viernes, julio 13, 2007

Simplemente sentado en un bar

Por. Facundo Ezequiel

Los fríos latigazos de agua sacudían el tiempo que ya, como por fatalidad consumada, dejaba de ser; no era. Dos caballos blancos tiraban del coche fúnebre que, a su vez, era víctima de una oscilación pendular como el mismísimo difunto, víctima del horloge à balancier que dejaba plasmado el olvido de infinidad de eternidades en cada uno de los ecos de los tics y los tacs. Tic-tac.
Tic-tac... Las primeras gotas..., cadenciosas en su distanciamiento cada vez más minúsculo hasta convertirse en un poderoso clamor, en un teatro desbordante, estrepitoso, de palmas emocionadas. A los pocos segundos la oscuridad del teatro parpadeó como una lámpara gastada y la bóveda crepitó en una fuerte explosión fría. Luego todo se sumió en la oscuridad nuevamente. Las palmas no cesaban.
No se vería tanta alegría en las cientas de hectáreas arruinadas, en los pobres campos de los humildes granjeros devenidos en marineros de agua amarga. Definitivamente este mar era uno al cual no cualquiera podría enfrentarse. Era un mar combativo. Era un mar guerrero. Era un mar que dejaba huella en la tierra... bajo la tierra.
Las negras calles de sinuosa tinta de pulpo se extendían desvergonzadamente sobre la rectitud de los renglones del cuaderno de espirales. Era, ciertamente, un camino oscuro, repleto de mugre y de agua de alcantarilla. Pero era este camino oscuro lo único que hacía crepitar, como los truenos del otro lado del vidrio, el corazón del explorador vagabundo.
El coche fúnebre se convertía en un hermoso buque de guerra que parecía ser el mensajero, el predicador, el representante de lo que vendría. Y lo que vendría era aquello que iba a hacerlo andar muchos otros kilómetros bajo muchos otros litros de agua. Los caballos se habían convertido en el motor del más fabuloso galeón, encargado de hacerle la guerra a la vida. Era una exhibición desenfadada, una feria de miseria.
Hizo el gesto de tomar de la taza, pero al acercársela a la boca vio que sólo quedaban unas pocas lágrimas de café fosilizadas y esa borra sintética del expreso que era casi un chiste o una clara premonición de lo que era el futuro de los bebedores modernos de café. Casi no había borra que leer. Casi no había futuro. El vidrio lloraba también, pero su desgarro de miles de lágrimas era un paseo en el parque para el que escribía en su cuaderno de espirales.
Ahora salían de su escondite miles de ratas, salían a festejar el carnaval que era para ellas el paseo del galeón ecuestre. Se agolpaban alrededor del vivo vehículo de muerte y sonreían con sus pérfidos bigotes de funcionarios públicos. Sus pequeñas naricitas se contraían para olfatear el tremendo olor a bosta y agua séptica que para ellos significaba el progreso definitivo.
Se refregó los ojos con ambos dedos índices y pasó la vista de la hoja de papel a la ventana donde se veía a la lluvia disminuir de a ratos. Miró su fantasma del otro lado, del lado llovido, y se dijo a sí mismo:
«A veces es bueno estar simplemente sentado en un bar. »

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