lunes, agosto 06, 2007

Nínfula sin Nabokov

por. Facundo Ezequiel

La nínfula, enormizándose hasta lo ridículo, hizo posesión del hombre, ubicándoselo bajo la axila y, como si se tratara de una gaita, lo apretó contra sus costillas, hasta que con un ¡pop! la cabeza del desafortunado salió disparada como un corcho de una champaña sanguinolenta. Todo el suelo, todas las paredes, se habían convertido en un fabuloso lienzo de un Pollock monocromático, y la nínfula reía...
—¡Viva Las Vegas! —exclamó excitado mi compañero, dando saltitos y cortos y veloces aplausos silenciosos : parecía toda una maricona.
Yo, incapaz de poder aceptar las injusticias que un hombre conciente de su hombría debe afrontar, me colé un ácido y, cruzándome de brazos, ceñudo y golpeteando con mi pie al ritmo de La Internacional, frenéticamente me dediqué a esperar que me golpeara el efecto.
Patada en la nuca.
Estrellitas bamboleantes de colores nunca vistos brillaban detrás de mí, pero cuando giraba a verlas de frente, las muy rápidas ya estaban nuevamente detrás. Entonces recordé los sangrientos salpicones en la habitación y empecé a gritar improperios como un salvaje : ni el cielo se salvó de la infamia que prodigaba tan tristemente en mi humana, masculina impotencia. Comencé a llorar tinta negra y la habitación se llenó de agua burbujeante. Poco a poco empecé a sentir que mis huesos se ablandaban y al mirar mis manos vi largos tentáculos en su lugar. Me creí digno de cantar una canción, pero no podía encontrar ni mi boca ni mis orejas, así que descargué nuevamente un oscuro manchón de tinta que esta vez tiñó el agua entera y no me dejó ver más nada. Avancé hasta dar con una de las paredes. Tanteando me deslicé junto a ella con la esperanza de encontrar una puerta o una ventana quizás. De pronto sentí una ráfaga de viento por la espalda y giré a ver, entonces me di cuenta que ya no era la habitación de antes, ni estaba bajo el agua, ni era yo un viscoso ser marino : estaba sentado en un pupitre en el aula de mi quinto grado : estaba en la primaria nuevamente : era el primer día y me había sentado la maestra junto a Belén Diambra y yo empezaba a sentir de nuevo los sudores del amor inocente y del presentir del rechazo.
¡Nínfula! ¡Cruel nínfula! Mi abdomen contra sus costillas se sentía sumamente agradable hasta que una enorme presión desde el interior de mi cuello hizo que mi cabeza se desprendiera de mi cuerpo como un cohete de carne podrida ¡pop! ¡paf! Di contra la pared y rodé hasta quedar con la nariz contra mis propios pies.
—¡Viva Las Vegas! —escuché de algún lugar que no pude reconocer con mi mirada decapitada a lo Botticelli. Pisé mi cabeza como sin querer queriendo.
—Déjà vu… déjà vu… déjà vu… déjà vu… —En mi voz sonó un eco.

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