sábado, febrero 10, 2007

Sobre las religiones I

Hay ciertos problemas que el ser humano, de tan arraigado que se siente en éstos, a causa de la antigüedad milenaria de dichos problemas, ve como irrelevantes o, quizás, como inherentes a la propia raza, razón por la cual se sienten vencidos ante ellos incluso antes de enfrentarlos. El principal de estos problemas, al que aludo aquí sin rodeos, es, por supuesto, la religión; problema que tenemos tan cerca de nuestros ojos que no logramos ver más que nebulosamente.
No estoy muy seguro de quién dijo la siguiente frase, pero debe de haber sido un tipo como Oscar Wilde, alguien que sabía ver las cosas y las exponía a la vista de todos con su particular y práctico sentido del humor: “La religión es el opio de las masas”, nada más acertado. La religión es un sedante de la inteligencia y de la razón y elimina a la lógica como si se tratara de una especie de virus infeccioso; de ningún hombre de religión pueden esperarse signos de buen pensar, pues el hombre religioso es defectuoso. La religión no hace más que ofrecer placer, conformismo, a cambio de obediencia, y la obediencia, para estos seres infectos, es placer, conformismo, facilismo. Por esta razón la religión es un círculo vicioso y tal vez indestructible, porque alimenta la ignorancia y al mismo tiempo se alimenta de ella, la religión ha aprendido, como las garrapatas, a alimentarse de la sangre del cuerpo huésped, enfermándolo.
Toda religión es un conjunto de promesas vanas que requieren un esfuerzo intelectual, un acto de fe, para que éstas se materialicen, es decir, requieren el consentimiento para el subsecuente engaño, además que necesitan, para acreditarse como verdaderas y originarias, declararse como las únicas y para tal meta eligen pruebas por demás imposibles de comprobar, atribuyéndose impulsos, deseos y sentimientos (todos intangibles e inexplicables sino a través de alegorías de muy poco rigor científico) como consecuencias divinas de tal o cual hecho mitológico, cosa que, a mi humilde parecer, no hace más que demostrar no sólo la inexistencia de sus dioses, sino el patetismo de quienes requieren de esos fantasmas de fe y esperanza para existir. Un dios que no sea supremo, que necesite ser comprobado, es decir, que no imprima en cada uno de sus actos y obras su innegable, irrefutable y evidente firma que lo identifique como tal, no merece ser llamado Dios. ¿Cómo podría siquiera existir la duda de que semejante ser exista si fuésemos la creación —la más lograda de hecho— de este Dios? Ahí debo de entrar en desacuerdo con un filósofo bastante conocido: Descartes. Descartes fue el del famoso cogito ergo sum: pienso, luego existo. Claro que expuesto así todo se ve muy lindo, pero en el momento en que Descartes dice que el hecho de que exista, de que esté pensando, es la evidencia de la existencia de un ser superior, es decir, de Dios, me parece que está cometiendo un grosso error; si el pensar me da a mí, por consecuencia, la existencia, estoy más bien diciendo que yo soy Dios, yo soy la consciencia antes de la existencia, yo soy el ente creador del ser, o mi consciencia lo será. Pero esa consciencia es lo que Descartes toma como evidencia de la existencia de Dios porque no ve la manera en que esta consciencia llega a ser antes de ser (es decir, cómo puede existir antes de ser percibida), y decide que la solución más sencilla, como tarde o temprano todo ilustre (bah, ni muy ilustre debe ser para ello) pensador frustrado concluye, es que Dios está detrás de la respuesta que nunca se alcanza; Dios es la materialización de todas nuestros anhelos que sabemos, de forma inconsciente, imposibles, como por ejemplo: la felicidad.

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