miércoles, octubre 06, 2010

El guitarrista virtuoso

por. Facundo Ezequiel

Estaba terminando de escribir una carta cuando mi amigo me llamó:
—Mi profesor de guitarra va a tocar esta noche —dijo, desde el otro lado de la línea.
—Mirá vos, ¿y qué toca? —pregunté, no muy interesado.
—¿Además de la guitarra?
—Sí, además de la guitarra..., quiero decir, qué música toca.
—El tipo se toca todo, es re zarpado, el otro día, en la clase tocó una obra de Bach y casi me caigo de culo; si lo ves no lo podés creer. Pero no toca solo clásico, yo lo vi con su banda de rock y cuando tocó un par de temas de Maiden sacaba chispas; el tipo tiene algo que no te puedo explicar, tenés que venir a verlo hoy.
—¿Te parece?
—Sí, dale.
—Bueno.
Terminamos nuestra conversación y arreglamos encontrarnos en un lugar en el centro a cierta hora; tenía unos veinte minutos antes de salir. Terminé de escribir la carta, fui al baño, me puse algo de ropa encima, agarré mis cosas y salí.
Cuando llegué al lugar encontré a mi amigo en la puerta, esperando junto a su chica, una rubia de nombre de planta, y un tipo de pelo largo y rulos, encajado en un pantalón de cuero dos talles demasiado chico.
—¡Iannu! —gritó mi amigo cuando me vio acercarme.
Lo saludé con mi típica falta de entusiasmo y él me presentó a su amigo:
—Este es Facundo —le dijo al tipo, mientras me ponía una mano en el hombro—. Es groso, ya vas a ver. Facundo —me dijo ahora a mí—, este es Cristian; es el mejor guitarrista.
Nos dimos la mano y después saludé a la novia de mi amigo con un beso hipócrita o una frotada de mejillas; tenía puesto un perfume que me violó las fosas nasales y se me clavó justo atrás de los ojos.
La situación realmente me estaba matando el ánimo, después de tantas noches de salir solo estaba cansado de conocer mujeres de otros hombres y hombres demasiado estúpidos como para que me admiren por mi falta de entusiasmo en ellos. Todo atentaba contra mi ego y mi estima por la humanidad.
El guitarrista dijo algo que no escuché; yo miraba detrás de la cabeza de mi amigo cómo un grupo de tipos de camperas de cuero vociferaban mientras vaciaban una botella de cerveza. Los mejores momentos de mi vida se sentían como malas películas, y aunque pensé eso, ni siquiera estaba pasando un buen momento; era como ver un documental sobre la vida de Perón mientras un hombre encapuchado te clavaba agujas entre las uñas de las manos. No muy divertido.
—¿Qué te parece? ¿Entramos? —me preguntó mi amigo—. Cristian tiene que terminar de arreglar el sonido, pero mientras podemos tomarnos una cervecita.
—Dale.
Mi amigo atravezó la puerta de la mano de su chica, yo eché una mirada hacia la calle y después los seguí. El patova de la puerta me miró y con un gesto me dijo:
—Son diez pesos. Pagá adentro.
Yo no dije nada y me metí.
El lugar estaba oscuro, busqué a mi amigo, pero no lo vi por ninguna parte, aunque, después de todo, no había mucho que quisiera ver en ese antro.
Una vocecita me llegó desde abajo:
—Son diez pesos.
Miré. Había una mujer sentada en una mesa con un talonario de rifas y una caja de zapatos.
—No, mi amigo acaba de entrar, yo estoy con el guitarrista, el tipo de pantalones ajustados —dije.
—Si querés pasar a buscar a tu amigo son diez pesos.
—¿No puedo pasar un segundo a buscarlo? Es un segundo, estoy seguro que lo encuentro y arreglamos todo...
—Diez pesos.
Sentía que la conversación no llegaba a ninguna parte. Yo era muy fácil con la gente; no es que me engañaran con facilidad, simplemente me ganaban por cansancio; lidiar con los intentos subnormales de estafa me causaban un grado de vergüenza ajena tan incómodo que terminaban por sacarme cualquier cosa que quisieran. Así es como tenía una tele que nunca miraba, una multiprocesadora que nunca multiprocesó y un seguro de vida que nunca iba a cobrar.
Saqué mi único billete del pantalón y se lo entregué de mala gana.
La tipa cortó un número para mí con una firma en rojo en la parte de atrás y me dejaron pasar.
Apenas hice unos pasos pude ver la mesa en la que estaba mi amigo con su novia. Una mesera estaba parada junto a ellos, tomándoles el pedido.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó mi amigo.
—La tipa de la puerta me acaba de robar diez pesos.
—¿Por qué no me dijiste? Si entramos gratis; Cristian nos hizo pasar.
—No me sirve de consuelo que me digas esto ahora.
La mesera, que en algún momento se había ido, volvió con una Corona que plantó en medio de la mesa y destapó. A cada uno nos puso un vaso delante y después se fue.
Agarré la botella y llené los vasos intentando no generar espuma. Lo hice bastante bien. Vacié mi vaso de un trago.
—¡Epa! —dijo mi amigo—. Qué dure un poco, ¿no?
—No pasa nada, ahora nos pedimos otra —dijo la novia mientras le sobaba sonriente el muslo.
—Se... pedite otra —dije yo, llenando mi vaso nuevamente.
Mi amigo miró a su novia, esperando algún tipo de aprobación, después llamó a la mesera y le encargó otra cerveza.
El guitarrista se acercó a nuestra mesa y comentó:
—Al final no vamos a hacer la prueba de sonido; lo arreglamos sobre la marcha; ya fue, si no, se hace demasiado tarde.
—Tomate un trago —dije, alzando el vaso.
—Uh, no sé, no, le saco un traguito al muchacho, nomás... No me gusta tomar antes de tocar: me pongo lento —dijo y le tomó un trago del vaso de mi amigo. Se dio la vuelta hacia donde estaba la consola de sonido, le dijo algo al sonidista y encaminó hacia el escenario.
—¿Estamos? —dijo al microfono.
El tipo del sonido dio el OK.
Sacó la guitarra del soporte y se pasó la correa por detrás del cuello, bajó los brazos y la guitarra quedó firme sobre sus hombros. Parecía una especie de guerrero bárbaro, con su arma cargada y lista para disparar. Todos estábamos entusiasmados, esperando ver la clase de milagro que desataría con semejante máquina.
Empezó a puntear las cuerdas de acero con los dedos. Mientras su cuerpo se adaptaba a su nueva monstruosa forma, se contorsionaba de extrañas maneras, su cara gestualizaba ridículamente; realizaba arpegios que, poco a poco, florecían como jardines; campanas sonaban con una intensidad religiosa. No era sólo la cerveza; desplegaba acordes con tal seguridad, fuerza y belleza que en poco tiempo gran parte de la concurrencia estaba dispuesta a tapar con gritos de emoción su sonido.
Se notaba que se le dificultaba escucharse a sí mismo; empezaba a pulsar las cuerdas con más fuerza, machacaba casi como un tren, ganaba, segundo tras segundo, en velocidad. Le hizo una seña al sonidista para que suba el volumen, pero por alguna razón nunca parecía ser suficiente; se podía ver cómo saltaban los fragmentos de uñas rotas de sus dedos; apretaba los dientes, se lo podía sentir llegar al límite de su cuerpo. En cualquier momento yo estaba dispuesto a ver su espíritu flotando sobre nuestras cabezas, esa era la impresión que causaba.
Corrí la vista hacia la botella y me serví otro trago. Miré a mi amigo: tenía una mirada muy extraña, la rubia estaba inclinada sobre él con una expresión nerviosa y se sacudía un poco. Me serví otra vez, envidiando la suerte de mi amigo, despreocupado, disfrutando de un show de guitarra y siendo masturbado bajo la mesa con un vaso de cerveza lleno delante suyo. Solo esperaba que no acabe sobre mí.
Miré a mi izquierda y casi incrusto la nariz en el perfecto culo de la mesera, que se había inclinado para pasarle el trapo a una mesa. Deseé tener encima un par de cervezas más para animarme a hacer lo que tenía ganas de hacer. Me serví el último vaso de la botella.
Volví a mirar al escenario. El tipo se estaba derritiendo. Chorros de agua le caían por la cara, le empapaban la ropa. Cuando se movía bruscamente, para pasar de una nota grave a una aguda, del pelo saltaban miles de partículas de sudor en todas las direcciones, rutilantes como diamantes bajo la luz del escenario; era como ver una película de Rocky.
Todos estábamos tan ensimismados por el extraño efecto envolvente que este hombre había causado en nosotros, tanto que, cuando una nota mala y una puteada nos sacó del trance, ninguno entendía muy bien lo que estaba pasando.
El tipo se había llevado las manos a la cara y se encorvaba hacia delante; el pelo le cubría la cara y no se podía ver si estaba actuando o qué había pasado. El técnico de sonido dejó la consola y se acercó; tratando de tranquilizarlo le sacó una mano de la cara, entonces exclamó:
—¡DIOS!... Es el ojo, es el ojo. ¡Llamen a una ambulancia!
Mi amigo se levantó de un salto y se acercó unos pasos. Algo le hizo retroceder. Disimuladamente se subió la bragueta. Volvió a mirar al guitarrista que estaba empapado en sangre y después volvió a la mesa.
—Che, lo voy a llevar al hospital, tengo que llevarlo —dijo.
—Está bien.
—Te acompaño —dijo la novia y empezó a agarrar camperas y cartera.
—¿Venís? —me preguntó mi amigo.
—No, gracias, yo me quedo un rato acá...
Finalmente se acercó al guitarrista y junto al tipo del sonido lo llevaron agarrado por los sobacos hacia fuera, seguidos por la rubia.
La guitarra había quedado junto al parlante y poco a poco comenzó a elevarse una aguda montaña de acople. La gente apretaba los dientes.
—¡Eh, que alguien corte el sonido, la puta madre! —gritó un tipo desde atrás; se había parado y parecía dispuesto a romper todos los equipos.
La mesera se acercó a la consola y empezó a tocar nerviosamente todas las perillas, sin ningún resultado. La aguja blanca seguía clavándose en los tímpanos. El tipo de la barra, viendo que el ambiente se estaba poniendo pesado, fue junto a la mesera y también se puso a tocar botoncitos, pero nada.
El tipo que había estado gritando se abalanzó hacia el escenario y desenchufó el cable de la guitarra. Y mientras volvía a su mesa, aplaudido por algunos borrachos que estaban riéndose de la situación, el tipo dijo en una voz bien argenta:
—¿TAN DIFÍCIL ERA, TAN DIFÍCIL? ¿CÓMO MIERDA HACEN PARA QUE FUNCIONE ESTE LUGAR SI NO SABEN DESENCHUFAR UN PUTO CABLE?
Los empleados murmuraron y volvieron a sus trabajos.
Por fin un show valía lo que había pagado de entrada.
El guitarrista había tenido suerte: había un montón de guitarristas ciegos; con ojo o sin ojo podía seguir haciendo lo suyo, diferente hubiese sido si se le hubiera salido una mano, aunque me venían a la mente al menos un par de maneras más de rasgar una guitarra.
Vacié el vaso abandonado de mi amigo. Le hice una seña a la mesera: otra ronda. Me sonrió, pero ¿cuánto le duraría la amabilidad cuando descubriese que un show era lo único que podía pagar? La gente se hace rica tan solo para tener una serie continua de vacuas amabilidades. Yo era pobre otra vez. Después de un par de cervezas más, ¿cuánto duraría la amabilidad? Mientras tanto, había perdido la mano, aunque podía fingir un rato poniendo el muñón en el bolsillo. No me preocupaba, iba a disfrutar como rico, como en las películas; después de todo, hay más de una manera de rasgar una guitarra.