jueves, diciembre 30, 2010

Soy el eclipse

por. Facundo Ezequiel

Soy el eclipse, la oscura sombra
sobre la inocente presa.
Soy el alcohol en el cenicero,
lo amarillo en la punta de los dedos.
Soy la eléctrica señal,
el dolor en los huesos,
las entrañas fermentando.
Soy el aroma acre,
el pronto alivio,
el dilatado sufrir.
Soy lo de siempre
como nunca antes
y me estoy quedando.

A través del arco iris

por. Facundo Ezequiel

Roberto cruzó la puerta con el paraguas goteando sobre el suelo y la cerró de un portazo.
—¡Marta! —gritó para llenar la casa con su voz diafragmática. Los miembros le temblaban involuntariamente mientras intentaba no inundar la casa.
—¡Marta! ¡Traé un trapo, por favor!
El “por favor” era un simple modo de decir, de ninguna forma él se arrojaba a deber “favores”, era más bien una orden velada, o un capricho acostumbrado.
Finalmente apareció Marta con un trapo de piso, agarró el paraguas y lo llevó a la bañera, donde lo dejaría gotear todo el agua. Roberto se limpió los pies en el trapo y se prendió un Marlboro en la cocina con el fuego de la hornalla que se mantenía encendido para calentar la casa.
Abrió la ventana para liberar el ambiente y se quedó mirando cómo caía la lluvia sobre la calle. Era uno de esos días raros en los que el sol está presente mientras llueve. Algunos podrían creerse el chiste de que dios llora de felicidad en esos días, pero Roberto se sentía igual de miserable que siempre, atraído por lo curioso del clima, pero miserable. Había visto mientras se acercaba por la avenida cómo un gran arco iris cruzaba uno de los edificios más altos, un edificio que tenía una gigantografía de una marca de ropa interior femenina, y eso le había parecido bastante cruel. Se vio obligado a pensar en su desgracia personal, soltó una bocanada de humo que ascendió lentamente hasta acercarse a la ventana y se apuró afuera hasta desaparecer.
Marta apareció otra vez y él ya sabía que le iba a reprochar el hecho de haber prendido aquel mísero cigarrillo que llenaba la casa de olor y que le hacía mal a él y le arruinaba la salud a los chicos y a ella. Pero Marta no dijo nada, abrió un cajón, tomó algo y volvió a salir de la cocina en un instante.
Roberto estiró el brazo fuera de la ventana para dejar que el agua apagase la colilla y después lo tiró en el tacho de la basura. Dudó un segundo en cerrar la ventana, tenía frío, pero el aire fresco y el sonido del agua aquietaban su mente. Le parecía haber oído en algún lado que el sonido del agua ayudaba a penetrar en aquel estado de estulta dormitación que los monjes se atrevían a llamar meditación. De ninguna manera sentía que estaba cerca de la iluminación (sin contar la lámpara de bajo consumo que colgaba del techo), ni tenía la menor intención de convertirse en un gordo pelado y asceta, aunque la gran mayoría de los hombres de más de 50 parecían tender a ello.
La última vez que se había tomado una hora o más para concentrarse en un problema en particular fue la vez en la que la rejilla del baño había empezado a desbordar de mierda, y esa experiencia no tenía nada de espiritual. Había pasado diez minutos corriendo cosas para que no las alcanzara la marea mierdosa y el resto del tiempo buscando un plomero lo suficientemente valiente como para afrontar el problema. De eso hacían unos siete años y todavía recordaba lo estresado que había terminado después de las primeras negativas de los “ofiociosos”.
Ahora nada podía ser tan estresante, ya no le preocupaba mucho la mierda, ni los problemas de asma, ni que los pibes lo vieran ceñido a una botella de vino, sonriente. Se sentía un poco abstraído de la vida vulgar que lo rodeaba. Funcionaba de forma autómata, como si las enseñanzas de su padre fuesen órdenes en su cuerpo robótico. Tenía la mujer, los hijos, la casa, el trabajo, el auto, vacaciones ocasionales, una religión, un seguro de vida, obra social. Ninguna razón para sentirse melancólico. Pero no podía evitarlo.
Cerró la ventana, los arco iris no le hacían bien.
Por un momento pensó que hacerle el amor a su mujer le haría sentirse mejor, pero la idea lo horrorizaba. Fue al baño y cerró la puerta. Se paró ante el espejo y se desnudó. A su derecha el paraguas abierto goteaba a un ritmo constante en la bañera.
El timbre sonó y Marta se apresuró a atender la puerta. Era el vecino de enfrente, un tipo bastante atractivo, unos diez años más joven que Roberto, un poco más alto y más elegante. Tenía pinta de actor y a Marta, en la intimidad, le gustaba llamarlo Bebi, por su parecido con Rodolfo Bebán, un parecido agarrado de los pelos pero cuya fantasía era imposible de discutir y la cual era alimentada por ambos pues era una excusa para iniciar los derroches venéreos.
Marta y Bebi eran amantes desde hacía seis meses cuando empezaron a cruzarse demasiado seguido luego de que ella dejara a los chicos en la escuela. Bebi tenía un estudio cercano al colegio y sabía tomarse los descansos a la hora justa para cruzarse con Marta. Poco a poco sus encuentros, que comenzaron como simples saludos al pasar, se fueron dilatando y ella empezó a caer en los encantos de Bebi. Esto no era en absoluto obra del destino sino más bien una resolución moral del mismo Bebi que decidió que era una desgracia dejar que la belleza de esta mujer se desvaneciera sin pulirla un poco para hacerla brillar por última vez. Mientras tanto Marta accedía con gusto a ser pulida, lustrada, restregada y encerada, sin ganas de enterarse de que Bebi podría cansarse en cualquier momento de esta resolución estética.
—¡Bebi! ¿Qué hacés acá? Roberto está acá, en el baño...
—¿Y qué? Vine a pedirte un poco de azúcar, algo de miel... ¿está mal?
—Ay, Bebi, no, acá no, no con mi marido en la casa.
—Cruzate. Vamos.
—Esperá... bueno, cinco minutos.
Roberto no podía saber con exactitud que su mujer, en aquel momento, estaba escabulléndose con su vecino de enfrente, pero estaba demasiado concentrado como para preocuparse, aunque la idea se le cruzó un momento por la cabeza y empezó a tomar forma; para entonces se sentía bastante estúpido, es decir, ahí estaba, desnudo, un hombre de 52 años, imaginándose a su mujer con otro hombre más joven, masturbándose ante el espejo sin siquiera poder terminar lo que había empezado. Quizás lo que necesitaba él mismo fuese una mujer más joven, una de carne firme, quizá una estudiante de colegio religioso, una chica de 17 años. Para un hombre de 52 años eso debía ser una inyección de vida. La idea lo volvió a calentar, se imaginó levantándole la pollera a una chica, tocándola por sobre la bombacha, sintiendo la cálida humedad, los gemidos disimulados, porque él era el profesor y ella su alumna y estaban en clase, él le explicaba álgebra mientras el resto de los estudiantes estaban metidos en sus libros, sus dedos iban encontrando su camino.
—¡Te quiero adentro ya, Bebi!
A Bebi le pareció un tanto ridículo el énfasis que Marta le indujo a sus palabras, la primer señal evidente de arrepentimiento le golpeó la cabeza como un balde de agua fría. ¿Para qué había demostrado tanto interés en esta vieja? Empezó a pensar cómo iba a deshacerse de ella. Pero primero necesitaba una erección decente.
—Con la boca, Marta, dale.
Bebi necesitaba un poco de tiempo y ayuda para lograr que su imaginación hiciera el resto del trabajo. Mientras miraba a esta señora, ansiosa, desabrochándole torpemente el pantalón, empezó a hacer un listado mental de actrices. No le gustaban las argentinas, prefería las francesas, o las de Hollywood, que tarde o temprano eran todas las otras, como si esa ciudad californiana fuese un seleccionado internacional de culos y tetas.
Roberto se metió en la bañera, junto al paraguas, y abrió la ducha, se lavó solo con agua lo mejor que pudo, se secó y se volvió a poner la misma ropa. Cuando salió del baño su mujer no estaba. Miró el reloj de la cocina. Se sentía bastante frustrado, pero le parecía que podría ser una buena idea: caminaría un poco, bombearía la sangre hacia las extremidades, quién sabe. Se sentó a esperar que Marta llegase. ¿Adónde había ido?
Las francesas, por alguna razón no estaban funcionando, así que pasó a las norteamericanas. Julia Roberts... no. Sigourney Weaver... no. Scarlett Johanson... no, demasiado joven. Sharon Stone... no. Demi Moore... no. ¡Ah, sí! Ahora se acordaba, la de las películas raras de este director incomprensible, la de Jurassic Park..., sí... ¿cómo se llamaba? Dern era el apellido, pero cómo se llamaba... incluso se parece, bastante, eso era algo que me había llamado la atención en un principio. Dale, seguí así, sí, sí, sí, ya me acuerdo:
—¡L-Laura!
Marta esperó, para no provocar derramamientos indeseados, y lentamente y en silencio fue al baño. Bebi la escuchó escupir y hacer correr el agua.
Roberto se había prendido otro cigarrillo e imaginaba que quizá no tendría que pensar tanto en su problema, de todas formas le haría bien relacionarse con sus hijos.
Marta cruzó la puerta.
—¡Puf! ¡Qué olor! ¡Roberto, te dije mil veces que no prendas esa mierda acá dentro! ¿Nos querés matar a todos?
Roberto aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Qué olor...
—Che, Marta.
—¿Qué querés?
—Hoy voy a buscar yo a los chicos, ¿te parece?
—Sí... era hora, eh.
Roberto no dijo nada, no estaba de humor para pelear; de haberle seguido la corriente tendría que haberle encajado un buen revés.
Afuera había dejado de llover. Era un día extraño, era lo único que lo alentaba a seguir caminando. Cuando estuvo cerca una afluencia de párvulos, preadolescentes, adolescentes, chicos y chicas de todas las edades, uniformados, lo rodearon y lo sacaron de sus cavilaciones. Se paró en la vereda de enfrente, lejos del cúmulo de padres que bloqueaba los portones del colegio. Recordó algo que había leído sobre el hombre-masa y pensó cuánto le disgustaban las reuniones sociales de todo tipo.
Una primer ola de chicos adolescentes se apresuró fuera del edificio como si tuviesen sus mochilas en llamas. Los chicos parecían torpes y estúpidos, y las chicas tenían unas finas piernas al descubierto, algunas ya evidenciaban una despampanante belleza, de esas que hacen mal a quienes observan. Prendió un cigarrillo y se disponía a guardar el paquete en el bolsillo cuando una voz lo interrumpió:
—¿Me darías fuego?
Automáticamente él respondió “seguro,” pero cuando miró a quién le pedía vio a una nena de no más de 15 años. De todas formas le acercó el fuego al cigarrillo que sostenía entre los labios. La chica apoyó sus manos sobre las de él, haciendo de parapeto contra el insustancial viento que amenazaba la llama. Tenía las manos delicadas, suaves y algo húmedas. Los dos soltaron bocanadas de humo y se miraron.
—¿No sos muy joven para fumar? —preguntó sin mucha emoción, Roberto.
—¿A vos te parece?
Roberto hizo silencio por un segundo y después contestó:
—Supongo que no, pero ¿no se supone que uno cuestione estas cosas después de cierta edad?
—No sé, apenas tengo 15 años —dijo la chica, y se rió. Roberto le sonrió y la miró bien por primera vez. Tenía el pelo castaño y le caía sobre los hombros con cierta gracia. Era menuda pero bien proporcionada, de tez muy blanca y pecas que le daban un aspecto entre aniñado y suspicaz. Sus ojos eran los de cualquier muchachita adolescente, quizás lo que le llamaba la atención era el delineador negro; por alguna razón eso lo hizo sentir culpable. Sin embargo, lo que hizo que se inclinara, feliz y avergonzado, fue la forma de su boca. Tenía labios muy finos, casi invisibles, pero era una boca obscenamente felina.
Ella se dio cuenta y se mordió el labio inferior, sosteniendo una leve sonrisa. Se miraron a los ojos en silencio durante un segundo que a él se le antojó eterno.
—Disculpame —dijo Roberto, intentando disimular el incipiente bulto en sus pantalones—, pero me voy a sentar un segundo acá —. Y se sentó en un escalón en el umbral de una casa.
—¿Vas a venir, mañana? —dijo ella.
—¿Perdón? —preguntó Roberto, creyendo haber escuchado mal. La chica se inclinó hacia delante y le repitió junto a su cara:
—¿Vas a venir, mañana?
Le iba a quedar una mancha en el pantalón. Intentó respirar normalmente y contestó:
—Creo que sí.
La chica le puso la mano en el muslo y lentamente la deslizó fuera mientras se daba la vuelta y se iba. Roberto suspiró. Se levantó y alzó el cuello para intentar alcanzar ver a sus hijos. Ahí estaban. Les hizo unas señas con los brazos en alto. Los chicos miraron hacia ambos lados y cruzaron la calle corriendo. Se le colgaron del cuello con grandes sonrisas.
—Denme las mochilas —dijo, y aprovechó la excusa de aliviarles la carga para cubrir la mancha húmeda en el pantalón.
—¿Por qué no vino mamá? —preguntó Francisco, que era el más chico por apenas unos minutos.
—Tenía ganas de venir yo, y mamá tenía cosas que hacer.
Caminaron unos pasos y Roberto intentó no sonar demasiado ansioso.
—¿Les gustaría que los empiece a venir a buscar yo, desde ahora?
A los chicos se les encendieron los ojos.
—¡Sí, pa! —¡Sí, estaría buenísimo!
—Bueno, pero vamos a tener que convencer a mamá, ¿sí?
—¡Sí! —aullaron los dos hermanos al unísono.
Roberto le dio la última pitada a su cigarrillo y lo tiró a un charco donde seseó y se apagó, despidiendo una leve voluta de humo azul. La corriente turbia se llevó la colilla lentamente mientras manchas tornasoladas de aceite se arremolinaban en torno a ella rumbo a las entrañas de la ciudad.