viernes, diciembre 01, 2006

El enano

«Preferiría descansar unos minutos antes de seguir», pensó el enano que no podía seguirles el paso a los otros dos, de grandes trancos. Pero el pensamiento se quedó en su garganta atascado, pues el cansancio incluso le dificultaba el tragar saliva, cosa que requería para poder expresarse en habla en aquel momento. Los "tranqueros" tardaron unos largos quinientos metros antes de notar el colapso del enano que ahora estaba tirado en el camino de tierra con la lengua hacia fuera como un perro sediento.
—Pero... —dijo el "tranquero" de pelos rizados, reprochando la falta de atletismo del enano mientras se agachaba para comprobar si respiraba. Al ver que sí lo hacía chasqueó con la lengua, decepcionado en parte. Y agregó: —Hubiese sido una buena historia...
—Que hubiese causado conmoción entre los muchachos no te lo niego; pero miralo... ¿no te da un poco de lástima? ¿Ternura quizás? —dijo el segundo "tranquero".
—¿Qué decís, que nos quedemos a esperar que se recupere? —inquirió el primero, mientras con el pie sacudía al enano.
—Mmm, no; tardaríamos demasiado.
—¿Y lo vamos a dejar acá tirado? ¿Cómo va a volver si no sabe adónde vamos?
—Bueno, tanto tiempo viviendo tan cerca del suelo le debería de servir, aunque sea, para aprender a reconocer huellas. Y el camino es de tierra, así que...
—Ajá —expresó no muy convencido—... tá bien, sí, lo dejamos: será chiquito pero es grande; se las puede arreglar solo.
—Si llega, llega, y si no, no.

Vueltas y vueltas. Circunvolaban las aves, en busca de sus nidos unas, en busca de nidos ajenos otras. Despertó no muy convencido de haber despertado. «Qué bella vista.» El enano yacía boca arriba, mirando un cielo de antaño, un cielo que no había visto desde su infancia hasta aquel día en el que se le ocurría que, felizmente, podría ser su último sin arrepentirse por no haber llegado a los cuarenta, no haber jamás escrito un libro, plantado un árbol o tenido un hijo. El viento cálido, plácidamente lo cubría como una manta, vertía felicidad por los poros de su piel hacia dentro, muy dentro de sí, hasta llegar a su alma, la cual sentía expandirse más allá de su cuerpo, separándose de él, convirtiéndose en otro ser. Entonces vio a quien sólo en sueños lo visitaba. Un sentimiento de antigua añoranza le invadió el pecho y sintió que crecía, que en vano había sufrido por su estatura en el pasado, pues era un gigante, una persona grande. Se puso de pie y se acercó al ser de ensueños, a la sombra de su alma. Era incapaz de discernir los límites de este ser, como si fuera infinito, como si a su vez formara parte de todo lo que lo rodeaba: los árboles altísimos, los pájaros circunvolantes, la tierra con sus millones de insectos y lagartijas; todos eran simples miembros de esta sombra eterna; los movimientos de todos ellos eran los movimientos de la sombra, y la sombra era él. Sin embargo podía, de alguna extraña manera, verla ahí delante, y de pronto ya no era él, sino una hermosa dama, una mujer de una belleza tan elevada que no provocaba deseo, sino que, como una diosa delante suyo, de hierático semblante, exento de impurezas, de desgracias y pesares, le transmitía su gracia divina, su felicidad celestial, infinita, en un acto que sólo podría ser descrito como de amor. El enano se sintió padre y madre en alma, y en amorosa junta consigo se unió. El enano renacía.
Pestañeó. Todo era diferente, todo estaba a su altura. Se sentía un nuevo ser, cada experiencia, sentía ahora, sería una nueva experiencia. Miró al cielo ahora estrellado, como si se hubiese partido en millones de pedazos ante el impacto que produjera el nacimiento de este nuevo ser perfecto. Caminó, entonces, asombrándose ante cada piedra, cada ramita seca en el camino, cada hormiga que trabajosamente cargaba con hojas del doble de su tamaño, y amaba a cada piedra, rama u hormiga. Casi daba brincos de felicidad. Sentía el profundo deseo de reír a carcajadas, de dar vueltas carnero, de gritar, de correr. Y corrió. Corrió hasta ver un destello de luz delante. Un destello y un murmullo persistente. Corrió hasta ver las carpas. La feria estaba muy animada esa noche, mucha gente, muchos niños con sus globos de colores y sus enormes sonrisas.
—¡Ey! ¡Enano! ¿Qué pasó? ¿Dónde estabas? —lo interceptó una voz en el camino de tierra— ¡Dale vení, que tenés que cambiarte que ya casi es hora!
El enano accedió sin decir una palabra, conducido por aquel hombre de bigotes puntiagudos y de elevada galera al trailer donde se maquillaría un pálido, triste rostro, y la plateada y eterna lágrima; donde se calzaría sus pequeños pantalones abombados, su estrafalario sombrero y sus zapatos chillones. El enano era feliz y lo demostraría, sacando a relucir su asombroso talento histriónico, haciendo reír a cientos de niños.

Facundo Ezequiel. Noviembre 2006

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