martes, junio 29, 2010

Una lectura sobre la mierda

por. Facundo Ezequiel

De alguna manera para mí inexplicable, luego de algunas incursiones durante ciertas clases en la universidad, a la cual asistía de forma esporádica y poco decidida, había logrado alcanzar una notable popularidad en el cuerpo estudiantil.
Un día estaba sentado en un bar frente al edificio de la universidad, disfrutando de un café y leyendo un libro de poemas de Dylan Thomas, cuando una hermosa pelirroja se me acerca y se para junto a mí. No estaba seguro de si la conocía de algún lado; había aprendido a olvidarme rápido de las mujeres hermosas.
Se quedó ahí parada, me estaba poniendo nervioso, no sabía si tenía que decir algo o qué, así que me quedé quieto con los ojos fijos en mi libro pero toda mi atención dirigida hacia la chica.
—Perdón —dijo al final—. Vos sos Balthazar Dahl, ¿no?
Levanté la vista para mirarla a los ojos. Hermosos ojos azules.
—Sí.
—Mi amiga va con vos a la clase de literatura alemana, se llama Luisa.
—Perdón, no creo acordarme.
—No te preocupes, no es una chica memorable, pero sí es inteligente. Me contó de vos.
—¿Ah, sí?
—Sí. Quiero conocerte.
—Acá estoy. No hay mucho más.
—No, digo... quiero “conocerte.”
—Está “bien”...
—¿Te parezco una chica memorable?
—Probablemente me acuerde de vos esta noche.
—¿No tengo las caderas muy anchas?
—Para nada..., es más, hacen juego con... bueno, con tu parte de arriba. Para mí estás muy bien.
—¿En serio?
—Muy en serio.
—¿No me vas a preguntar cómo me llamo?
—No veo que eso haga alguna diferencia. Ok, cómo te llamás.
—Vanessa, con doble “S”.
No tenía ningún comentario amable así que me callé.
—Invitame a tu casa —dijo ella.
—Vivo lejos, no tengo auto.
—Vamos a mi casa.
—¿Dónde vivís?
—Acá nomás, a unas cinco cuadras.
—¿Tenés plata?
—Algo.
—¿Podés comprar unas cervezas?
—Un par, sí. Tengo vino en casa.
—Buenísimo, vamos.
Me levanté y me fui, sin tiempo de pagar el café; tenía que acordarme de no volver a aparecer por ahí.
En el camino la agarré de la cintura y la acerqué para besarla. Tenía que agacharme un poco pero valía la pena. Ella se separó y me señaló un supermercado chino. Entramos y compramos algunas cervezas y un par de cajitas de preservativos.
Estábamos muy calientes. Apenas cruzamos la puerta del edificio en el que ella vivía empecé a meterle mano, podía sentir la cálida humedad entre sus piernas. Las botellas tintineaban una hermosa tonada. La fui besando y manoseando a lo largo del pasillo. Ella se liberó un momento para llamar al ascensor.
Empezamos antes, ella intentaba poner la llave en la cerradura, pero tenía el culo más hermoso que jamás hube visto y no pude aguantar. Le desabroché el pantalón y le bajé el cierre en un solo movimiento. Ella no podía o no quería embocar la llave. Le bajé poco a poco el jean para descubrir ese glorioso culo. No le saqué la bombacha, me excitaba más así, no sé, era una especie de morbo. Se la corrí a un lado y empecé a hacer fuerza para entrar. Ella gimió un poco de dolor y otro poco de calentura. Seguí empujando. Se había olvidado de la puerta y de la llave, aunque algo de lo que pasaba a mí me lo recordaba.
Era difícil metérsela, estaba bastante cerrada. La agarré de las caderas y con una mano la empujé un poco para que se incline hacia delante. Dejó caer las llaves y apoyó las manos en la puerta para no perder el equilibrio. Apenas había entrado la mitad de la cabeza y yo empezaba a transpirar. Empujé un poco más. No era fácil. Estaba haciendo tanta fuerza que empecé a tener miedo de partirme la pija; había escuchado unas historias horrorosas acerca de eso. Le encomendé mi suerte a dios e hice un último gran esfuerzo.
Escuché una especie de crujido. La puta madre, pensé, me rompí la pija. Pero finalmente estaba adentro. Empecé a bombear. No me dolía, es más, se sentía muy bien, así que me dediqué a lo mío. Le di unos quince saques frenéticos y cuando estaba a punto de acabar se la saqué rápido para enchastrarle los muslos y la espalda. Largué unos chorros infinitos, probablemente le había hecho un pegote hasta en las hermosas hebras cobrizas de su cabeza.
Suspiré triunfalmente. Un olor penetrante me llegó a la nariz, era asqueroso, como si alguien hubiese abierto la cloaca. No se podía ver muy bien, la luz del pasillo estaba apagada, era una de esas luces que se mantienen prendidas por unos segundos y uno tiene que correr a apretar el botoncito naranja. De pronto me doy cuenta de que Vanessa, con doble “S”, está llorando.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué llorás?
—¡No!... ¡Me muero! ¿Por qué? ¡Que vergüenza!
Parecía una loca, sollozaba y hablaba sola.
Me levanté el pantalón con una mano y fui a apretar el botoncito naranja.
—¡NO! ¡NO! ¡NO PRENDAS LA LUZ! ¡NO QUIERO QUE MIRES!
Tarde. Parecía el escenario de una película de terror. Mierda y sangre por todos lados, y semen, bastante semen.
—¡Me cagué!... No mires... por favor... —sollozaba.
Era horroroso, pero no podía imaginarme lo mal que debía sentirse ella, así que intenté ser todo lo amable que podía.
—Shh... no te preocupes, no es nada, es solo mierda, vamos a limpiarte, abramos la puerta y vamos a limpiarte...
La mandé a bañarse, para que se tranquilice, y le dije que yo me ocupaba de limpiar el resto. La mierda se me había metido hasta debajo de las uñas. ¿En qué momento había pasado esto? Tenía las marcas de los dedos en el pantalón y salpicones hasta en la camisa. Cerré la puerta del departamento y fui hasta la cocina a lavarme lo mejor que pude. Me eché detergente en las manos y restregué un largo rato. Parecía que la mierda no se iba más. Después me acordé de mi pija, la había metido ahí dentro y antes de enterarme de lo que había pasado la había vuelto a guardar. Me saqué los pantalones, la camisa y los calzoncillos, y los tiré a un lado. Empecé a sentir el olor penetrante otra vez. Me agarraron arcadas. Tenía pedacitos de caca pegados a mi verga como sanguijuelas de chocolate. Me tiré media botella de detergente encima y empecé a limpiarme.
Después de empezar la tercer enjuagada, escucho unos gritos que vienen del pasillo de afuera.
—¡OH, POR DIOS! ¿QUÉ ES ESTO? ¿QUIÉN PUDO HABER HECHO ESTO? ¡QUÉ HORROR, OH, DIOS! ¡QUÉ INMUNDICIA! ¿ESO ES SANGRE? ¿Y ESO? ¡QUÉ HORROR, QUÉ HORROR, ESE OLOR!
Cuando escuché que la persona se encerró en su departamento de un portazo, abrí la puerta y entré las cervezas, que con toda la conmoción me había olvidado de entrar. De nuevo me había ensuciado las manos al tocar el picaporte. Parecía que la mierda no se iba a ir más. Volví a la cocina a terminar de lavarme.
No sabía que hacer con mi ropa. Alguna vez me había cagado estando borracho, pero al menos era mi mierda, ¿qué se supone que haga uno con la mierda de otro? Busqué la pieza y en el armario algo que ponerme por el momento. Encontré una bata de seda. Me quedaba un poco chica y pensé que me vería un poco puto, pero me imaginé que si tenía que salir por cualquier cosa era mejor que andar desnudo o todo cagado.
Me acerqué a la puerta del baño a escuchar. El agua de la ducha había dejado de correr.
—¿Estás bien? —pregunté a través de la puerta.
—No quiero que me veas —respondió con voz llorosa.
Cuando una mujer no quiere ser vista es cuando uno debe mirarla, a veces se descubren cosas maravillosas. Abrí la puerta del baño y ahí la vi, sentada en el bidet, completamente desnuda, con su belleza pelirroja al descubierto. Sentí cómo se abría paso por entre los pliegues de seda de la bata una nueva erección.
Ella me miró con sus enormes ojos azules cansados de llorar. Y después miró mi entrepierna.
Se abalanzó como una fiera. Creo que era mayor su deseo de redención sexual que su verdadero deseo, pero se prendió como un pulpo con su boca a mi verga. Puso cara de asco, como si acabara de chupar un limón, y después escupió un hilo de baba en el suelo.
—¿Qué es ese gusto? Es horrible.
—Acabo de excavar un pozo de petróleo y quise limpiarme un poco, ¿viste? Ah, te aviso: creo que se te terminó el detergente...
Se quedó mirándome un segundo, analizando con ojos rutilantes mi pija roja de tanto restregar, y después volvió a lo suyo. Era buena. Demasiado buena. Parecía haber recuperado el ánimo y se mostraba muy entusiasmada. Le pedí que lo hiciera con la mano y cuando estuve a punto de acabar le pedí que lo hiciera otra vez con la boca, y entonces, antes de que me aprisionara otra vez con su increíble ventosa, sin avisar, solté mi carga en su cara, en su boca, en su pelo, en sus brazos, en sus tetas, por todo el suelo. ¿Por qué era tan excitante ver a una mujer cubierta de semen? Particularmente mujeres de piel blanca como de alabastro. Ahora estábamos a mano.
Me sentí con ganas de abrir una cerveza. Le limpié la hermosa piel con una toalla lo mejor que pude y volví a la cocina a abrir una botella.
No podía encontrar ningún destapador, abrí varios cajones y revolví entre cuchillos, cucharas, tenedores y bombillas hasta que, al abrir un cajón lleno de repasadores, encontré uno de esos viejos sacacorchos metálicos de forma humanoide cuya cabeza funciona a su vez como destapador.
Me puse a pensar en el vecino, horrorizado tras haberse encontrado en el pasillo con toda esa hedienta porquería. Probablemente se haya dispuesto a llamar al portero, a la policía, a los bomberos, a su psicólogo, al cura párroco, sin saber qué hacer, esperando algún tipo de solución, algún conjuro que borre de su memoria la atrocidad que tuvo que pasar. Pero no tenía caso. Afuera, no solo en el pasillo, sino en la calle, en las universidades, en las comisarías, en las iglesias, en las casas de familia e incluso en el paraíso terrenal había un montón de mierda, sangre y semen.
Le di el primer trago a la botella. En la base tenía un salpicón de caca. Esa era la solución al enigma de la vida. Había que bañarse en mierda antes de poder disfrutar la limpieza.
El agua de la ducha empezó a correr otra vez. Tomé un trago largo y miré mi ridículo reflejo en la ventana atardecida. Tal vez me sume a ella en el baño, pensé.

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