudos

por. Facundo Ezequiel

En el norte de la ciudad hay un callejón que nadie conoce donde se reúnen hombres con una belleza tal que no quisieras que tu mujer se entere jamás que son posibles semejantes atributos de ensueño. Una noche fui invitado a ese oscuro escondrijo por quién sabe qué prodigio de la maravillosa providencia, quizás haya sido un giro equivocado o el aroma a sueño que me guió hasta aquel extraño lugar. Un hombre idéntico a la imagen que tenía de Aquiles fabricada en mi mente esperaba bajo un farol, ante la suprema oscuridad del callejón desde donde podía escucharse el sonido de risas apagadas por lo que olía a una multitud de personas, olor que me recordó a los viajes matutinos al trabajo, así que dudé cuando el hombre me dijo: “Desnúdese.” Lo miré un segundo en silencio. Las risas se elevaban ahora, haciendo eco contra las paredes de ladrillo, húmedas por el rocío de la madrugada. El hombre extendió sus brazos, como esperando que le entregara algo. “No se preocupe,” dijo, “en cuanto entre no querrá volver a usar esta ropa de nuevo.”
Lo cierto es que cualquier hombre que se precie, vería esta situación un tanto rara, pero yo llevaba tiempo descarriado; había intentado el suicidio, pero era demasiado cobarde o inútil como para llevarlo a cabo satisfactoriamente. Cada ocasión que pudiera agregarle un poco de emoción a mi monótona vida suicida era bienvenida. Me quité la ropa y se la puse directamente sobre sus enormes brazos de percha. Apenas recibió las prendas, las arrojó a un lado como si fuesen basura. Estuve a punto de insultarlo, pero la situación, así como se presentaba, no acreditaba una reacción tan desencajada. “Ya va a ver, usted sería un perfecto miembro de nuestro club, no se arrepentirá.”
Caminamos alrededor de medio minuto por aquel largo, oscuro pasillo hasta que una tenue luz como de vela iluminó suavemente el final del callejón. Un grupo de hombres completamente desnudos parecía estar de fiesta, pero no era nada de lo que me hubiese imaginado. Todos reían y se veían completamente satisfechos con lo que hacían. Mi sorpresa fue enorme al ver lo que hacían. A decir verdad nadie interactuaba con nadie más que con sí mismo. Cada uno de ellos era verdaderamente hermoso, eran cuerpos prodigiosos de belleza semejante a los dioses, si es que ellos no lo eran. Todos de una edad indefinida, como si sus cuerpos no tuviesen edad, sólo belleza. Un hombre alto y moreno estaba recostado contra una de las paredes laterales y se acariciaba los músculos de sus brazos, los amplios pectorales, el estómago, los muslos, el pelo como si estuviera amándose. Otro hombre de pelo color zanahoria, en el medio, se encontraba masturbándose mientras reía a carcajadas y gemía en un grito extrañamente mezclado. Estas imágenes se repetían en el extenso grupo donde se confundían unos cuerpos con otros, pero todos estaban concentrados en amarse sólo a sí mismos.
De pronto la sensatez me atacó como un rayo y me asusté. “¿Qué hago acá?,” me dije. Me di la vuelta y salí a toda velocidad, tropezando en la tiniebla absoluta que me guió hasta el farol de la entrada. Detrás continuaba escuchando las carcajadas y gemidos y la voz de mi guía que me gritaba desde la profundidad del callejón. “¡Volvé! ¡Te perdés algo increíble! ¡Te lo perdés!” Encontré mis pantalones y calzoncillos junto a unas páginas viejas del Crónica y cáscaras de naranja secas. No pude encontrar la camisa ni los zapatos, pero no busqué demasiado y salí aterrado al escuchar nuevamente el eco del masivo placer egoísta que se oía desde el perverso callejón.
Algún tiempo después volví a pasar delante del callejón, una tarde. Vi mis zapatos apoyados contra la pared y un montón de ropa amontonada a un lado. Esperando allí estaba el guía, al verme pasar me guiñó el ojo y yo apuré el paso, abandonando para siempre la esperanza de recuperar ese buen par de zapatos. Quién sabe si me tentaría finalmente a quedarme en el callejón, de haber recogido mis zapatos.

El agujero

por. Facundo Ezequiel

Había salido tarde del trabajo, estaba algo cansado y necesitaba mis cigarrillos, así que me fui al kiosco de enfrente. Le pedí los Philip Morris y el kiosquero me contestó poniendo los cigarrillos sobre el mostrador. Le di el billete y el tipo buscó en la registradora las monedas que me puso en la mano. Entonces me dijo simplemente eso. Yo estaba cansado y pensé que no había entendido bien, y cuando estaba saliendo, me aclaró:
—Está a cinco cuadras de acá, siguiendo esta calle.
Yo miré atrás sin darle mucha importancia y seguí mi camino. La parada estaba a dos cuadras y ya había visto que se me escapaba un colectivo. De todas formas era la peor hora para viajar de vuelta; en cuarenta minutos estaba seguro que el asunto iba a mejorar. Tenía que dejar pasar un par de colectivos más. Cuando llegué a la esquina paró el colectivo y la larga fila de hombres de bolsos y portafolios fue tragada por el mastodonte verde. Aproveché inconscientemente el impulso de mis piernas.
«El agujero» había dicho el tipo. Estaba a tres cuadras.
El Agujero, el boliche de los curiosos; sonaba a bar gay, pero qué tal si ni siquiera era un bar. Si veía algún tipo de luz de neón, me cruzaría a la vereda de enfrente y volvería disimulando a tomar el siguiente colectivo.
Pero no había luces de neón. Un grupo de gente cercaba la calle, cincuenta metros más adelante. Bajé la velocidad de mis pasos y miré alrededor en busca de alguien que pudiese advertirme qué era lo que pasaba. No había nadie cerca, por eso estiré un poco el cuello mientras me acercaba, pero no llegué a ver nada, parecía que alguien había tenido un accidente, todos estaban mirando algo en la calle. Necesitaba ver qué pasaba. Finalmente me acerqué a un pibe que estaba en la parte exterior del círculo de gente, plantado con un pie en el suelo y el otro en el pedal de una vieja bicicleta.
Lo que me dijo no fue nada revelador y tampoco me supuso algo tan interesante como para convocar tanta gente.
Me puse en puntas de pie entre una vieja y una señora que volvía de las compras y me asomé.
Ahí estaba, eso que el chico había dicho, nada espectacular ni meritorio en una ciudad como ésta, sin embargo, ahí estaba toda esa gente, mirando como si fuesen cavernícolas ante la primer fogata de la humanidad.
«Un agujero.» Eso me dijo el chico. Eso vi. Cuando le pregunté a la señora qué había pasado, esperando que me dijera que se había caído alguien dentro, no conseguí más que una estúpida repetición sonora de lo que veían mis ojos. Miré de nuevo entre esas dos cabezas de señora. Era casi como una enorme araña que echaba raíces en el pavimento; negro, no se advertía un fondo desde donde estaba parado, y parecía querer tirar abajo buena parte de la vereda: un verdadero desastre estructural, probablemente corríamos peligro estando ahí parados junto al agujero. Se lo intenté decir a la vieja (por lo general son las primeras en alocarse), pero me ignoró por completo. Tal vez yo haya sido el miedoso, pero tantas noticias a lo largo de mi vida me aterraron con gente atrapada en angostos pozos y túneles durante días antes de ser rescatados, algunas veces sin vida, que prefería no desafiar a aquel agujero. Di un par de pasos hacia atrás, pero me daba más miedo parecer cobarde, así que me volví a adelantar.
Volví a mirar al agujero. Por un momento me pareció que era más grande que hacía un momento. Eché una mirada alrededor y todos estaban absortos en aquel agujero, como zombis. Volví a mirar. Una piedrita de asfalto se desprendió del borde opuesto al mío y cayó dentro, yo esperé atento para escuchar la caída y hacer un estimado de su profundidad, pero nada. Nadie tampoco se mosqueó por el desprendimiento de aquella piedrita. ¿No se daban cuenta lo peligroso que era? En cualquier momento se desprendería un cascote y dentro resbalaría aquel pibe de campera gris. ¿Se quedarían todos mirando en silencio? Tal vez el pibe tampoco gritaría al caer hacia la oscuridad. Nadie hizo ningún comentario y yo no quise ser diferente, ya me había intimidado la mirada vacía de la vieja, antes.
De pronto, un gesto me incomodó. Un hombre vestido con una remera negra con el nombre de una banda de rock en ella y pantalones de jogging, comenzó a balancearse poco a poco como quien se está quedando dormido de pie. Estuve a punto de gritar alguna advertencia, pero tenía miedo de asustar a alguien y que cayera por la exaltación de mi grito. Manifesté mi preocupación a la señora de mi derecha, pero no me escuchó, o me ignoró. El tipo parecía balancearse cada vez más profundamente y yo comencé a tartamudear, realmente asustado. El tipo estaba parado en el borde, sabía que hay muchas personas que sufren de vértigo al encontrarse a grandes alturas o frente a la posibilidad de una gran caída, lo empecé a llamar mientras lo señalaba, pero él tampoco me escuchó y su balanceo ya se había convertido en algo realmente peligroso. Nadie se daba cuenta ni hacía nada más que mirar el agujero, negro, como una araña, deborándose el asfalto. Y luego como un rayo difuso. Me quedé con la boca abierta porque no lo podía creer. Levanté la vista. Ya no estaba. El tipo que se balanceaba no estaba: había caído al agujero. El agujero había devorado al hombre aquel. Ningún suspiro. Ninguna exclamación. El agujero absorvía las miradas y consumía los pensamientos de todos al punto de que no podían hablar ni reaccionar ante una atrocidad como la que acababa de ocurrir. Las grietas que lo acunaban como en una frágil tela de araña de pavimento me daban la sensación de estar creciendo a cada segundo, pero cuando lograba quitar los ojos del agujero y miraba las grietas, no me parecía que hubiese algún cambio en su extensión o forma. Por un rato largo me mantuve mirando frenéticamente así, primero el agujero y después las grietas en una repetición que acabó por hacerme doler los ojos.
Me refregué los ojos y me dispuse a relajarme, pero al volver a mirar al agujero, algo me llamó la atención; dentro de él, en la oscuridad que lo conformaba, algo parecía moverse. ¿Sería el recién caído?
«¡Es el hombre!,» grité, contento, exaltado.
Pero nadie reaccionó y más allá de mi súbito desafuero yo tampoco reaccioné. Al segundo me dispuse a aguzar la vista y observé esa oscuridad que se arremolinaba inexplicablemente. Había algo ahí dentro. Había algo. Había algo, así que miré.