viernes, julio 13, 2007

La escalera de escalones rojizos

Soñado por. Facundo Ezequiel

Llegué al comienzo de unas escaleras de escalones rojizos, donde un altísimo edificio, tanto imponente como rudimentario, rodeaba con sus paredes amarillas sus largas etapas y sus extraños descansos donde cada uno o dos pisos se asomaba un pequeño jardín o zona de recreo, luego, para seguir ascendiendo, te veías obligado a torcerte sobre vos mismo y continuar trepando dificultosamente por el pasamanos, siempre de la izquierda porque, por alguna extraña razón, el de la derecha estaba apenas sobre los escalones y por debajo de una ínfima pared sobre la cual sería imposible apoyarse sin caer al nivel anterior. Cuatro o cinco pisos luego, cuando hubiese empezado a pensar que las escaleras eran simplemente infinitas, llego a dondequiera que estaba yendo, algún piso superior. Era un aula llena de niños, y muy cerca de donde había yo entrado, para mi sorpresa, me encontré a un antiguo compañero del secundario Juan XXIII, un pibe llamado Pérez. Siempre lo creí algo loco o estúpido a Pérez, pero, aún así, me sorprendí cuando él lo único que dijo al verme fue:
—¡Acá tenemos Dulce de Leche!
No tenía el más mínimo sentido, y lo repetía, no lo decía para mí, sino para el resto de la clase, que tampoco parecía sorprenderse por la salida del loco o estúpido Pérez, de hecho, dudo que estuviesen escuchando.
Un poco preocupado comencé a bajar nuevamente.

ATENCIÓN: Lo que relato a continuación tiene la capacidad de la existencia simultánea en dos momentos diferentes, antes de lo de Pérez y luego de lo de Pérez, y aun así, ninguna de estas partes se sucede a la otra, así que no hay razón para asombrarse cuando ahora esté subiendo por las escaleras nuevamente, ya que esa acción pertenece al momento en que estaba aún subiendo las escaleras (pre-Pérez) o cuando luego relate que estaba bajando por ellas (post-Pérez).

En cierto momento, mientras daba los primeros pasos en el primer grupo de escalones, un grupo de más o menos cinco pibes de dieciséis o diecisiete años salta con un estuche de guitarra enorme desde el piso superior hasta la parte de escaleras que está a mi izquierda, golpeándome accidentalmente con el mismo en la cabeza poco antes de aterrizar. No les digo nada. Pienso que pronto sentirán vergüenza cuando miren atrás y recuerden las estupideces que hacían. Continúo trepando. Hay pequeños grupos de personas que suben y bajan, grupos de amigos de dos o tres, personas que congenian entre ellas, personas que hablan en los jardines de recreo que extrañamente parecen desiertos a excepción de un par de muchachas que parecen discutir esos temas importantes de muchachas. Aproximadamente por el cuarto piso, luego del jardín de las dos muchachas, un enorme grupo de estudiantes viene desde atrás, por las escaleras, son todos chicos de dieciocho años que por su corpulencia aparentan tener más, uno me llama la atención y se me adelanta para hablarme y que lo pueda ver. Es un pibe cuya cara me parece familiar en cierto punto. Medio rubión, pelo sucio, desaliñado, dientes sin lavar, amarillentos de nicotina, ropa arrugada... y aun así no es tan desagradable como la descripción lo hace parecer. Con bochinchosa voz de adolescente me pregunta:
—¿Conocés a Viviana... (nombre de maestra o de vieja, ¿era Viviana?)?
Me quedé pensando un segundo y luego le respondí.
—No, no conozco a ninguna Viviana...
En este momento creo que nos detuvimos por un instante.
—¿Tenés novia? —me preguntó descaradamente.
—No... en este momento no... —respondí sospechando de sus intenciones las cuales no eran del todo claras para mí, todavía.
—¿No me estarás mintiendo?
Aún tenía ánimos de cuestionarme a mí, él, que sin conocerme ya me abordaba con tanto descaro, me cuestionaba la veracidad de mis afirmaciones, como si en mis momentos de sequía femenina no pudiese estar seguro de que no tengo novia... ¡Mierda que estoy demasiado seguro!
—N... no.
—¿Seguro?
—Sí.
Y me miró en forma de reconocimiento, analizando mis afirmaciones, buscando en mí algún signo que me delatara. Pero no había forma de mentir para mí.
—Bueno —empezó con una voz suave, nada parecida a la estridente con la que me hablara antes; y puso su mano en mi hombro—, tengo una amiga que piensa que sos muy _____
MI CABEZA, EN ESTE PUNTO, COMENZÓ A HACER RUIDO DE ESTÁTICA, TAPANDO EL ADJETIVO CALIFICATIVO CONCERNIENDO MI PERSONA.
Ahora estábamos bajando. El pibe ya no estaba delante de mí, sino detrás, pero sin verlo todavía podía oír su voz.
—Después te la presento, la sentás y se ponen a hablar...
Y yo continué bajando las escaleras mientras la voz se hacía más lejana, al igual que las escaleras y mis pasos.

FIN DEL SUEÑO

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