lunes, septiembre 03, 2007

Visita a Castillo, encantado

En el mes de diciembre del año pasado visité en dos oportunidades al escritor Abelardo Castillo, previamente habiéndole enviado una carta pidiéndole permiso para hacerlo. Cuando pensaba que era posible que mi carta no fuese respondida un llamado sacudió mi teléfono: Clara, quien se presentaba como una alumna de Abelardo Castillo, me hacía saber, de parte de Abelardo, que podía visitar uno de sus talleres. Era el escritor Abelardo Castillo, a quien yo más admiraba, invitándome a mí, a Facundo Ezequiel, un nadie, a visitarlo a su casa, a presenciar uno de sus talleres. ¡Y todo gracias a una gran humorada epistolar descarada! Vaya, una pequeña dicha.
Estación de Once. Ya de noche. La calle es Hipólito Yrigoyen. La altura de la calle es 2316, la de mis pies es de algo así como 24cm sobre el nivel del asfalto. No hay grandes carteles de neón que pongan al barrio de aviso que ahí vive el mejor escritor argentino vivo. Yo me preguntaba si los muchachos que tomaban cerveza en la esquina se sabrían honrados por su pertenencia al barrio del señor Castillo o si lo ignoraban por completo. Entonces me sentí raro, no particularmente nervioso porque en mi mente ya había ensayado todas las posibilidades de desilusión y de fracaso y todas las peores cosas que podrían pasar al apretar el timbre del intercomunicador de esa puerta bien de Once, como cualquier otra puerta de Once. Lo importante era lo de adentro, ¿no?
«¿Hola? ¿Quién es?»
«Ah, hola, soy Facundo...»
«Ah, sí, ya te abro, esperá un segundo»
Mi expectativa era tal que se desvanecía en sí misma. Parecía que se tardaba toda una vida hasta que escuché pasos bajando de una escalera. Como era previsto: la puerta se abrió: detrás de la puerta una mujer que se mostró cálida y amable y no tardó en presentarse como Sylvia Iparraguirre: la mujer de Abelardo.
Ella misma es escritora, ya lo tenía bien sabido yo antes de entrar a su casa, pero, ¿no encierra cierto gracioso patetismo, cierta fatigada sumisión a la potente imagen de Escritor de su marido, la forma en que automáticamente se presentó?
Muy buena y amable mujer. Me guió escaleras arriba donde pude ver inmediatamente cierto vivo cuadro que por un momento no pude evitar admirar por su belleza pero que al mismo tiempo me intimidó. Abelardo estaba sentado en un gran sillón (o lo que me pareció un gran sillón) y, como si fuese un anciano y sabio maestro, se encontraba rodeado de un puñado de alumnos, pero charlaban todos tan cálidamente, tan amistosamente... Ahí estaba él: era inevitable encontrarlo con la vista pese a que era un hombre relativamente pequeño. ¡Qué pálido! Y yo que pensaba que no veía mucho el sol. Abelardo tuvo la cortesía de pararse para saludarme. Yo, al momento, me acerqué también y estrechamos nuestras manos. Por extraño que parezca no recuerdo mucho de lo que realmente pasó, sé que saludé a los demás presentes en la habitación y que luego nos cambiamos de los sillones a la mesa grande donde quedé enfrentado a la cabecera de la mesa donde se ubicaba Abelardo. Él en una punta y yo en la otra; me sentí desubicado... ¿Sentarse a la cabeza de la mesa de Abelardo? Quizás le di una ridícula importancia a un dato insignificante, pero ayudó a que no me relajara todo lo que hubiese querido.
En esa mesa se habló de muchas cosas, principalmente literarias, pero recuerdo que luego de incómodos silencios que se generaban, supongo que por el carácter retraído de la mayoría presente, Abelardo sacaba conversación y hablaba de fútbol, de cortes de luz, etc.
De Abelardo me impresionaron ciertos pequeños detalles que me daban pistas interesantes de quién realmente era Abelardo Castillo. Principalmente su mirada al hablar. Cuando elaboraba sus discursos desde lo profundo de su intelecto era su mirada algo desenfocada: parecía que no miraba lo que captaban los ojos, sino que leía una especie de teleprompter que le dictaba lo que debía decir desde atrás de su mirada. Cambiaba esa mirada cuando le hablaba a Sylvia, su mujer, por ejemplo.
Su voz estentórea se imponía en la habitación y sumado al hecho de que sus discursos estaban tan bien armados... me resultaba imposible no oírlo.
Ya mencioné la palidez de su piel. En sus manos se veían sus 71 años pero Abelardo era joven, lo sentía más joven, más vital que yo.
Cuando ya me iba (o fue acaso cuando llegaba) Abelardo cometió la locura de decirme que escribía bien cartas, que a pesar del tono cómico de la misma (de la carta que le había escrito) sabía bastante bien escribir cartas. Lo primero que hice (después de dormir mucho) fue arrancar los borradores de mi cuaderno y destrozarlos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ah...! Abelardo...! A pesar que muchos me conocen por lo descarada y cara rota, como se dice, no me da el valor (todavía) para visitar a Abelardo. Pero, ¡bien que me gustaría...! Te felicito por haberte animado y por todo. Es bueno hacer cosas que queremos hacer; es bueno conocer a los maestros.

Saludos atentos,
Lila.

Facundo Ezequiel dijo...

Ánimo. Yo soy un cobarde y detesto los cholulismos, pero de cualquier manera tuve la necesidad de hacerlo. Si quer�s conocerlo and� visitalo, es un buen tipo, no te vas a arrepentir. Gracias por felicitarme, ja, te devuelvo las felicitaciones.