martes, octubre 16, 2007

El camino de regreso

por. Facundo Ezequiel

Del garage a la cocina hay solo una puerta
Del cigarrillo a la heroína hay una mujer muerta
Del vestíbulo al panteón hay solo una alameda


El rumor del aula era el colchón donde podía recostar su creatividad y donde soñaba con pilas y pilas de papeles manuscritos que se elevaban sobre su asombrada mirada de soñador y que jamás se vendrían abajo por más que éstas se mecieran como altísimos mástiles en su barco imaginario. A veces escuchaba de repente su nombre y era como si le pincharan la burbuja donde vivía y se encontraba perdido en ese otro lugar tan poco nítido y gris y vulgar.
—Facundo —volvió a sonar la voz—. Decime, ¿qué es lo que estás escribiendo? ¿Puedo asumir que por fin te volviste un alumno aplicado y estás tomando notas? —Un grupo de chicos se rió por lo bajo. Los que estaban sentados al frente, tentados por la curiosidad, se dieron vuelta para ver lo que Facundo hacía. Él no hacía mucho más que escribir. Algunos días visitaba a su tía y a sus primitos, más que nada los veía en los cumpleaños, que eran más frecuentes de lo que él hubiese deseado. Pero lo que más hacía era caminar; tenía algunos amigos que le tenían más estima del que él podía demostrarles a ellos; le gustaba caminar solo. No le disgustaba la gente, pero prefería verla relacionarse desde fuera a mezclarse en todo ese alboroto social, con sus obligaciones y protocolos. Le gustaba la gente pero no sabía tratarla. Le gustaban las chicas sobre todo, pero solo podía balbucear incoherencias en presencia de muchachas de pelo largo, estrecha cintura y pechos apretados. Pero, para él, lo peor de todo era que deseaba faltarles el respeto a las muchachas y no podía: muchas de las que hubiese querido manosear bajo la pollera del uniforme escolar lo consideraban un amigo, un chico buenísimo y tierno. Era frustrante: él quería ser un hombre, quería ser Henry Miller, o Bukowski.
—¿Eh?, no, nada —dijo tímidamente—. Ya lo guardo. —Al decir esto comenzó el gesto de cerrar el cuaderno que fue interrumpido por la pesada mano del profesor que cayó justo encima del mismo.
—A ver, a ver...
—No hay nada, no hace falta que...
—Nada, ¿mm...?
Tomando, casi arrancando el cuaderno de la mesa, se puso el profesor a leer en voz alta para satisfacción del resto de la clase:

Entre mis dedos se deshace
la trémula carne
se desliza entre sudorosos deseos
de los que sabe alimentarse
ese pájaro rapaz
que se agita en tu pecho
cada vez que mi boca
de tu boca toma un desvío
y acaba en tus...

—¿Qué porquería es ésta? —Muchos de los chicos se mataban de risa y ya empezaban a burlarse de Facundo que no podía levantar la vista del pupitre; de haberla levantado quizás hubiese encontrado cierto fulgor en los ojos de una o dos chicas que habían entrado en calor con sus palabras en la imperiosa voz tenor del profesor. Era su primer verdadero éxito literario y no pudo evitar sentirse avergonzado: le valió algunas amonestaciones y la tomada de pelo de los que se creían los más vivos y los más machos. Pero lo superó con entereza y el hecho le brindó cierta fama que poco más tarde supo apreciar. Facundo aprendía lento, pero a su propio ritmo, y fuera de las estructuras académicas. Las chicas ya empezaban a hacerle caso y más de una buscaba atrapar entre sus piernas las manos de Facundo.

El camino de regreso a casa era medianamente largo pero se hacía corto cuando mediaban sus curiosidades y sus pesadas cavilaciones. Recordaba paseos con los chicos más vivos del grado, cuando era más chico, cuán incómodo se sentía y sin embargo cómo podía adaptarse a la personalidad arrasadora de ellos.
Eran Nicolás, Leandro y dos chicos más del otro curso, según recordaba. Facundo caminaba siempre unos dos o tres pasos detrás; gustaba de tener una perspectiva que abarcara a todos estos personajes que disfrutaba fragmentar en silencio. Adelante de todo caminaban Nicolás y uno de los dos chicos del otro curso, detrás iban Leandro y el otro muchacho, un poco más atrás y a un lado, como para aparentar ir a la par, iba Facundo. El chico del otro curso que caminaba junto a Nicolás hacía unos gestos obscenos y vociferaba, notablemente engreído. Hablaron todos por turno, el último en hablar había sido el muchacho a la izquierda de Facundo que se había mostrado un poco tímido al responder a las miradas inquisitivas de sus compañeros. Finalmente todos se volvieron hacia Facundo; parecían esperar una respuesta.
—¿Y a vos, te salta? —preguntó el pibe a la derecha de Nicolás. Hablaban de eyaculaciones. Facundo se sintió invadido y buscó un escape desesperado.
—No sé. ¿Querés fijarte? —respondió burlonamente mientras finjía bajarse el cierre del pantalón, pero vio que el chiste no era tan bien recibido como esperaba, pensó que no se apreciaba su rapidez y su inteligencia como merecía. «¿Querés fijarte?», repitió mentalmente.
—Dale... ¿te salta?
¿Por qué era tan necesario saber? Tanto ensañamiento con el tema le parecía ya perverso, empezaba a pesar la posibilidad de que el pibe del otro curso fuera maricón. ¿No llevaba el pelo largo acaso, como las mujeres? ¿No era su voz un tanto más aguda que la del resto? Lo mejor era sacarse el tema de encima de una vez por todas.
—¿Y? ¿Te salta o no?
Él no era ningún chiquito. Hacía tiempo que experimentaba tentaciones de ese tipo. Lo que a él le parecían largos años. Se había enamorado incluso de varias actrices de Hollywood, y cuando estaba solo no dudaba en aplacar el deseo con sanadoras caricias. Pero no tenía ganas de ahondar en el tema con estos muchachos, así que apeló a la auto complacencia intelectual de ellos, y a la de él, al mentir en ese detalle.
—No. —respondió finalmente.
Años más tarde recordó esa situación cuando retomara el tema un nuevo compañero que había entrado a su curso. Se llamaba Emanuel, era judío, y era una de esas personas molestas que desesperadamente buscan la compañía de alguien, la reclaman, esos que se te aparecen a cualquier hora tocándote el timbre, o te llaman por teléfono constantemente y cuando los atendés no te dejan de hablar y, de una u otra forma, te hacen sentir culpable si les colgás. Bukowski los denominó Plagas. Facundo recordaba eso y sonreía desazonadamente al pensar en Emanuel.
—Viste que el primer guascazo viaja más lejos que el segundo... ¿Por qué será? —se preguntaba Emanuel.
—No siempre. No es una regla que sea así. —alegaba Facundo impulsivamente, lamentándose para sus adentros el haber contestado un comentario tan asquerosamente ridículo.

Muchas de las odiseas andadas por él eran, por sobre todas las cosas, odiseas internas, mentales, muchas de las cuales hubiese querido olvidar y, otras tantas, recordar por siempre por lo que fueron en el instante en el que las vivió. Cuando sucedía así, cuando quería recordarlas por la impresión que le causaran, acudía a sus intentos de poesía. Entonces escribía.
Ya llevaba de la mano a una u otra compañerita por aquel camino, tan andado. A algunas las hubiese preferido llevar agarradas por el culo o por una teta, pero cierta inmadurez, que no creía suya, le impedía hacer ciertas cosas; tendría que esperar a que el mundo amaine su verdor adolescente para que el rojo de la pasión explote.
Pero no fue sino hasta que aquellas lozanas manos que tenía agarradas en sus propias manos se marchitaron cuando sintió que el mundo había madurado; entonces en sus manos no llevaba más que pasas de mujeres, negras, arrugadas; indeseables... Todo eso era tan irreal que, aunque caminara con esos diminutos guijarros en su palma, no había caricia que le llegara y nuevamente caminaba solo aquel camino.

¡Qué revelación! Una nueva soledad le había mostrado que lo único que quería estaba allí, en la palma de su mano, consumido por el miedo de perder la ilusión de lo deseado. ¡Evidente! Tan sencillo era todo que se le escapaba a la complejidad de su mirada. Ya sabía para qué había nacido; había una sola solución posible para su problema existencial y esa solución era simplemente ser, ser lo que había sido siempre y lo que tontamente anhelaba en la distancia del esperar lo ridículamente inasible cuando la ceguera de lo minucioso lo movía a tropezones. No más. Esos guijarros ennegrecidos en su mano eran semillas listas para germinar; ya veía las altas ramas que se alzarían sobre su cabeza cuando los años de finjida negligencia para con su corazón le dieran su literatura. Entonces escribió y escribió, dispuesto a pararse en medio de la avenida más ancha del mundo y leer en voz alta y clara lo que le daría, al pasar los imposibles futuros siglos, su fama de voraz honestidad.

Escocesa falda tableada,
pulpa y jugo de mis dedos y tus labios,
piernas envolventes y temblorosos brazos cansados:
mi boca invoca a tu nutriente fruto
y el obscuro callejón provee.

Un coro de mujeres rió por lo bajo.

3 comentarios:

*Queíta* dijo...

Llegué hasta acá de casualidad, indagando perfiles de usuarios de la zona de Ramos. Realmente escribís muy bien, me sorprendió que tengamos muchos puntos en común. Impulsiva? tal vez... firmé por eso.
Se feliz!!!

Wendy Aparicio dijo...

Me suena a una breve introspección de lo que es ser, crecer y vivir como Facundo.
Si me equivoco, pues mis más sinceras disculpas.

Me gusta el post.
Me atrapó.
Es un escrito bastante intenso.

Facundo Ezequiel dijo...

Merci beaucoup. Realmente todavía no sé lo que es ser Facundo, así que usted podrá decirme mejor que yo. Después de todo somos como nos ven. ¿Qué ven?