jueves, marzo 26, 2009

Autofagia

por. Facundo Ezequiel

El lóbulo cansado
se posa sobre el algodón,
donde los campos son blancos
y el azul no chorrea.

Es inagotable la tristeza
pero aprendemos a olvidarla,
el resto que nos excita
lo bebemos con mesura.

Lento gotear
del corazón, la tierra
subvierte el tacto
y la lengua, como un loco agotado,
ya casi no jadea.

El amor, al final,
es un animal autófago.

lunes, marzo 16, 2009

Sangría

por. Facundo Ezequiel

Si hubiese
una sola rosa en el rosal
que coronase las espinas
valdría la sangría
el mirarla nomás

jueves, marzo 12, 2009

Bautismo

por. Facundo Ezequiel

Después de un día de lluvia
una única gota
bautizó su frente.

jueves, marzo 05, 2009

Salida de viernes

por. Facundo Ezequiel

La calle azul se perdía bajo los pesados pies de los gigantes de concreto. Ernestina se miró los zapatos que habían tomado un extraño tono verdoso a esa hora de la tarde, sus piecitos parecían no haber pisado nunca en sus veintitantos años y le dolían al verse obligados a tomar la forma de los zapatos. Ser mujer es difícil, si encontrara a un buen hombre y pudiese pensar que todo este trabajo valió la pena... ¿Para qué me compré estos zapatos horribles que encima me hacen doler los pies? Cruzó la calle, en la esquina dos tipos la miraban con una sonrisa y cuando pasó junto a ellos dijeron una guarangada. Ernestina apuró el paso, estaba oscureciendo y todavía faltaban como cinco cuadras. Por la calle pasó un auto con música a todo volumen. Los amigos se estaban reuniendo en los departamentos, haciendo la previa antes de ir a los boliches. Más adelante, en la puerta del edificio, el encargado fumaba un cigarrillo. Ernestina lo saludó y presionó el timbre. El encargado no dejaba de mirarla, la hacía poner nerviosa. La voz tardó una eternidad en contestar. «¿Sí?»
—Soy yo, abrime —dijo Ernestina, acercándose al portero eléctrico.
La chicharra gruñó y cuando Ernestina empujó la puerta, se abrió con un chasquido metálico.
En el pasillo el ascensor la esperaba. Abrió la primer puerta plegadiza, luego la segunda y se metió adentro, cerró las puertas y apretó el botón marcado con un “5” en bajorrelieve. La caja, que era como un ropero pequeño, arrancó, llevándole toda la sangre a los pies. Pegado en el espejo con cinta adhesiva un cartel impreso decía “En el mes de enero aumentará el valor de las expensas para cubrir los gastos del arreglo del ascensor. Federico Puccio, jefe de consorcio.” ¿Qué pasaría si ahora se cayera el ascensor? Mejor no pensarlo. No sería la primera vez que. “Capacidad Máxima: 4 personas.” Quedaría hecha papilla. Más no me podrían doler los pies. El ascensor se detuvo. Abrió las puertas. El piso estaba completamente a oscuras, solo la lucecita naranja del interruptor de la luz se veía claramente. Ernestina se abalanzó para presionarlo, pero tropezó con el borde mal alineado del piso con el ascensor y casi se cae. Soltando un quejido entre dientes como el de las serpientes al acecho cojeó hasta el botón de luz y después, ya pudiendo ver dónde andaba, cerró las puertas del ascensor y buscó el “5D”. Tocó el timbre y poco después el sonido de los cerrojos descorridos y una vuelta de llave la alivió. La puerta se abrió, la música inundó el pasillo y la cara amiga le sonrió.
—¡Era hora, boluda! —aulló Ernestina—. ¿Por qué tardaste tanto en abrirme el portón? No sabés cómo me miraba el pajero del portero. ¡Ajj! Me da un asco ese tipo.
—¡Hola, no? Me estaba secando el pelo, ¿qué querés? Y cómo no te va a mirar, puta, si andás con toda la concha al aire.
—Si no muestro un poco las piernas, no me va a ver nadie.
—¿De qué hablamos entonces?
—¡Ay, pero no ese tipo!
—Mirá que ganan bien estos tipos, eh, así como lo ves, el negro éste se la pasa pajereando y gana más que yo en esa mierda de oficina.
Ernestina se acomodó en la sala, apoyó la cartera sobre la mesa y se sentó.
—¿Cuánto te falta?
—Me maquillo y vamos.
—Bueno, dale.
Paseó la mirada por la habitación. Había unos cerditos, perritos, llamas, gatos, cocodrilos, elefantes, pequeños saleros de cerámica con forma de todo tipo de animales que interactuaban entre ellos sobre la cómoda inglesa, frente al espejo. Marta es una persona perfectamente normal, excepto por esta manía infantil de coleccionar saleros con forma de animalitos.
—¡Conseguiste el avestruz! —gritó Ernestina a Marta que se maquillaba en el baño.
—¿Viste? —contestó la voz apagada—. ¿No es hermosa?
—¡Sí! —dijo mientras se paraba para verlo de cerca.
Un bicho feo de plumas grises brillantes. Parece salido de una película de Disney. ¿Qué clase de persona dedica su tiempo libre a coleccionar avestruces de cráneos de porcelana agujereados? Da un poco de miedo pensarlo. Una vieja solterona, con la casa llena de antigüedades y polvo sobre los muebles cubiertos de plástico. Para entonces yo espero estar viuda de algún millonario.
—Yastá... —apareció Marta. Se veía verdaderamente hermosa. Ernestina sintió que se le hinchaba el pecho de alegría.
—¿Paso al baño un segundo y vamos?
—Dale.
Cruzaron la puerta. Los bolsos pegados a sus lados.
—Apretá —dijo Marta.
—¿Qué?
—La luz.
—Ah, sí.
El pasillo se iluminó y Marta pudo cerrar la puerta con la tintineante llave. Llamaron al ascensor y escucharon cómo regresaba de algún piso superior. Marta presionó el botón de la luz antes de que se apagara, interiorizado como tenía el tiempo que duraba la luz encendida. El ascensor se detuvo. Puerta uno. Puerta dos. Puerta uno. Puerta dos. “En el mes de enero...” “Capacidad Máxima...” Apenas pueden entrar dos, ¿cómo esperan que entren cuatro? Marta se miraba el maquillaje en el espejo que decoraba las paredes del habitáculo. El ascensor se detuvo en el tercer piso. Detrás de las dos puertas un hombre joven de una cabellera rubia y una barba rala un tanto desprolija que contrastaba con la pulcredad y el cuidado de su vestimenta esperaba para entrar.
—Disculpen —dijo el hombre, avergonzado—, ¿entramos todos?
Marta tuvo que tragarse la negativa cuando Ernestina se apuró a contestar.
—¡Entramos todos!
—Permiso...
El hombre puso el primer pie con mucho cuidado de no pisar a ninguna de las dos. Ernestina se puso colorada cuando el hombre le rozó los pechos con el brazo al cerrar las puertas. El hombre se dio cuenta y de pronto se puso rígido soslayando la mirada hacia Ernestina. ¿Y si es él? Marta miró al hombre con mala cara, dándose cuenta de cómo miraba a su amiga. ¿Y si es el hombre que necesito? Es hermoso. El ascensor se detuvo. El hombre abrió las puertas, se bajó y esperó a un lado a que las dos muchachas salieran, les sonrió amablemente cuando lo hicieron y luego volvió a cerrar las puertas. Ernestina se apuró a darle las gracias. Marta le tiró del brazo. Lentamente se acercaron hacia la puerta, el hombre las pasó, abrió la puerta y la mantuvo abierta hasta que pasaron. Ernestina no pudo evitar sonreír de felicidad y nuevamente le dio las gracias. Una vez que se alejaron del edificio, del portero, del hombre rubio de barba desprolija, Ernestina, disimuladamente comentó.
—Era lindo, ¿no?
—¿Lindo? No, me pareció un desastre... Vi cómo te miraba.
—¿Me miraba? —preguntó con una gran sonrisa Ernestina, poniéndose roja.
—Mmm... y vi cómo te pusiste... ¡sos una trola!
¿Y si es él?
—¡Andá a cagar!... Decime que lo conocés, que te lo cruzás, que sabés dónde vive...
—Lo vi alguna vez, pero no sé dónde vive, prefiero no saber.
¿Y si es él?
Sus zapatos eran grises bajo la noche estrellada, joven, sucia como un lienzo sin pintar que lleva demasiado tiempo olvidado en una buhardilla, joven mientras se perdían en su estómago hambriento las dos mujeres, jóvenes también.

Afuera, la lluvia

por. Facundo Ezequiel

Afuera, la lluvia. Dentro, a oscuras, la mira caer. Él la miraba, a oscuras, la veía y caía, y por más fuerte que apretara los dientes su mirada no tenía el poder de evitarlo y caía. Sus uñas clavadas en el sillón de cuerina negra, o la oscuridad era impenetrable y él la creía cayendo y no cayera. Afuera, la lluvia. Dentro, el clamor apagado por la alfombra, y ella, cayendo. Él también, estaba, pero sólo la veía caer y caía con ella y hubiese sido ella de no ser por el sillón y la alfombra que sentía en las uñas y en la planta de los pies. Caía, caía, y de pronto un sobresalto; tal vez un relámpago o el sonido de un cuerpo dando contra la mesa. Afuera, la lluvia. Dentro, él, el sillón, la alfombra; la mesa... y algo espantoso que no dejaba de caer.

El árbol cayó en el bosque

por. Facundo Ezequiel

Cuando María se levantó del sillón, Juan hizo ademán de levantarse, apoyó las manos sobre los brazos de su asiento y luego de aquel gesto inacabado se dejó caer nuevamente; miró cómo María se alejaba, adentrándose en la cocina. Juan prendió un cigarrillo que sacó del paquete arrugado que había sobre la mesita ratona.
—¡Mi amor! ¿No traés el cenicero?
María volvió con el platito de los carozos de aceitunas que habían comido hacia el comienzo de la picada.
—¿Y el cenicero?
—Yo qué sé. Fijate dónde lo dejaste que siempre lo dejás repleto y después la que termina limpiando las cenizas soy yo.
»Y te toca lavar los platos.
—Cuando termine el cigarrillo voy.
—Dejá, los lavo yo, pero después vas a limpiar el baño vos, eh.
—Esperá un segundo que termino el cigarro y ya los lavo.
—Mejor los lavo yo, que estoy con el envión.
María volvió a desaparecer dentro de la cocina, Juan resopló, llenando de humo la habitación, se levantó y apagó el cigarrillo contra los carozos. Con largos pasos, Juan se acercó a María por detrás, que ya estaba enjabonando los platos, y la abrazó, rodeándola por la cintura y cruzando un brazo entre sus pechos, dejando la mano sobre uno de sus hombros. María, sintiéndose completamente abarcada por el abrazo de este enorme hombre, suspiró.
—Siempre me mataron tus suspiros.
María sonrió.
—No te creas que así vas a zafar de lavar los platos. Tomá la esponja, seguí vos.
Juan amaba la suspicacia de María y comenzó a reír, incapaz de evitar la responsabilidad que le legaba María con el pase de la esponja.
—¿Dónde dejaste los cigarrillos?
—Quedaron sobre la mesita, pero hay que bajar a comprar más; quedaron dos.
María desapareció, esta vez hacia la sala.
—Pero cuando termine de lavar voy yo, no te preocupes... Vení acá.
María se acercó a la cocina con un cigarrillo entre los dedos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tengo ganas de escucharte.
—Ay, Juan, qué bobo.
—¡Qué tiene! Me gusta escucharte hablar, me hace bien, me tranquiliza. ¿Tanto te cuesta complacerme?
—Sólo cuando me lo pedís.
María se rió y le besó tiernamente el cuello a Juan mientras que él seguía lavando, le frotó el pecho con una mano, le dio una pitada al cigarrillo que tenía en la otra y luego de soltar el humo le habló al oído.
—Te quiero mucho...
Juan, con dificultad, se mantuvo en silencio y luego dijo con voz grave.
—Sos cruel... ¿por qué sos así conmigo?
—Porque te gusta —susurró María.
Juan cerró el agua y se dio vuelta para enfrentar a María que lo miraba con una sonrisa lasciva, sádica, Juan pensó que estaba esperando un golpe o algo, algo que la excitara un poco más. Juan con violencia le desabrochó el pantalón. María se mordía el labio mientras lo miraba actuar de esa manera, desencajado, era otro Juan, el animal que ella buscaba en él a cada encuentro.
La empujó contra la pared y se puso de rodillas. Le levantó una pierna y se la puso al hombro. Pocos habían sido tan buenos como Juan para María.

Cuando el portón se cerró detrás de él, Juan se dio vuelta y miró a la que creyó que era su ventana. Sonreía, pero no tenía ninguna razón para hacerlo y la ambigüedad de ese sentimiento encontrado con la razón lo carcomía. ¿Qué tenía que ver la dicha con la razón? El ser humano no compatibiliza con la felicidad, eso es lo que lo diferencia de los apacibles ciervos que saltan en los bosques, lo que lo distingue de cualquier otra raza animal. Sin embargo, Juan todavía sonreía al pagar por el paquete de cigarrillos y al pensar en las cosas que sería capaz de hacer por esa mujer que no lo esperaba, allá, en el departamento de arriba, ansiaba, eso sí, sus cigarrillos, su sexo, pero bien podría no tenerlo y, sin mirar atrás, buscaría al siguiente si no encontrara el suyo. Era una máquina de hacer piltrafas, pero solo los infelices se tiraban de cabeza a esa picadora de sentimientos y razonamientos. ¿Qué mejor que sufrir más hoy para saber que ayer estábamos mejor y tener así una meta visible pero igual de inalcanzable que el horizonte mismo? Así se puede saber que estamos vivos.
Juan trepó las escaleras y con la llave entró al departamento 48. Había música sonando, esa música que había aprendido a querer pese a su odio por la misma: era la música favorita de María. Juan canturreó un poco, inconscientemente, como dictándole la letra al tipo del disco que repetía lo que Juan decía, pero afinado.
—Ya llegué.
Juan empezó a buscar a María, y aunque no había muchos lugares donde buscar, enseguida pudo ver que no estaba en la sala, ni en la cocina, ni en la pieza. Tenía que estar en el baño. Juan se acercó a la puerta y se asomó a la cerradura, vio entonces que la luz estaba prendida, así que le habló a la puerta.
—Dejo los cigarrillos sobre el escritorio.
Juan abrió el paquete y sacó un cigarrillo, lo prendió con los fósforos que también había comprado y dejó el paquete sobre el escritorio, en la pieza. Grata fue la sorpresa al ver el cenicero sobre la mesa de luz, entonces se acordó que a la mañana había estado fumando en la cama. Se tiró sobre el acolchado, puso el cenicero sobre su panza y descartó las cenizas de su cigarrillo. El cenicero subía y bajaba con su respiración y esto era particularmente relajante para Juan que siempre se encontraba tensionado, atascado entre sombras por el irracional crecimiento de sus fantasías de locura y persecución. Arriba, abajo, el sonido mínimo y crispado del cigarrillo que se consumía a cada pitada y el humo en las penumbras de la habitación lo fueron sumiendo en un sopor del que no despertó sino con una terrible convulsión inexplicable: alguna pesadilla que no pudo recordar, pues había sido menos que un instante. Confundido miró alrededor: había tirado el cenicero y todas sus cenizas sobre el cubrecamas, si no arreglaba eso rápido María lo iba a matar. Se apuró a meter, como pudo, las cenizas de vuelta en el cenicero y luego, apurado, lo fue a vaciar al tacho de basura en la cocina, agarró un trapo y se apuró a volver a la pieza. Sacudió las cenizas de la cama y suspiró al ver que se había salvado de una de esas reprimendas histéricas de María.
—No pasó nada —se dijo a sí mismo, esperando quizá que María lo oiga y nada hubiese cambiado—. No pasó nada —repitió en voz más alta, pero nadie le preguntó “¿Qué nada pasó?” y Juan quizo tranquilizar a María diciéndole —. No pasó nada, no pasó nada, no pasó nada.
Pero repetir el conjuro no lo hacía cierto y la luz del baño estaba prendida todavía, María, del otro lado de la puerta, no daba señales de vida, naturalmente. El árbol había caído en el bosque, lejos de toda contemplación. No había pasado nada.

Limbo

por. Facundo Ezequiel

Cansado, cansado, cansado
Como quien se ve envuelto en palabras
Repitiendo una premonición pasada
¡La voluntad!
¿Dónde?
Dos secretos en la vereda en penumbras
Deslizándose hacia la alcantarilla.
Los muertos no hablan,
Comentó el espiritista
Al decano de la respetable iglesia.
Uno más uno
Y el tercero en discordia
Pasearon hasta caer
Fundidos, sin memoria.
Olas tras las puertas doradas,
Mares de gente queriendo entrar.
Li-libertad,
Tartamudeó la reina,
Inmersa con la cabeza hasta la cintura
Del amable cortesano
Y en una mano una rosa
Que en sus labios posó.
¡Despiértese!,
El guardia al vagabundo instó;
Una costilla el sueño le costó
Pero dios no le devolvió su hembra,
Y la rama del fruto...
Demasiado alta.

Sobre los árboles

por. Facundo Ezequiel

Poniendo prácticamente naso con naso, los dos gorilas se miraban con cierta presteza extática como sólo saben hacer los salvajes al enfrentar sus estrechos horizontes.
—Te via matá —dijo el Intelectual de la tribu pronunciando a la perfección los agudos acentos de su particular idioma.
—Me gustária que lo intenté, gil —dijo el otro, intentando meter miedo a través de métodos subconscientes, lo que le mereció el respeto de su contrincante, que supo notar la variación de los tonos y los acentos, la eliminación de una sutil “s” y la pronunciación de labios apretados que hacían sonar el calificativo final como un genial ‘jul’.
El Intelectual se supo ante un virtuoso y pese a que la apariencia de aquel no lo acompañara (le crecían pelos en la frente), tuvo que esbozar una sonrisa y concederle honorablemente la victoriola.
—Meá dejá inerme —dijo el Intelectual haciendo vibrar un moco en la laringe con la profunda pronunciación de la “j”. El de los pelos en la frente sonrió también, con cierta dificultosa, y ambos pelanfrunes estrecharon sus manos en mutuo consentimiento.
El Intelectual, derrotado en el juego del enfrentamiento verbal, volvió entonces a su humilde choza, enarbolada sobre las metálicas vigas y el maleable concreto. Luego de una obvia mágica conjuración destinada al extraño, aparente, deseo de apertura de cierta planta pedalácea, se abrió la puerta de su residencia.
—Cerrate nomás, sésamo. —Cerróse la puerta detrás del Intelectual.
La choza consistía en separaciones cuyas funciones diferenciales estaban dispuestas por la preponderancia de ciertos colores: el baño era baño hasta que los elementos que lo constituían cambiaban del color blanco al negro y entonces el baño no era más baño sino que era cocina; de la misma manera el amarillo indicaba dormitorio y el verde sala de estar/comedor. Parado en el verde de la choza, que por dificultades estructurales representaba también vestíbulo, barruntaba su próxima acción, la cual confirmó cuando se apresuró al negro y se sirvió un vaso de agua que desbordó la sensación de hacer del blanco su próxima parada en la choza.
Sentado en el tazón y concentrado en su lectura (porque el Intelectual no habitaba el blanco si no era apoltronado en la lectura de algún volumen olvidado por la cuadrumanidad) gestualizaba cada una de las palabras que sus ojos recorrían.
El Intelectual se sobresaltó cuando un repetido golpe proveniente del verde de la choza lo ubicó nuevamente en su mamiferocidad.
—¡Puta, puta! ¡Me cagón su madre! ¡Ni un ségundo de paz! —Abrióse la flor de su irreverencia y subióse los lompa. Tropezando en insultos se acercó a la puerta y de un tirón la abrió.
—Hola bola te tárdaste un cacho en abrí. —Del otro lado saludaba un retazo de la cuadrumanidad; un retazo que él consideraba gastado y malformado, pero que de vez en cuando apreciaba tener a su lado.
—Mamor, staba descárgando unos indóloros; me retardé, pero perdones pídote.
—No te gandulfes, que te tra pa comé unos vidolitos que están de rechufle.
—¡Vidolitos! Vo me hacé desampará todo filo de nervio. Tamo, mamor —el Intelectual dijo mientras ponía en bobo los labios para chuponear a su hembra.
—Sipi, sipi, yásepe, nonos pongamonó cachondo —dijo ella mientras lo alejaba con dura mano en la sembla.
El Intelectual reculó, en silencio, hacia el verde, presto a preparar la mesa.
—¿Pongo los platoboldos? —preguntó en voz alta a su hembra, que se encontraba en el negro, preocupándose de los vidolitos. Como su concentración era amplia en su labor, no oyó la cuestión del Intelectual, quien, siempre que se le ignorase en sus peticiones, a causa de algún rezago de su tumultuosa infancia, se sulfuraba hasta el paroxismo; y tal era la representación que tenía de sí encolerizado, que muchas veces no podía evitar reírse con tal fuerza que su atacado diafragma le provocaba un terrible acceso de hipo.
—¡¡Thep pregunthép ship pongo lhosp platobholpdos!!... —repetía vanamente y con pésimos resultados el Intelectual, que ahora no sólo sufría de una inmensa duda sino también de un profundo dolor de vientre a causa del esfuerzo involuntario de sus músculos hiparios.
Los vidolitos que la hembra había echado en el hervorio de agua, se blandaban como serpientes cansadas y sin faquires que las encanten se ahogaban en el gor-gor que vaporeaba al negro y que prontamente se extendía por los restantes colores de la choza. Ya se sabía entonces que los vidolitos estaban listos, bien mortoritos y cantantes al dente de gustador que se precie.
Aparecíase entonces descabellada y a los chillos la hembra, reclamando la disposición de los platoboldos.
—¡¡¿Y los platoboldos?!! ¡¡¿Y los platoboldos?!!
Agotarado, el Intelectual, con un suspiro se resignó y no respondió con voz, sino disponiendo la vajetilla como debiera todo buen cuadrumarido responsable de su elección casamental.
—Ya hubiera elegido uno más prendido... si vinieran con etiqueta estos momototos... —refunfululaba para sí la hembra.
El Intelectual bajó la mirada y le alcanzó su platoboldo a su mamada, esperando, si no cariño, sí callar su vientriloquía, que por el pupo le gruñía y gruñía como un sapo. La hembra vorrojó un enjambre de enredados vidolitos en el platoboldo del Intelectual y luego, más tiernamente, llenó el suyo. La comilona sucedió entre calladas mira-miras y babosos zipidos de vidolos. Hacía años que no se sentían tan diferencialejados el uno del otro. Sin embargo no había odiares; era imposible cuando no se comunaban ni el amargor ni el candor de los días.
—Estoy viejo —bufó tristemente el Intelectual, rumiando sobre su deteriorado malvivir. Tanto pensamiento lo estaba dejando calvo de la frente a los pies, y la pelusa que se asomaba por sus narices estaba tan nevada que el frío de la muerte parecía ya envolver al pobre. Su profunda tristeza parecía confirmar la inminencia del no-ser.
—Estás viejo —bufó tristemente la hembra, rumiando sobre el tiempo compartido con ese saco de huesos roídos. Aún conservaba la energía de su juventud, pero la contradicción del espejo de los ojos aguados del viejo, que cierta vez la vieran hermosa, hacía que se le crispara la paciencia. Si ninguno de los dos moría antes de que los vidolitos dejasen los platoboldos, su existencia, pensaba, habría sido un completo fracaso.
—Estás viejo y maloroso y afelipado como un cadáver en descomposición —bufó nuevamente la hembra en un tono que el Intelectual jamás había oído de agujero alguno que se elevara sobre los hombros. Su vida se había convertido en una ofensa y lo presentía desde hacía muchas medialunas.
—Mi vida me pasé hundido en las postrimerías de fugaces pensamientos, siempre esperando aferrarme al siguiente que se iba igual al anterior. Lo más arriesgado en mi vida fue vivir una fantasía que nunca se concretó y sufrí cada segundo como si me supiera en un estadio finiquital. Nunca nadie me puso la garra al hombro más que para rasgármelo, y cada vez fui igual de ingenuo; siempre creí que me compadecerían. Pero hoy, tarde, me doy cuenta de que nunca nadie me tuvo en cálculo y para todos no fui más que un chiste que a veces se les cruzaba en tal o cual esquina, ¡ahora mismo deben de estar llorando de risa el Vendepapa y el sotreta Frentepeluda! Pero no puedo culparlos, que si mis huesos no fuesen míos mi angustia sería gracia.
»Mi mujer no es mía más que cuando me sirve de eco de mi consciencia, y ya no me agrada escucharla, como no me gusta tampoco tener que escucharme a mí mismo... ¿Te divertiste con el Vendepapa?
—¿¡Cómo!?
—Lo que suelto, mamor... es sólo una incuera amable; todavía me interesan tus actividades diarias.
Mirando con falsa indignación un largo segundo el platoboldo, la hembra tejía una respuesta que, con sinceridad, pronto hizo voz.
—Bastante —respondió.
—Bien —tragó dolorosamente el Intelectual—, al menos mi mujer tiene la fortuna de abanicar las caderas y sonreir con cuanto labio le plazca. —Y mirando a su mamada devorar sus vidolitos el Intelectual esperaba cruzar alguna gazeada de culpa en sus estropojos, pero jamás la cruzó.
El resto de la mansha sucedióse en silencio, hasta que un único vidolo entuercado en sí mismo quedábale en el plato al Intelectual. Entonces fue que la hembra dripeó unos pocos angustaladros vocablos.
—¿Fuimos en algún tiempo felices?
—Un pretérito lo fue pa mí y si meras sincera lo fuimos ambos... sí... —el Intelectual parecía perder la vista en algún suceso antiguo, retrovaba con una sonrisa oculta en sus pliegues de viejo.
—¿Podremos serlo hoy? —inquirió ansiosa.
—Quén sá, quén sá... séria mi desé, ma no sé si e acontecible —responsó el viejo, intentando no ser demasiado óptimo ni muy negato.
—Y si... —comenzó pensativa y alargada la hembra, pero detúvose pronto y silenció toda expresión.
—¿Posibilitaríamos?... —dijo el Intelectual, pensando en la misma cosa que su mamada. Entonces fue que se luquearon de verdad por única vez en decuriones de años agnósticos; se entuercaron sus ojos y en un tifón remolón de emociones se vieron enroscados. El Intelectual cofó y bajó la vista del fugaz encanto y parsimoniosamente entornó el último vidolito en su cubierto y lo engulló.
—Nah... —suspiró para sí.


Enero 2008

Lunares

por. Facundo Ezequiel

Acá y allá en la esquina
Cuando la gente estornuda
Hay un pequeño lunar que crece
Tan pero tan lentamente
Que pocos se sorprenden
Solo el visitante ocasional
Que busca monedas donde va
Dice “Esto no era así o no estaba acá”
Pero sigue su camino nomás
Acá y allá en la esquina
Cuando la gente estornuda
Hay un cáncer terrible y crece

viernes, febrero 20, 2009

Poema abierto

La idea de "poema abierto" es que quien quiera pueda agregar una línea al mismo, a través de los comentarios. Propongo lo siguiente como piedra fundacional:

Entre las hojas del periódico

domingo, febrero 08, 2009

Palomita guerrera

por. Facundo Ezequiel

Palomita dálmata
a muchos les das lástima
Palomita tristona
dejá de comer las migas de otros
El viejo se sienta y mira
cómo las palomas se pelean
Palomita guerrera
perdiste un ojo y la guerra

Perros

por. Facundo Ezequiel

De-de-de da-da-da
Si pongo mi plata voy a ganar
El perro grande corre rápido
El hombre chiquito le tiene miedo
La fuerte voz hace eco
La tierra pica las narices
De-de-de da-da-da
Los hombres todos tristes

Poemas

por. Facundo Ezequiel

Una hoja fue rasgada
y en su interior
ahogada un alma

§

Apuñáleme la espalda
pero luego
béseme la herida

§

Béseme la herida
pero luego
héchele sal

§

Mi guitarra tiene tres cuerdas
cuando tenga una sola
la amaré igual
cuando no tenga cuerdas
la amaré mucho más

§

Miré dentro de mi vaso
¡y me vi a mí mismo!

Monkey ball

por. Facundo Ezequiel

Monkey has got his ball
let him enjoy now
let him dance a little more
let him be til dawn
til he is tired and out
I'll be waiting you outside
by the drunken man sleeping
by the payphone broken
I'll be moaning til you're mine

Enterrado

por. Facundo Ezequiel

Enterrado
Enterrado
¿No me dejarías al menos descansar?
Mis ojos todavía ven
Mis manos aún sienten
y se aferran con tanta fuerza
Subterráneo con el pecho ardiendo en pedazos
Enterrado
Sin poder descansar

viernes, enero 09, 2009

El callejón de los bellos hombres desnudos

por. Facundo Ezequiel

En el norte de la ciudad hay un callejón que nadie conoce donde se reúnen hombres con una belleza tal que no quisieras que tu mujer se entere jamás que son posibles semejantes atributos de ensueño. Una noche fui invitado a ese oscuro escondrijo por quién sabe qué prodigio de la maravillosa providencia, quizás haya sido un giro equivocado o el aroma a sueño que me guió hasta aquel extraño lugar. Un hombre idéntico a la imagen que tenía de Aquiles fabricada en mi mente esperaba bajo un farol, ante la suprema oscuridad del callejón desde donde podía escucharse el sonido de risas apagadas por lo que olía a una multitud de personas, olor que me recordó a los viajes matutinos al trabajo, así que dudé cuando el hombre me dijo: “Desnúdese.” Lo miré un segundo en silencio. Las risas se elevaban ahora, haciendo eco contra las paredes de ladrillo, húmedas por el rocío de la madrugada. El hombre extendió sus brazos, como esperando que le entregara algo. “No se preocupe,” dijo, “en cuanto entre no querrá volver a usar esta ropa de nuevo.”
Lo cierto es que cualquier hombre que se precie, vería esta situación un tanto rara, pero yo llevaba tiempo descarriado; había intentado el suicidio, pero era demasiado cobarde o inútil como para llevarlo a cabo satisfactoriamente. Cada ocasión que pudiera agregarle un poco de emoción a mi monótona vida suicida era bienvenida. Me quité la ropa y se la puse directamente sobre sus enormes brazos de percha. Apenas recibió las prendas, las arrojó a un lado como si fuesen basura. Estuve a punto de insultarlo, pero la situación, así como se presentaba, no acreditaba una reacción tan desencajada. “Ya va a ver, usted sería un perfecto miembro de nuestro club, no se arrepentirá.”
Caminamos alrededor de medio minuto por aquel largo, oscuro pasillo hasta que una tenue luz como de vela iluminó suavemente el final del callejón. Un grupo de hombres completamente desnudos parecía estar de fiesta, pero no era nada de lo que me hubiese imaginado. Todos reían y se veían completamente satisfechos con lo que hacían. Mi sorpresa fue enorme al ver lo que hacían. A decir verdad nadie interactuaba con nadie más que con sí mismo. Cada uno de ellos era verdaderamente hermoso, eran cuerpos prodigiosos de belleza semejante a los dioses, si es que ellos no lo eran. Todos de una edad indefinida, como si sus cuerpos no tuviesen edad, sólo belleza. Un hombre alto y moreno estaba recostado contra una de las paredes laterales y se acariciaba los músculos de sus brazos, los amplios pectorales, el estómago, los muslos, el pelo como si estuviera amándose. Otro hombre de pelo color zanahoria, en el medio, se encontraba masturbándose mientras reía a carcajadas y gemía en un grito extrañamente mezclado. Estas imágenes se repetían en el extenso grupo donde se confundían unos cuerpos con otros, pero todos estaban concentrados en amarse sólo a sí mismos.
De pronto la sensatez me atacó como un rayo y me asusté. “¿Qué hago acá?,” me dije. Me di la vuelta y salí a toda velocidad, tropezando en la tiniebla absoluta que me guió hasta el farol de la entrada. Detrás continuaba escuchando las carcajadas y gemidos y la voz de mi guía que me gritaba desde la profundidad del callejón. “¡Volvé! ¡Te perdés algo increíble! ¡Te lo perdés!” Encontré mis pantalones y calzoncillos junto a unas páginas viejas del Crónica y cáscaras de naranja secas. No pude encontrar la camisa ni los zapatos, pero no busqué demasiado y salí aterrado al escuchar nuevamente el eco del masivo placer egoísta que se oía desde el perverso callejón.
Algún tiempo después volví a pasar delante del callejón, una tarde. Vi mis zapatos apoyados contra la pared y un montón de ropa amontonada a un lado. Esperando allí estaba el guía, al verme pasar me guiñó el ojo y yo apuré el paso, abandonando para siempre la esperanza de recuperar ese buen par de zapatos. Quién sabe si me tentaría finalmente a quedarme en el callejón, de haber recogido mis zapatos.

El agujero

por. Facundo Ezequiel

Había salido tarde del trabajo, estaba algo cansado y necesitaba mis cigarrillos, así que me fui al kiosco de enfrente. Le pedí los Philip Morris y el kiosquero me contestó poniendo los cigarrillos sobre el mostrador. Le di el billete y el tipo buscó en la registradora las monedas que me puso en la mano. Entonces me dijo simplemente eso. Yo estaba cansado y pensé que no había entendido bien, y cuando estaba saliendo, me aclaró:
—Está a cinco cuadras de acá, siguiendo esta calle.
Yo miré atrás sin darle mucha importancia y seguí mi camino. La parada estaba a dos cuadras y ya había visto que se me escapaba un colectivo. De todas formas era la peor hora para viajar de vuelta; en cuarenta minutos estaba seguro que el asunto iba a mejorar. Tenía que dejar pasar un par de colectivos más. Cuando llegué a la esquina paró el colectivo y la larga fila de hombres de bolsos y portafolios fue tragada por el mastodonte verde. Aproveché inconscientemente el impulso de mis piernas.
«El agujero» había dicho el tipo. Estaba a tres cuadras.
El Agujero, el boliche de los curiosos; sonaba a bar gay, pero qué tal si ni siquiera era un bar. Si veía algún tipo de luz de neón, me cruzaría a la vereda de enfrente y volvería disimulando a tomar el siguiente colectivo.
Pero no había luces de neón. Un grupo de gente cercaba la calle, cincuenta metros más adelante. Bajé la velocidad de mis pasos y miré alrededor en busca de alguien que pudiese advertirme qué era lo que pasaba. No había nadie cerca, por eso estiré un poco el cuello mientras me acercaba, pero no llegué a ver nada, parecía que alguien había tenido un accidente, todos estaban mirando algo en la calle. Necesitaba ver qué pasaba. Finalmente me acerqué a un pibe que estaba en la parte exterior del círculo de gente, plantado con un pie en el suelo y el otro en el pedal de una vieja bicicleta.
Lo que me dijo no fue nada revelador y tampoco me supuso algo tan interesante como para convocar tanta gente.
Me puse en puntas de pie entre una vieja y una señora que volvía de las compras y me asomé.
Ahí estaba, eso que el chico había dicho, nada espectacular ni meritorio en una ciudad como ésta, sin embargo, ahí estaba toda esa gente, mirando como si fuesen cavernícolas ante la primer fogata de la humanidad.
«Un agujero.» Eso me dijo el chico. Eso vi. Cuando le pregunté a la señora qué había pasado, esperando que me dijera que se había caído alguien dentro, no conseguí más que una estúpida repetición sonora de lo que veían mis ojos. Miré de nuevo entre esas dos cabezas de señora. Era casi como una enorme araña que echaba raíces en el pavimento; negro, no se advertía un fondo desde donde estaba parado, y parecía querer tirar abajo buena parte de la vereda: un verdadero desastre estructural, probablemente corríamos peligro estando ahí parados junto al agujero. Se lo intenté decir a la vieja (por lo general son las primeras en alocarse), pero me ignoró por completo. Tal vez yo haya sido el miedoso, pero tantas noticias a lo largo de mi vida me aterraron con gente atrapada en angostos pozos y túneles durante días antes de ser rescatados, algunas veces sin vida, que prefería no desafiar a aquel agujero. Di un par de pasos hacia atrás, pero me daba más miedo parecer cobarde, así que me volví a adelantar.
Volví a mirar al agujero. Por un momento me pareció que era más grande que hacía un momento. Eché una mirada alrededor y todos estaban absortos en aquel agujero, como zombis. Volví a mirar. Una piedrita de asfalto se desprendió del borde opuesto al mío y cayó dentro, yo esperé atento para escuchar la caída y hacer un estimado de su profundidad, pero nada. Nadie tampoco se mosqueó por el desprendimiento de aquella piedrita. ¿No se daban cuenta lo peligroso que era? En cualquier momento se desprendería un cascote y dentro resbalaría aquel pibe de campera gris. ¿Se quedarían todos mirando en silencio? Tal vez el pibe tampoco gritaría al caer hacia la oscuridad. Nadie hizo ningún comentario y yo no quise ser diferente, ya me había intimidado la mirada vacía de la vieja, antes.
De pronto, un gesto me incomodó. Un hombre vestido con una remera negra con el nombre de una banda de rock en ella y pantalones de jogging, comenzó a balancearse poco a poco como quien se está quedando dormido de pie. Estuve a punto de gritar alguna advertencia, pero tenía miedo de asustar a alguien y que cayera por la exaltación de mi grito. Manifesté mi preocupación a la señora de mi derecha, pero no me escuchó, o me ignoró. El tipo parecía balancearse cada vez más profundamente y yo comencé a tartamudear, realmente asustado. El tipo estaba parado en el borde, sabía que hay muchas personas que sufren de vértigo al encontrarse a grandes alturas o frente a la posibilidad de una gran caída, lo empecé a llamar mientras lo señalaba, pero él tampoco me escuchó y su balanceo ya se había convertido en algo realmente peligroso. Nadie se daba cuenta ni hacía nada más que mirar el agujero, negro, como una araña, deborándose el asfalto. Y luego como un rayo difuso. Me quedé con la boca abierta porque no lo podía creer. Levanté la vista. Ya no estaba. El tipo que se balanceaba no estaba: había caído al agujero. El agujero había devorado al hombre aquel. Ningún suspiro. Ninguna exclamación. El agujero absorvía las miradas y consumía los pensamientos de todos al punto de que no podían hablar ni reaccionar ante una atrocidad como la que acababa de ocurrir. Las grietas que lo acunaban como en una frágil tela de araña de pavimento me daban la sensación de estar creciendo a cada segundo, pero cuando lograba quitar los ojos del agujero y miraba las grietas, no me parecía que hubiese algún cambio en su extensión o forma. Por un rato largo me mantuve mirando frenéticamente así, primero el agujero y después las grietas en una repetición que acabó por hacerme doler los ojos.
Me refregué los ojos y me dispuse a relajarme, pero al volver a mirar al agujero, algo me llamó la atención; dentro de él, en la oscuridad que lo conformaba, algo parecía moverse. ¿Sería el recién caído?
«¡Es el hombre!,» grité, contento, exaltado.
Pero nadie reaccionó y más allá de mi súbito desafuero yo tampoco reaccioné. Al segundo me dispuse a aguzar la vista y observé esa oscuridad que se arremolinaba inexplicablemente. Había algo ahí dentro. Había algo. Había algo, así que miré.

viernes, enero 02, 2009

Año nuevo (decile chau al viejo)

Los autos se funden en la perspectiva de tímidas luces y vuelven híbridos de sombra y día por la misma calle. Yo, que apenas me enteré hoy que empezó un año nuevo, no soy muy optimista al formular mis deseos. Vi los vidrios rotos y las dosis manejando. Vi los travestis yendo, volviendo, y las barras tambalearse. Vi una chica hermosa frente a la villa esperando en un kiosco. Vi el camión de los bomberos corriendo como loco mientras aullaba en tajante línea recta quebrando los estallidos de las bombas de estruendo. Me vi mirando mi fantasma del otro lado que me veía mirar y me vi impasible. Éstas fueron las primeras horas de este nuevo año y lo vi tan viejo que casi lo despido al saludarlo.

lunes, noviembre 24, 2008

I remember my thoughts very well

por. Facundo Ezequiel

A friend told me not to worry.
He gave me this pen and paper.
“Spill your feelings in here”, he told me.
Then I was talkin’ to you on the phone,
Thinkin’ what a waste of time it was,
And started to scribble dumbly.
A head appeared and burped black foam,
I told you something about a dead man I used to know,
Well, he was just a boy when he got killed,
Today he would be a man,
But he’s three feet underground;
You just nodded,
I didn’t heard that through the line,
Maybe I just imagined it,
You kept silent
And the foam became a sheep
And a soft balloon grew from it’s tiny head
And it was counting men:
A sheep also needs to sleep.
Finally you said something
I didn’t quite catched it
But I nodded too.
Then we stood thinkin’ silently,
You puffed smoke from your cigarette
And asked me if I was going to speak anytime soon.
What was it that you were thinking?
I remember my thoughts very well.

Whom may you sue

por. Facundo Ezequiel

Whom may you sue
When ev’rything you laud
Is nothing but a fraud?
Ain’t that a shame,
To have noone to blame?
It all has that filthy aura
Revolving in and out it’s guts.
So I started with booze at a very young age,
I could feel the world on my stomach,
Later I could feel it on my bladder,
On my prostate, on my glans penis.
I felt the joy of the world, whole, holy,
Then, when I felt like a gladiolus in bloom,
I bursted in pain, you know,
The most pure pain bleeding from every pore of my body.
But noone but me was to be blamed,
And, man, I was God, you know,
But how could you know?
The past,
Dancing on the tip of my toe nail;
The future scratching my back.
For all you can imagine I’m just an old drunkard,
The question is that if God was to be laying down on the street,
Smelling like urine and vodka, would you pick him up?
Would you even recognize him?
So if you think you’ll do, if you see me,
Gimme a wink,
Or even better,
A good wank.