jueves, noviembre 22, 2007

La pasión y el hombre

Al poner el título aún no estaba seguro si convenía escribir La pasión “y” el hombre o mejor La pasión “del” hombre. Me decidí por el primero, no porque creyera que las pasiones no pertenecen al hombre o que pudiesen ser abstraídas de él, sino porque me parece que puedo diferenciar al menos dos tipos de pasiones en el hombre (pese a ser ambas caras de una moneda): la pasión abstracta o ideal y la pasión concreta, y una de ellas puede aparentar una existencia previa al hombre, pues posee la característica de lo ideal, a la manera platónica. Entonces La pasión “y” el hombre me parece que abarcaría ambas ideas.

El hombre, queda claro, ha vivido; ha vivido y ha sobrevivido durante miles de años, y, si la suerte, o la fatalidad, lo acompaña, también ha muerto. Se habla demasiado acerca de las pasiones de un hombre, de cómo éstas lo arrastran a la desesperación y a la muerte. ¿Se cree acaso que un hombre sin pasiones está más vivo que uno que sí las tiene? Un hombre sin pasiones es un hombre ya muerto. Quien no tenga las más sutiles pasiones, ya sea por lo mínimo y cotidiano o por lo grande e inasible, es una persona que no ha nacido en este mundo: todos tenemos pasiones, y son estas pasiones las mismas que nos inyectan de vida y nos sobredosifican hasta la muerte.
Digamos, por ejemplo: ¿por qué se ha dudado tan poco de la existencia de Jesús, el hijo de Dios? Yo diré por qué; porque, pese a su cualidad de Dios (que muy fácilmente pasa desapercibida), Jesús era demasiado humano como para no haber sido aquel ser tan enorme que dicen que fue. Era creíble la existencia de un Dios siempre y cuando conservara sus pasiones humanas, puras y justificables.
La identificación con lo divino es un tema con el que podría coquetear débilmente en este tratado, aunque no sea mi intención hacerlo.

La divinidad inalcanzable es, casi, la perpetuación, la concretación de una pasión pura, inextinguible en el tiempo; lo mismo que es la mujer para el poeta que la llama, la invoca, la idolatra; la eleva para mantenerla pura, inalcanzable, eterna y amada siempre con la misma pasión.
El deseo del hombre es muchas veces disfrazado como un acto de superación personal, de ascención iluminada al terreno de los dioses, pero no es más que una simple erotización con lo ideal de aquellos pensamientos, pues lo único que moviliza al hombre es aquello que moviliza al resto de los animales: el placer viril de la supervivencia, la pasión sexual de la dominación, ya sea del paraíso, de la mujer. Claro que aunque muchos han quedado satisfechos con su desempeño en el acto pasional, la dominación es ilusoria, pues, como el individuo, ésta es efímera, considerando que la muerte es la finalización de la vida y que todos perecen, tarde o temprano (al igual que toda acción pierde su esencia cuando concluye, cuando deviene en estatismo; es decir, que una pasión que se concreta es una pasión que deja de ser pasión, se pierde, o se transforma —la reacción causa de la acción).
Si lo que queda del hombre tras su paso en la tierra es su idea transmitida, sería obvio suponer que lo único perdurable del hombre son sus pasiones; entonces el dios sería la pasión humana ideal, transmitida como doctrina pasionaria, encarnada en la imagen de un ser superior que conserva todas las cualidades humanas, hecho que facilita la devoción a ella. Podría discutirse el hecho de la necesidad de un dios cuando decimos que la pasión es inherente al hombre, pero cuando el hombre se convierte en hombre, es decir, cuando se convierte en un ser lógico, requiere que el sentimiento animal sea justificado a través del pensamiento y de la lógica, pues la mente humana no puede más que buscar la relación entre las cosas y no se detiene hasta conseguirlo, incluso si debe traer conocimientos ajenos a su búsqueda y forzar la relación de éstos con lo que busca para hacer un descubrimiento que explique los fenómenos concernientes. Entonces queda así explicada la divinidad como pasión idealizada.

Consecuencia de la devoción hacia esta pasión ideal sería, por ejemplo, la muchas veces incomprensible abstinencia que practican los sacerdotes, pues si uno, erotizado por la pasión ideal, dirige su mirada hacia lo mundano y lo material, como sea la pasión por una mujer, paradójicamente estaría matando esa pasión, cuando es en verdad el único momento en que esa pasión podría desatarse y concretarse en hechos. La perfección no es pues, claramente, humana, sino producto de la vaguedad de la mente destinada a la identificación de lo universal y no de lo particular (hecho que crearía, y crea, desastres).

¿Es acaso la pasión asequible, o toda pasión es un sentimiento de idealidad? Podría pensarse que es así, que toda pasión es, más bien, la idealización de cierto hecho u objeto deseado, pero no me parece imposible que una pasión pueda mantenerse orientada hacia un mismo objeto sin enfriarse en algún punto. Es cierto que no se puede mantener constante la intensidad del deseo; habría que tener una mente unidireccional, lo cual sería una patología psicológica, una obsesión, no una pasión. ¿Es entonces toda pasión una patología moderada? Así lo creería la psicología, doctrina que no halla jamás hombre sano. La idea de que todo lo que no podemos controlar es dañino es una idea que parte de la creencia de que el ser humano tiene algo de divinidad; estado de superioridad que se atribuye la misma raza, hecho que debería desacreditar al instante el mero pensamiento, sea ilusión o delirio. Uno es esclavo de su inconsecuencia, y el hombre no actúa como dios, sino como animal, víctima de su inocencia. En todo caso la única enfermedad inherente al ser humano es la de mirar de reojo las cosas que sabe ciertas y vapulearlas por creerlas amenazas para su estadio divinal.
Toda pasión conlleva en su naturaleza variaciones de intensidad que dependerán del ánimo del portador de la misma. La pasión más pura es la que bordea la obsesión, pero mantiene la inteligencia intacta de quien la lleva; el individuo es consciente de su pasión desbordada y en cierto punto la avala, pues es ésta la que tira de su carro como una fuerza de voluntad ajena a la propia persona, permitiéndole concretar actos “imposibles”.
Pasión graciosa como pocas sería la paradójica pasión de Alejandro Magno. Alejandro poseía una pasión casi perfecta, al punto que llegó, por muchos, a ser considerado un dios. Él mismo llegó a creerlo en cierta medida, pero frustrado por su pasión paradójica, Alejandro se convirtió en el ser humano más humano de todos los tiempos, en un modelo a seguir por muchos en los siglos que le seguirían a su muerte. ¿Por qué llamé graciosa y paradójica a la pasión que dominaba a Alejandro? Pues porque Alejandro esperaba convertirse en la misma pasión que anhelaba concretar; esperaba convertirse en ese dios mencionado arriba, el dios que representa la pasión ideal, el dios cómico que inspira el ascetismo y el holocausto.

Resumamos entonces en pocas palabras los dos tipos de pasiones que pudimos diferenciar. Hablamos de pasión concreta y de pasión ideal; la pasión concreta es la que da frutos en el espíritu —llámese ánimo— del que la porta, mientras que la pasión ideal es la cual, el que la siente, cree que sería razón de su completa felicidad, si tan sólo pudiese obtener eso que anhela, es decir, es una falsa pasión concreta, pues nunca se alcanza, por lo tanto, nunca llega a beneficiar directamente el espíritu del portador.

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