lunes, septiembre 24, 2007

La amo

por. Facundo Ezequiel

La amo:
amaría que me ame de igual manera
al punto de tocar la insana felicidad
y hundir en ella mi nariz
y mojar en ella mis orejas
hasta que la enfermedad de la muerte sea un festejo
y cada respiro una bacanal de emociones
y cada lágrima un costal de posibilidades
Amaría entonces al amor mismo
y me conformaría con verlo a la distancia
incluso si me dejara por aburrimiento
yo encontraría excusas para reír a carcajadas
Sí, la amo.

Thoughts of an inner voice

por. Facundo Ezequiel

Those memories were eyes, were blue.
Thoughts of remembrance are brought;
Those harsh streets of cold needles were broad.
Thoughts even tears and endless joys.
Offered a man to the love of mine
A heart-shaped empty box of loss.
Did she take it? Thought of it as a gift?
She did take it, she did not think at all.
Are you remembering too? Are you, my love?
Walked more than thousand miles:
Passed the graveyard,
Passed the wasteland,
Passed the Élysées;
Heard distant voices crying loud to me,
But were nothing but whisperings.
And when the world was nothing but a round road
And when nothing was foreign to my senses,
I looked down my feet and didn’t recognized them.
The possibilities of caughting a glimpse of a future
Were as close to me as my own skin.
Then what did I see? What?
The boldness of my words may not be appropriate
But my crack-elated tongue does not rest at all
If any of the corners of my mind is blinded to the eye,
And I do not rest either, believe me y’all.
Those memories were eyes, were blue,
Were memories of a past not yet passed.
But I didn’t owned them, so I wrote them
For another eyes to wander among them,
Perhaps even those distant, unavoidable blue eyes
That my love eagerly danced before mine.
Those whom passed my way may read too,
So please remember thy cries and thy inner wars,
‘Cause worse than remembering all is to deafen a call.
I kept walking, I know I kept walking: I’m still walking
And I know I won’t stop at all
‘Til I find that reader of my soul that laughs and cries
When that hideous shy voice tells me to do it so.

Herbácea

por. Facundo Ezequiel

Los lirios en el valle se recuestan unos sobre otros,
Recordando el último instante de sus vidas anteriores
Cuando eran hombres y mujeres y creíanse superiores.
Morí. Mi carne : mi ceniza. Mi recuerdo humano eterno
Permanece en el éter y cuando pisan mi hierba puedo verlo
Cristalizado en los ojos vidriosos de quien no tiene credo.
Famélicos instantes de espiritualidad carcomen el valle
Y la brizna que no tiembla de frío se estremece al pensar
Que en el invierno que nace no habrán ojos que se hallen
Ni arte en el hielo que mate a su prole pese a su rostro,
Poético y pálido rostro, mujer de hinojos que no suplica,
Célibe encuentro de platónicos amantes y fiel logro,
Nupcias tácitas entre la universalidad y el bajo cuerpo.
El lirio memorioso se recuesta y se sabe sin más renacimientos.

El peso de las cosas

por. Facundo Ezequiel

Cómo amo el peso de las cosas,
sostener en mi mano una gaviota muerta
y saber que hay vida en el tacto;
sentir el leve roce de la rodilla femenina
y que el corazón, peso muerto, caiga piedra a mi ombligo.
Cómo disfruto de la carga en mis hombros,
cuando se levanta de a poco
y siento que mi altura incrementa.
Y cuando alzo mis ojos y encuentro tus ojos,
mi alma será testigo,
¡Cómo amo el vano peso de las cosas!

Última lección

por. Facundo Ezequiel

Puse el pecho y recibí las balas;
El pelotón fusiló sin resentimiento
Y yo miré el fogueo, lo vi de frente,
Sin vendas a los ojos,
Que nada daña mi vista,
Ni siquiera ver la muerte,
Porque ya lo vi todo.
Y si fuese mal alumno me asustaría
El negar a mi única maestra,
Pero con dificultad aprendí
Que ya lo sabía todo,
Y olvidar lo aprendido,
Incluso olvidarse del miedo,
Por olvidarse del olvido
Fue mi última lección.

Haiku

por. Facundo Ezequiel

Estaba ansioso.
Desperté en la noche.
No quise dormir.

Cierta vez supe lo que era poesía
y sonreí satisfecho;
me dispuse a escribir unos versos,
pero, al casar la hoja con la pluma,
no nació de esa unión más que desilusión y desconsuelo.

Quise yo servir
a una causa justa :
decidí morir.

Sentí la culpa de quien desea una niña
para criarla como amante.
Bajé la vista de mi alta aspiración
y encontré a mis pies hundidos en el barro patibulario :
seré víctima de vacíos haikus.

Del clítoris mordido del mundo mana el poeta como dulce pus

por. Facundo Ezequiel

Del clítoris mordido del mundo mana el poeta como dulce pus
Y aunque la ávida lengua rechaza la impávida mirada volada
No reniega jamás de los sabores que ofrece la sacra abertura

Mirad mirad al tiempo que vuelan los colores maternos del seno
Blanco blanco mirad mirad blanco blanco y puro blanco será
Prisma magnético absorbente luz de ignominiosa sonoridad

Perro faldero de las féminas piernas dominantes piernas
Ahorcan aprietan el cuello del perro investigador uterino
Se olvidan las negras falencias de carácter se contagia el olvido

Y deja de ser al tiempo que es con los colores maternos del seno
Huele y saborea blanco blanco perro faldero de carácter olvidadizo
Del clítoris mordido del mundo mana el poeta como dulce pus

lunes, septiembre 17, 2007

Paseo alrededor de la vieja escuela

Por. Facundo Ezequiel

Caminaba triste, rondando el viejo campo del colegio donde un grupo de chicas amaneciendo a la femineidad corrían al desencadenante pitido del silbato de una gritona profesora de gimnasia. La mayoría de ellas aún serán inocentes, infantiles en su concepción de la vida, y no menos hermosas que las otras, concientes de su sensualidad; pensaba mientras veía las graciosas extremidades de las nínfulas uniformadas de azul corretear de acá para allá, pero cada vez más lejos, pues seguía caminando. El sol era pálido y reconfortante al mismo tiempo, como suele serlo en las tardes de invierno. Un paredón de concreto, sin ser metáfora alguna, separaba las juguetonas ninfas de los crecientes niños que en su perpetua infantilidad masculina pateaban de un lado a otro una pelota de cuero gastada sin más gracia que la que ofrece la brutalidad guerrera del hombre no desarrollado. Y éstos se alejaron también, pues seguía caminando. La iglesia del colegio no guardaba atractivo alguno más que cuatro jovencitas que ante sus puertas aparentaban tener la indiferencia de las palomas ante los monumentos y las estatuas. Un poco más adelante pudo reconocer que la religiosidad no se encontraba encerrada en ningún templo que no fuese de carne y hueso. Reclinada sobre la pared del kiosco de la esquina vio claramente, vestida de rosa, a una descendiente directa de alguna diosa africana. Pero ella también quedaría detrás, mientras él se dedicaba a seguir caminando. Había dulcificado su tristeza mirando melancólicamente a los cuatro vientos y llenándose los ojos vacíos de vida. De su pantalón sacó un pequeño anotador y una birome, y en él anotó, sin detenerse y con letra temblorosa:

La belleza es algo que puedo admirar
por el simple hecho de ser ajeno a ella;
mi vida es todo lo terriblemente hermoso
que no puedo soportar y quedó atrás.

Lo leyó con los ojos humedecidos y luego encajó la birome entre las hojas, cerró el anotador y lo devolvió al bolsillo, pero pronto quedaría detrás su tristeza, pues seguía caminando.

martes, septiembre 04, 2007

Cleanup time

Por. Facundo Ezequiel

—¡A limpiar! —tronó la Gorda a través de la podrida puerta de madera. Su voz sonaba como una gran cuchara golpeando una cacerola de hojalata. La Gorda me despertaba siempre de la misma manera y nunca entendí por qué carajo gritaba “¡a limpiar!”; ni siquiera era justificable la mera mención de la limpieza en un asqueroso agujero como ése.
Me levanté de la forma en la que podría levantarse un borracho en un bote en altamar antes de las seis de la mañana: casi me parto la nariz contra el suelo. Me arrastré hasta el primer escalón de la exageradamente empinada escalera y, en cuatro patas, como un perro atropellado, trepé hasta la puerta. Me molestaba tener la certeza de que del otro lado me iba a encontrar con el culo celulítico más grande y horrible que jamás le sonriera a hombre alguno. Tomé mucho aire y... Ahí estaba; con sus dos enormes cachetes y su raja que razonablemente intentaba la conciliación de semejantes pedazos de nalgas con su amable sonrisa vertical. La Gorda no podía evitar que el bombachón amenazara con desaparecer en la oscuridad de su hambriento culo. La muy vaca estaba esperándome, dándole la espalda a la puerta, mientras se morfaba un paquete entero de pan lactal, rodaja por rodaja, muy lentamente, pero, eso sí, con queso untable de bajas calorías. Era una escena muy asquerosa y uno nunca se terminaba de acostumbrar.
—¡Mmm...!
La gorda se dio cuenta de mi entrada y, con la boca llena y el movimiento gelatinoso de su papada, me indicaba dónde sentarme. Yo le hice caso aunque fuese para evitar que siguiera flameando su fláccida carne. Sabía que esa mañana me sería imposible probar un solo bocado; al menos no con la Gorda delante mío y el alcohol de la noche anterior aún en mi sistema.
La Gorda intentó comunicarse en su repugnante idioma de migas y saliva:
—¡Moy flinda la mojafifa daferg!
No entendí ni una de las palabras de la Gorda, pero, por la manera frenética en la que los pedacitos de pan salían despedidos de su boca y por la cantidad de baba que formaba espumones en la comisura de sus labios, deduje que era un comentario sarcástico acerca de la mujerona que había llevado el día anterior a mi mugriento sótano. La Gorda siempre se ponía celosa de mí y asquerosamente protectora e insultaba a toda mujer que ocasionalmente pudiera relacionarse conmigo. Era su forma de preservación puesto que creía que en cualquier momento la podría dejar a ella, sola en aquel agujero, sola con su enorme culo.
Intenté cambiar el tema y le pregunté si no le molestaba que me diera una ducha rápida. De alguna forma asquerosa me dijo que no y yo me fui derecho al baño, así como pude; tambaleante y con la vista todavía un poco borrosa por la lagaña.
El baño no era menos roñoso que mi habitación subterránea —quizás porque no podía evitar mearme y cagarme en él cada vez que entraba—, pero el agua de la ducha que caía en forma de lluvia daba la ilusión de provocar la limpieza del cuerpo y del alma. Claramente uno se daba cuenta de que era una mera ilusión cuando al despabilarse un poco se recordaba el grito matutino de la Gorda: “¡a limpiar!”. Y era terrorífico que la Gorda chiflada usara justo esas palabras; le quitaba el misticismo a la ducha y creaba la sensación de bañarse en una fosa séptica. El eco de sus palabras metálicas continuaba resonando y resonando y no había forma de quitárselas de encima. Ahí es cuando se terminaba el baño y uno ya quería volverse a dormir o a beber o a coger con cualquier cosa que no se pareciera ni remotamente a la Gorda o a su culo.
Salí del baño ya vestido, esperando poder escurrirme fuera de ahí en la primera oportunidad que encontrara. Pero la Gorda estaba siempre atenta. No dejaba escapar una mosca sin una excusa que para ella fuese realmente justificable, así que cuando vi que me ponía su mirada de matrona-psíquica-hipnotizadora dije seca pero naturalmente que me iba a comprar pan y cerveza, que en seguida volvía.
—Esperame que te voy a traer una sorpresita —agregué con mi mejor sonrisa.
Salí despacio por la puerta de entrada —de salida, en mi caso— y sentí un alivio como nunca sentí antes de poder ver en todo su esplandor el peor barrio de la ciudad. La luz del día todavía era un tanto pálida y sólo había unos pocos tipos que salían a trabajar —o volvían— y un par de drogadictos que aún no podían pegar un ojo pero que parecían estar por caerse en el primer montón de basura mullida que encontrasen. También estaba la puta de la vuelta que de vez en cuando me la chupaba gratis. Creo que yo le gustaba, o le gustaba el sabor de mi pija. Por suerte no me vio; yo no estaba de ánimos... todavía era muy temprano para empezar.
Me encaminé hacia el único bar que sabía abierto y que todavía me fiaba. Para el tiempo en que llegué sólo había un par de borrachos que prácticamente debían de vivir ahí; se los veía inclinados sobre sus vasos como si éstos los aspiraran dentro de ellos con una extraña e invisible fuerza de atracción. Levantaban los vasos de una forma tan brutal y primaria que parecían estar luchando contra ellos y no bebiendo de ellos. Los vasos parecían estar ganando; no paraban de vomitarles su contenido alcohólico dentro de sus gargantas y, aunque las pobres víctimas se quejaban con incomprensibles musitaciones, no había ninguna muestra de piedad por parte de los victimarios. Se podía oler los dulces eructos de estos muertos en vida; la cirrosis flotaba en el aire y yo no quise desencajar de ninguna manera así que me pedí un buen vaso de ginebra.
Jugueteé un rato con el vaso, mirándome en el reflejo y pensando en éste, en cómo se deformaba y en cómo la luz podía ser a veces tan fantástica y otras veces una verdadera molestia. Me pregunté si habría fórmulas que calcularan la manera en que actúa la luz sobre los cristales y pensé un poco sobre las sombras, si eran en verdad algo así como la falta de luz o si no serían simplemente algo diferente. Me tomé el vaso. Me pedí otro. «Ningún otro vaso hasta que no pagues los que debés», me dijo el tipo del bar, seguramente pensando en alguna película yankee por la forma en que lo dijo. Yo no dije nada. Me fui.
Caminé un tanto más, perdiendo el tiempo hasta que abriera el siguiente bar que aún me dejaba tomar sin pagar. Los viejos barrían las veredas, las baldeaban con los pies descalzos en el agua, como si hiciera calor. Los viejos están todos locos. Aunque, después de todo, cuando tenés la seguridad que te morís de un día para el otro, no te va a importar mucho resfriarte.
Los tipos como yo somos la maldición de estos lugares que sanguijuelan a los pobres borrachos, porque nunca pagamos un solo vaso. Pero ellos no pueden hacer nada contra nosotros porque saben que, el borracho, aunque no pague hoy deberá pagar mañana, así que fían una o dos veces y luego no te sirven más, hasta que pagues; pero mientras mis piernas duren no me importa mudarme de bar en bar tan sólo para tomar una o dos copas. Nunca me rebajaría a pagar una sola gota de alcohol; eso es para imbéciles perdidos. Convencido de eso llegué al siguiente bar. Era una especie de pasillo en el que había que entrar de costado y en el que no podías evitar llegar hasta el fondo sin haber gastado el culo con la pared y haber pasado el bulto por la espalda de todos los clientes sentados a la barra. Era el bar predilecto de los maricones. El tipo que servía los tragos no tenía ningún problema en que yo tomara gratis, de hecho, sospechosamente, me alentaba para que yo tome. Creo que era maricón también, y se quería aprovechar de mí.
Le sonreí un poco al tipo de la barra, al presunto maricón, hasta que con sus hermosas botellas me puso un poco en sintonía con el mundo, luego me levanté y, tambaleando, me largué de ahí lo más rápido que pude.
Ya había gente en la calle. El sol brillaba en todo su esplendor. A los pocos minutos de caminar bajo él pasó de ser hermoso y glorioso a ser sofocante y horripilante. De a poco empecé a sentirme realmente mal. El sudor me corria desde la frente hasta las bolas y casi me cago encima. Busqué un lugar con sombra para sentarme y recuperarme. El primer lugar que encontré fue un supermercado chino; entré dando saltitos, disimulando mi carrera hacia la zona de los congelados. Agarré un par de sachets de leche y los sostuve en mi cuello y frente. No pasó un minuto que ya tenía a uno de esos chinos vigilantes encima, diciéndome con su acento chino «no se hace, no se hace, deja, fuera», y lo repetía una y otra vez mientras hacía gestos y ponía caras chinas como sólo hacen los chinos cuando te echan de sus supermercados.
Le hice caso al chino porque, después de todo, ya me sentía mejor, lo suficiente como para llegar al siguiente lugar protegido del sol.
La plaza se veía bien y parecía bastante viva con todos los chiquitos correteando y vociferando pendejadas; los pibes rateados del colegio siguiendo chicas y canchereando sobre sus dudosas habilidades sexuales en una vergonzosa forma de piropo que, por lo visto, funcionaba de maravillas con las chiquitas más rápidas. Los que ya estaban en una etapa más avanzada se comían las bocas entre las sombras de los árboles. Ahí me senté yo, entre las parejitas que por poco no estaban teniendo sexo, lo que hubiese sido maravilloso de haber sucedido.
Me quedé observando cómo estos inconscientes seres, víctimas de la animalidad, se comportaban en su medio ambiente. ¿Qué finalidad había en joder y procrearse hasta el hartazgo? ¿Cuál era la razón por la que todos estos pobres e inconscientes seres que habitaban este planeta tenían la imperiosa urgencia de matarse cogiendo, de coger hasta reventarse los miembros de tanto bombear?
No tenía las respuestas, pero de pronto a mí también me estaba urgiendo coger. O fumar un cigarrillo. Hacía mucho calor para el ejercicio físico así que le pedí un cigarrillo a todo aquél que pasaba. La mayoría fingía no escucharme y los otros me mentían diciendo que no tenían. Finalmente conseguí uno de mano de un basurero que estaba juntando papeles en la plaza. Era una mierda de cigarrillo, con un gusto a alquitrán que me secó la garganta, pero era todo lo que necesitaba para calmarme por el momento.
Por alrededor de una hora miré a todas las hermosas mujeres y chiquitas que paseaban en su inocente escasez textil e, interiormente, me quejé prácticamente a los gritos de mi suerte. Ese efecto causan las bellas mujeres en los hombres desesperados que necesitan, en su desesperación, desesperadamente dar amor. ¿Pero acaso una mujer desesperada se cruza en el camino de este hombre desesperado? No. Al menos no ninguna que valga la pena conservar.
Esos pensamientos empezaban a dolerme físicamente así que me puse de vuelta al ruedo, al siguiente bar.
A menos de mitad de camino mis pies se arrepintieron y me llevaron en otra dirección. No sabía adónde me llevarían pero suelo confiar en ellos; nunca me habían fallado antes...
Cuando me di cuenta estaba en la calle de atrás del mugriento lugar en el que vivía, delante de la puerta de la puta, a punto de tocar el timbre.
El sol estaba un tanto más flojo que antes; por lo visto había estado caminando por un buen rato antes de llegar ahí. Se podía ver a la luna asomando un ojo a través de lo azulado del cielo. No faltaba mucho para que oscureciera.
El timbre sonaba como un viejo teléfono. Tuve que tocar dos o tres veces hasta que se escucharon los pasos acercándose a través de la puerta. Yo estaba un poco nervioso, siempre me pasa así cuando toco una puerta por primera vez; antes siempre me había buscado ella, así que no sabía exactamente qué hacer o decir cuando me abriera; ni siquiera me acordaba su nombre, siempre la recordé como la puta.
De todas formas, se escuchó cómo se destrababa la puerta y luego se abrió de golpe, de forma violenta, aunque sólo un poquito, lo suficiente como para asomar un ojo y medio por la abertura. El ojo que se asomó era claramente el de la puta. Era un ojo cargado de maquillaje; un ojo demasiado sexual, en mi opinión. De pronto hasta quise cogerme al ojo, pero eso hubiese sido raro. Me reí de mi pensamiento y éste me sirvió como para relajarme un poco. Hablé yo primero:
—Hola... bueno, ¿qué tal?
—Hola —me dijo secamente, o me pareció a mí, que esperaba algo más que un simple “hola”.
—Ejem... ¿Puedo pasar?
Ella sonrió y, por fin, abrió la puerta, haciendo suficiente lugar como para que mi cuerpo pase. Y mi cuerpo pasó.
No perdimos mucho tiempo hablando; era bastante obvio a lo que yo iba y seguramente se me figuraba la idea en la cara en esa expresión estúpida que tienen todos los hombres excitados cuando casi no se pueden contener más.
Fue una sesión rápida y salvaje en la que casi me disloco la cadera. Al terminar, bailaron delante de mis ojos miles de estrellitas, de esas que aparecen cuando no nos llega suficiente oxígeno a la cabeza. Estaba agotado. Estaba dispuesto a subirme el cierre del pantalón (ni siquiera me había molestado en sacármelo) cuando la puta me metió la mano de nuevo y empezó a sacudírmela, y, bueno... yo no puedo negarle a una mujer semejante placer. Treinta segundos más tarde mi pinga ya estaba dura de nuevo y la muy puta prácticamente me violó. Lo único que tuve que hacer fue acabar en el momento justo; ella hizo el resto del trabajo. Dejé que me violara un par de veces más y luego me escapé... muy a su pesar.
Con una importante cojera (qué palabra más acertada) me mandé a patear el asfalto como un maldito tullido. Di vueltas en forma de espiral, incrementando progresivamente el perímetro de las circunferencias que seguía en mi camino, ayudando a la circulación en mi entrepierna. A unos quince minutos de comenzado el recorrido ya me sentía mejor.
El cielo era de un negro azulado y si se miraba más allá de los focos de los postes de luz se podía ver uno o dos tímidos puntitos de débil luz sideral. Esa luz viajaba millones y millones de kilómetros hasta que llegaba a nuestras córneas; eso te daba la seguridad de que nuestra existencia se extendería poco menos de lo que llaman eternidad. Quizás esas estrellas ya hubiesen desaparecido, sin embargo, para nosotros, es como si estuviesen justo delante de nuestros ojos; nuestros reflejos de luz viajarían millones y millones de kilómetros también para ser vistos en un futuro por alguien en otra galaxia que pensaría lo mismo que pensaba yo entonces.
En ese momento me crucé con un pequeño puesto de flores que estaba en una esquina, pegado a una parada de colectivos. Hubiese comprado un ramo de flores; estaban muy lindas; pero, como por costumbre, no tenía un peso. Así que pasé caminando rápido y tomé prestado uno sin permiso.
Si me preguntan para qué quería yo tan desesperadamente un puto ramo de flores no sabría qué contestar; fue más bien un impulso inconsciente el que me hizo robarlas. Pero después de caminar tres cuadras ridículamente con el ramo de flores en mis manos no iba a tirarlo; piensen en las personas que se toman el trabajo de regar a las guachitas, que esperan quizás incluso meses para poder descuartizarlas en vida. ¿Cómo desperdiciar el esfuerzo de tan honorables personas?
Tuve un momento de reflexión zen que no me llevó a ningún lado que yo quisiera llegar. Estaba enfrente de la pocilga de lugar en el que solía dormir.
Suspiré. Tosí húmedamente. Quizás tenía que aflojar un poco con el alcohol. La Gorda debía de estar durmiendo. Su culo estaría roncando.
Me lancé tímidamente al picaporte pero no llegué a agarrarlo; estaba indeciso. Sabía lo que significaba el abrir esa puerta, sería lo mismo que cerrar miles de otras puertas muy atractivas, puertas no varicosas o celulíticas sino puertas de las que guardan pasillos con otras miles de puertas detrás. Pero, ¿cuántas de esas puertas darían con una cama propia y un juego de sábanas, no diría limpio, pero juego de sábanas al fin?
Retrocedí, me alejé de la puerta de entrada y tosí nuevamente. Me abalancé otra vez sobre el picaporte, esta vez sin vergüenza. Dejé las flores sobre la mesa y cuidadosamente abrí la puerta de mi cuarto, e, intentando no hacer ruido, bajé las escaleras para echarme en mi mugriento y asqueroso catre. Antes de dormir pensé en la bendición que era tener mi lugarcito en el mundo. ¡Y gratis!

lunes, septiembre 03, 2007

El último hombre con vida

por. Facundo Ezequiel

Me acechan las formas de las palabras, su parte abstracta, su esencia sonora que, pese a tomarme de las orejas para guiarme como si fuese yo un chico malcriado, pierde su sonoridad y se transforma en una energía magnética y aun visible. Son garras que me toman el pecho y me hacen sentir como la última persona viva en el mundo. ¿Podrían imaginarse la desesperación, la terrible tristeza que causa esa falsa seguridad de saberse el último de una raza finiquitada? Y si fuese tangible el dolor de la también falsa esperanza de que mis palabras no nazcan muertas, encontraría que mis manos, mis brazos, mi cuerpo en toda su extensión, no abarcaría la más mínima porción de esa oscura masa informe.
No puedo evitar llorar si veo que junto a mis torpes pies una sociedad entera, perfectamente organizada, lleva a cabo su humilde plan de vana supervivencia; si veo las aves aparejadas cantando o alimentando a su prole; no puedo evitar llorar si veo mis instintos negados en mi soledad. ¡Maldito sea el espejo de la vida natural! No hay sociedad ni pareja que me acoja en mi locura, y no soy más sensato por comprender mi estado; me urgen las ganas de aplastar toda vida, de destruir lo perfecto, de adaptar el mundo a mi patología... Y miro a mis torpes pies, y la tierra revuelta a su alrededor... y los cuerpecitos enroscados sobre sí, como chamuscados; los sobrevivientes, moviendo cuerpos, confundidos ante la desaparición de la entrada al hormiguero... No puedo evitar llorar...

Visita a Castillo, encantado

En el mes de diciembre del año pasado visité en dos oportunidades al escritor Abelardo Castillo, previamente habiéndole enviado una carta pidiéndole permiso para hacerlo. Cuando pensaba que era posible que mi carta no fuese respondida un llamado sacudió mi teléfono: Clara, quien se presentaba como una alumna de Abelardo Castillo, me hacía saber, de parte de Abelardo, que podía visitar uno de sus talleres. Era el escritor Abelardo Castillo, a quien yo más admiraba, invitándome a mí, a Facundo Ezequiel, un nadie, a visitarlo a su casa, a presenciar uno de sus talleres. ¡Y todo gracias a una gran humorada epistolar descarada! Vaya, una pequeña dicha.
Estación de Once. Ya de noche. La calle es Hipólito Yrigoyen. La altura de la calle es 2316, la de mis pies es de algo así como 24cm sobre el nivel del asfalto. No hay grandes carteles de neón que pongan al barrio de aviso que ahí vive el mejor escritor argentino vivo. Yo me preguntaba si los muchachos que tomaban cerveza en la esquina se sabrían honrados por su pertenencia al barrio del señor Castillo o si lo ignoraban por completo. Entonces me sentí raro, no particularmente nervioso porque en mi mente ya había ensayado todas las posibilidades de desilusión y de fracaso y todas las peores cosas que podrían pasar al apretar el timbre del intercomunicador de esa puerta bien de Once, como cualquier otra puerta de Once. Lo importante era lo de adentro, ¿no?
«¿Hola? ¿Quién es?»
«Ah, hola, soy Facundo...»
«Ah, sí, ya te abro, esperá un segundo»
Mi expectativa era tal que se desvanecía en sí misma. Parecía que se tardaba toda una vida hasta que escuché pasos bajando de una escalera. Como era previsto: la puerta se abrió: detrás de la puerta una mujer que se mostró cálida y amable y no tardó en presentarse como Sylvia Iparraguirre: la mujer de Abelardo.
Ella misma es escritora, ya lo tenía bien sabido yo antes de entrar a su casa, pero, ¿no encierra cierto gracioso patetismo, cierta fatigada sumisión a la potente imagen de Escritor de su marido, la forma en que automáticamente se presentó?
Muy buena y amable mujer. Me guió escaleras arriba donde pude ver inmediatamente cierto vivo cuadro que por un momento no pude evitar admirar por su belleza pero que al mismo tiempo me intimidó. Abelardo estaba sentado en un gran sillón (o lo que me pareció un gran sillón) y, como si fuese un anciano y sabio maestro, se encontraba rodeado de un puñado de alumnos, pero charlaban todos tan cálidamente, tan amistosamente... Ahí estaba él: era inevitable encontrarlo con la vista pese a que era un hombre relativamente pequeño. ¡Qué pálido! Y yo que pensaba que no veía mucho el sol. Abelardo tuvo la cortesía de pararse para saludarme. Yo, al momento, me acerqué también y estrechamos nuestras manos. Por extraño que parezca no recuerdo mucho de lo que realmente pasó, sé que saludé a los demás presentes en la habitación y que luego nos cambiamos de los sillones a la mesa grande donde quedé enfrentado a la cabecera de la mesa donde se ubicaba Abelardo. Él en una punta y yo en la otra; me sentí desubicado... ¿Sentarse a la cabeza de la mesa de Abelardo? Quizás le di una ridícula importancia a un dato insignificante, pero ayudó a que no me relajara todo lo que hubiese querido.
En esa mesa se habló de muchas cosas, principalmente literarias, pero recuerdo que luego de incómodos silencios que se generaban, supongo que por el carácter retraído de la mayoría presente, Abelardo sacaba conversación y hablaba de fútbol, de cortes de luz, etc.
De Abelardo me impresionaron ciertos pequeños detalles que me daban pistas interesantes de quién realmente era Abelardo Castillo. Principalmente su mirada al hablar. Cuando elaboraba sus discursos desde lo profundo de su intelecto era su mirada algo desenfocada: parecía que no miraba lo que captaban los ojos, sino que leía una especie de teleprompter que le dictaba lo que debía decir desde atrás de su mirada. Cambiaba esa mirada cuando le hablaba a Sylvia, su mujer, por ejemplo.
Su voz estentórea se imponía en la habitación y sumado al hecho de que sus discursos estaban tan bien armados... me resultaba imposible no oírlo.
Ya mencioné la palidez de su piel. En sus manos se veían sus 71 años pero Abelardo era joven, lo sentía más joven, más vital que yo.
Cuando ya me iba (o fue acaso cuando llegaba) Abelardo cometió la locura de decirme que escribía bien cartas, que a pesar del tono cómico de la misma (de la carta que le había escrito) sabía bastante bien escribir cartas. Lo primero que hice (después de dormir mucho) fue arrancar los borradores de mi cuaderno y destrozarlos.