lunes, noviembre 08, 2010

Violín

por. Facundo Ezequiel

Shostakovich miraba cómo la nenita le tiraba migajas de pan a las palomas, y cuando éstas bajaban de los árboles agitando las alas, la chiquita corría juguetonamente hacia ellas y las palomas volvían a elevarse con un nuevo loco aleteo y un agradable plac-plac que parecía embelesar a la jovencita.
Shostakovich se acomodó en el banco de granito para ver mejor las rellenas y pálidas piernitas que se movían torpemente y quedaban completamente al descubierto cada vez que la nenita pegaba un salto. Se levantó con un suspiro y caminó hasta el puesto de un viejo que vendía gaseosas, chupetines, algodón de azúcar y maíz. Miró unos instantes las cosas que ofrecía el viejo y finalmente decidió comprar dos bolsas de maíz y un pirulín; esos chupetines en forma de cono, que terminaban en una punta filosa y pinchaban la lengua, que recordaba de su propia niñez como algo que más tarde aprendió a llamar de una forma complicada, una palabra que no se acordaba del todo en ese momento pero que quería decir que le provocaba placer y rechazo al mismo tiempo; estaba seguro que había usado alguna vez la palabra, pero empezaba a dudar si realmente existía.
Le pagó al viejo y abrió una de las bolsitas de papel. Agarró un puñado de granos y los tiró con fuerza hacia delante, a espaldas de la nenita. Los pájaros la pasaron de largo y fueron en busca del maíz. Shostakovich corrió a las palomas y vio a la nena que ahora lo miraba con una mano en la boca con un gesto tan infantil como poco higiénico. En la otra mano la nena sostenía medio mendrugo de pan, casi completamente vaciado de miga. Shostakovich se acercó un poco más.
—Les gusta más el maíz —dijo Shostakovich, tomando otro puñado de la bolsita de papel. Tiró el puñado cerca de la muchachita. Las palomas advirtieron inmediatamente la nueva ración de granos que bailaba brillantemente como una constelación sobre la piedra de la plaza y bajaron mecánicamente, agitando otra vez sus alas de rata.
La nena enloqueció de placer con la nueva oportunidad de hostigar a la hambrienta plaga. Corrió dos vueltas alrededor de los granos hasta que logró echar a todas las palomas que querían hacerse con un grano.
Shostakovich sentía que se le llenaba el corazón de dicha. Abrió la segunda bolsa y echó una mirada dentro: estaba igualmente llena de granos de maíz. Volvió a cerrar la bolsa y se la extendió a la chiquita con una gran sonrisa. La nena no dijo una palabra sino que, con una párvula desfachatez, arrebató la bolsa de la mano de Shostakovich, soltó el pan que tenía, tomó un puñado de granos y los arrojó torpemente hacia arriba, haciendo llover el maíz sobre su cabeza. Las palomas enloquecieron y volvieron a revolotear, algunas chocaron contra la chiquita, intentando rescatar algún grano que se había quedado atrapado en su blonda cabellera.
La nena se asustó y tropezó. Shostakovich se apuró a auxiliar a la niña que ya había empezado a desfigurar su rostro en un amague de llanto.
—¡No llores, no llores! Son malas las palomas, ¿eh? —. La tomó por los bracitos y le ayudó a pararse. Sacó de su bolsillo el pirulín que había comprado hacía unos instantes y lo agitó ante los ojos humedecidos de la chiquita; su boca, en incipiente puchero, poco a poco se desdibujó; empezó a emerger una sonrisa. Con falsa timidez la nena tomó el chupetín y quitó la película plástica que lo cubría.
—Gracias —dijo, con una vocecita de azúcar y se llevó el chupetín a la boca.
Shostakovich sonrió.
—¡Oh, mirá cómo te ensuciaron el vestidito estos bichos de porquería! —dijo Shostakovich, señalando la tierra que ensuciaba la parte posterior del vestido rojo floreado.
La nena hizo una extraña contorsión y frunció el seño.
—No te preocupes, yo te limpio.
Shostakovich empezó a sacudir el polvo del pequeño vestido, sintiéndose feliz de poder ser útil, pero algo turbado al sentir la blanda carne bajo el algodón. El ritmo de su respiración aumentaba mientras se demoraba con un impúdico perfeccionismo en una tierra que parecía que no saldría nunca.
—No sale —tartamudeó.
—No importa —dijo ella—. Corré a las palomas.
—¿Querés que corra a las palomas?
—Sí. Yo te miro. Me siento acá, como el chupetín y miro.
—¿Querés que mate a las palomas?
—Pisalas.
—Son malas las palomas, ¿no?
—Son tontas... Y me tiraron.
—Sí, son palomas tontas.
La nena se sentó en uno de los bancos de granito, agitando las piernas hacia delante y hacia atrás. Estaba contenta. Shostakovich sonrió mientras veía a la nena lamiendo el chupetín alegremente, balanceándose al ritmo de su felicidad. Tomó un puñado más de maíz y esperó a que bajaran las palomas. Una vez que parecían confiadas, picoteando acá y allá, Shostakovich corrió con todas sus fuerzas y se abalanzó hacia el grupo de palomas. Cuando empezaron a levantar vuelo Shostakovich lanzó una brutal patada al vacío.
Una paloma se agitaba en el suelo. Shostakovich miró, sorprendido de haber logrado alcanzar a una de las palomas. Miró a la nena con una interrogante en la cara. La nena dejó de chupar el pirulín y gritó:
—¡PISALA!
—¿Segura?
—¡Sí, Pisaalaaa!
Shostakovich se acercó a la paloma lentamente, un poco asustado. Cuando ya estuvo junto al pájaro levantó rígidamente una pierna sobre el bicho y se tapó los oídos. Miró a otro lado y dejó caer la pierna con fuerza. Cuando se destapó los oídos escuchó la carcajada de la nena. Volvió la mirada hacia donde esperaba encontrar una sangrienta masa de carne y huesos, pero la paloma seguía agitándose, un poco más allá.
—¡Le erraste, tonto!
—Parece que sí... Ya la voy a agarrar.
Shostakovich fue por un segundo intento. Repitió el proceso, pero esta vez notó una diferencia. Al bajar la pierna sintió bajo su pie como si estallara un globo lleno de agua. Apenas se animó a ver. Era algo asqueroso, y esa cosa todavía parecía mover una pata, ¿o era parte de la cabeza? Seguro era un acto reflejo de los músculos. La paloma había sido pisada.
La nena saltaba de alegría en su asiento.
—¡PAF, hizo, PAF!
—¿Estás contenta?
—Sí, gracias, sos el mejor. ¿Cómo te llamás?
—Me llamo Vladimir, pero me podés decir Vladi.
—¿Vadi? Es un nombre raro.
—Es Vladi, pero me podés llamar como quieras.
—¡Vadi Palomi! ¿A que te llamás Vadi Palomi?
—¡Ja, ja, ja! Vadi Palomi está bien... ¿Y vos, cómo te llamás?
—Lucy.
—Lucy... es un nombre hermoso. Como Lucy en el cielo con diamantes.
—¿Para qué en el cielo? Ahí están todas esas palomas. ¡Puaj!
—Ja, ja, es verdad, mejor es estar acá... juntos, ¿no?
—Sí, ¡y pisar palomas!
—Y pisar palomas...
Shostakovich se quedó mirando a la pequeña Lucy mientras continuaba lamiendo el chupetín.
—Lucy, ¿te gusta el pirulín?
—Mm... me encanta.
—¿Te gusta mucho?
—Sí.
—¿Cuánto? ¿Hasta la luna?
—Pasando la luna, ida y vuelta.
—¡Qué bueno! ¿Sabés una cosa?
—¿Qué?
—No le digas a nadie, pero yo tengo un pirulín especial.
—¿Lo tenés acá?
—Lo tengo guardado, no te lo puedo dar acá.
—¿Por qué es especial? ¿Qué tiene?
—Es un millón de veces más rico que ese que comés ahora.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Me lo vas a dar, Vadi Palomi?
—Sí, Lucy, a vos y solo a vos, pero no se lo podés decir a nadie. ¿Realmente lo querés?
—¡SI!
—Entonces tenés que venir conmigo.
Shostakovich le extendió la mano y Lucy la tomó, y se deslizó fuera del banco de granito, canturreando:
—Vaaadi Palooomi Piruuuli...

Serán monedas

por. Facundo Ezequiel

En estos días
en los que el fantasma de Perón
se mete a dormir en todas las camas
es deshonroso
no tener un trabajo
no tener conciencia política
no creer que el pueblo,
combativo e ignorante,
tiene todas las respuestas

Pero a mí no me importa
el limbo linfático
de la complacencia
ni tampoco me interesa
el fuego de retórica roña
ni si la verdad absoluta
es un gran combustible

Trato de mantener las cosas simples
y ellas evitan que me vuelva loco
cada vez que una perfecta pelirroja
me deja con un cigarrillo entre los dientes
para irse de la mano de otro hombre

Seré optimista pero,
este sentimiento de mierda,
¿no querrá decir que
no nací para perder?
Por las dudas sigo apostando;
serán monedas
pero es todo
lo que tengo.

Levitación

por. Facundo Ezequiel

Fui a comprar unos discos, algo de Bowie, algo de Billie Holiday, muy feliz porque por fin tenía algo de plata como para comprar un poco más que fósforos y alcohol (una forma barata de inmolarse, que estaba considerando). Así que con una alegría bien escondida me acerqué al mostrador: los discos en una mano y la otra mano metiéndose como una rata en el bolsillo (una chica una vez me dijo que donde la rata puede meter la cabeza, entra toda; cómo esta chica sabía esto escapa mis pensamientos más inocentes); lo que quería decir es que tenía el brazo metido hasta el codo en el bolsillo y no había rastro de un maldito billete; casi me rascaba el tobillo y nada de nada, ni una moneda, ni una pelusita; fue entonces que muy astutamente me di cuenta de que tenía un agujero en el bolsillo, es decir, ADEMÁS del obvio agujero que nos permite acceder a las pertenecias que guardamos e introducimos por el previamente mencionado y redundante agujero: tenía un agujero y había perdido la guita.
La mujer de la caja me miraba con la mirada agnóstica de todos los que laburan 12hs diarias y yo le sonreía nervioso.
“¿Tarjeta o efectivo?,” escuché una voz que me preguntaba.
Miré a ver si había otra persona detrás de la cajera que me estuviese hablando, porque no la había visto mover los labios, pero esta chica era muy flaca, era un junco: hubiese sido imposible. Volví a meter el brazo en el bolsillo. Aproveché para arrancar un pelo de la pierna que tenía encarnado, pero otra vez esa voz que NO venía de la boca de la cajera, habló:
“¿Por $5 más quiere llevar los éxitos de Sandro?”
Y no había movido un músculo: era la mejor ventrílocua, o la mejor mentalista.
“¡Me estás jodiendo!,” exclamé, “. ¿Cómo lo hacés? No movés la boca, nada... ¿Cómo mierda hacés?”
“¿Disculpe?”
“¡Ahí! ¡Lo estás haciendo de nuevo!”
“¿Eso? Perdón, a veces me olvido y asusto a la gente.”
“¿Cómo lo hacés?”
“Es difícil de explicar, estudié diez años con Sai Baba; pero esto no es nada... deberías verme levitar.”
“Quizás debería,” dije.
“Mirá, eh.”
Cerró los ojos y por un segundo me pareció que me tomaba el pelo.
“Te estás poniendo de puntitas,” dije, riéndome. Pero ella no dijo nada y continuó elevándose, hasta que no me quedó ninguna duda; es decir: cualquiera levita unos centímetros del suelo, pero esta mujer ya estaba por chocarse la cabeza contra el techo.
“¿Qué te parece?,” me dijo, mirándome desde arriba.
“Increíble... ¿Qué hacés trabajando acá? Con una habilidad como ésa podrías hacerte millonaria...”
“Con Sai Baba aprendí que uno no debe aspirar a los bienes materiales.”
“Nunca querría aspirar una heladera,” dije jodiendo, pero ignoró mi comentario, y comenzó a bajar lentamente, hasta que otra vez tocó el suelo con los pies.
“¿Estás bien?,” pregunté.
Se la veía agitada.
“Sí, es que hace mucho que no levito tanto, y cansa...”
“Solo me lo puedo imaginar.”
Nos quedamos en silencio, mirándonos. Me acordé de que no tenía plata y los discos estaban sobre el mostrador.
“Mirá,” dije, “... en realidad no voy a comprar estos discos.”
“¿No? ¿Te asusté? ¡Perdón, por favor, no le digas a mi jefe, que ya es la segunda vez en el mes, me van a echar!”
“No, tranquila, nada que ver, todo lo contrario, me gustó mucho el truco de la voz, y verte levitar fue... fabuloso; es decir: nunca vi a nadie levitar así, me pareció hermoso... lo que quiero decir es que la única razón por la cual iba a comprar los discos era para hablar con vos, así que...”
“En serio.”
“Absolutamente.”
Ella se sonrojó, sonrió, intercambiamos teléfonos y le dije que la iba a llamar esa misma noche.
Me fui con los discos y un par de ideas útiles para el asunto de la levitación. Hice un bollo con su número de teléfono y me lo metí en el bolsillo. Ya podía ver mi primer millón, mientras caminaba de vuelta a la pensión.

Recuento

por. Facundo Ezequiel

Mi poesía tiene la melodía
de los huesos rotos
y el ritmo espumante
de la cerveza caliente
de una madrugada de octubre

Yo amo a todas las mujeres
que saben decirme que NO
y cada una tiene sus versos
porque soy bueno y bondadoso
y pobre como un santo

Entre mis palabras yacen
los moribundos meones
y las excreciones más humillantes
que envejecen en pastosos pegotes
en asientos de trenes

Si esta ciudad estuviese habitada
no tardaría en caerse a pedazos
como una forma natural de defensa
contra todos los maniáticos sexuales
y asesinos
y yo me exiliaría en otra cama
sin la patética necesidad
de escribir lo que siento

Pero nadie vive acá
y de todas formas
me dicen
que no
siento
mucho