viernes, enero 09, 2009

El agujero

por. Facundo Ezequiel

Había salido tarde del trabajo, estaba algo cansado y necesitaba mis cigarrillos, así que me fui al kiosco de enfrente. Le pedí los Philip Morris y el kiosquero me contestó poniendo los cigarrillos sobre el mostrador. Le di el billete y el tipo buscó en la registradora las monedas que me puso en la mano. Entonces me dijo simplemente eso. Yo estaba cansado y pensé que no había entendido bien, y cuando estaba saliendo, me aclaró:
—Está a cinco cuadras de acá, siguiendo esta calle.
Yo miré atrás sin darle mucha importancia y seguí mi camino. La parada estaba a dos cuadras y ya había visto que se me escapaba un colectivo. De todas formas era la peor hora para viajar de vuelta; en cuarenta minutos estaba seguro que el asunto iba a mejorar. Tenía que dejar pasar un par de colectivos más. Cuando llegué a la esquina paró el colectivo y la larga fila de hombres de bolsos y portafolios fue tragada por el mastodonte verde. Aproveché inconscientemente el impulso de mis piernas.
«El agujero» había dicho el tipo. Estaba a tres cuadras.
El Agujero, el boliche de los curiosos; sonaba a bar gay, pero qué tal si ni siquiera era un bar. Si veía algún tipo de luz de neón, me cruzaría a la vereda de enfrente y volvería disimulando a tomar el siguiente colectivo.
Pero no había luces de neón. Un grupo de gente cercaba la calle, cincuenta metros más adelante. Bajé la velocidad de mis pasos y miré alrededor en busca de alguien que pudiese advertirme qué era lo que pasaba. No había nadie cerca, por eso estiré un poco el cuello mientras me acercaba, pero no llegué a ver nada, parecía que alguien había tenido un accidente, todos estaban mirando algo en la calle. Necesitaba ver qué pasaba. Finalmente me acerqué a un pibe que estaba en la parte exterior del círculo de gente, plantado con un pie en el suelo y el otro en el pedal de una vieja bicicleta.
Lo que me dijo no fue nada revelador y tampoco me supuso algo tan interesante como para convocar tanta gente.
Me puse en puntas de pie entre una vieja y una señora que volvía de las compras y me asomé.
Ahí estaba, eso que el chico había dicho, nada espectacular ni meritorio en una ciudad como ésta, sin embargo, ahí estaba toda esa gente, mirando como si fuesen cavernícolas ante la primer fogata de la humanidad.
«Un agujero.» Eso me dijo el chico. Eso vi. Cuando le pregunté a la señora qué había pasado, esperando que me dijera que se había caído alguien dentro, no conseguí más que una estúpida repetición sonora de lo que veían mis ojos. Miré de nuevo entre esas dos cabezas de señora. Era casi como una enorme araña que echaba raíces en el pavimento; negro, no se advertía un fondo desde donde estaba parado, y parecía querer tirar abajo buena parte de la vereda: un verdadero desastre estructural, probablemente corríamos peligro estando ahí parados junto al agujero. Se lo intenté decir a la vieja (por lo general son las primeras en alocarse), pero me ignoró por completo. Tal vez yo haya sido el miedoso, pero tantas noticias a lo largo de mi vida me aterraron con gente atrapada en angostos pozos y túneles durante días antes de ser rescatados, algunas veces sin vida, que prefería no desafiar a aquel agujero. Di un par de pasos hacia atrás, pero me daba más miedo parecer cobarde, así que me volví a adelantar.
Volví a mirar al agujero. Por un momento me pareció que era más grande que hacía un momento. Eché una mirada alrededor y todos estaban absortos en aquel agujero, como zombis. Volví a mirar. Una piedrita de asfalto se desprendió del borde opuesto al mío y cayó dentro, yo esperé atento para escuchar la caída y hacer un estimado de su profundidad, pero nada. Nadie tampoco se mosqueó por el desprendimiento de aquella piedrita. ¿No se daban cuenta lo peligroso que era? En cualquier momento se desprendería un cascote y dentro resbalaría aquel pibe de campera gris. ¿Se quedarían todos mirando en silencio? Tal vez el pibe tampoco gritaría al caer hacia la oscuridad. Nadie hizo ningún comentario y yo no quise ser diferente, ya me había intimidado la mirada vacía de la vieja, antes.
De pronto, un gesto me incomodó. Un hombre vestido con una remera negra con el nombre de una banda de rock en ella y pantalones de jogging, comenzó a balancearse poco a poco como quien se está quedando dormido de pie. Estuve a punto de gritar alguna advertencia, pero tenía miedo de asustar a alguien y que cayera por la exaltación de mi grito. Manifesté mi preocupación a la señora de mi derecha, pero no me escuchó, o me ignoró. El tipo parecía balancearse cada vez más profundamente y yo comencé a tartamudear, realmente asustado. El tipo estaba parado en el borde, sabía que hay muchas personas que sufren de vértigo al encontrarse a grandes alturas o frente a la posibilidad de una gran caída, lo empecé a llamar mientras lo señalaba, pero él tampoco me escuchó y su balanceo ya se había convertido en algo realmente peligroso. Nadie se daba cuenta ni hacía nada más que mirar el agujero, negro, como una araña, deborándose el asfalto. Y luego como un rayo difuso. Me quedé con la boca abierta porque no lo podía creer. Levanté la vista. Ya no estaba. El tipo que se balanceaba no estaba: había caído al agujero. El agujero había devorado al hombre aquel. Ningún suspiro. Ninguna exclamación. El agujero absorvía las miradas y consumía los pensamientos de todos al punto de que no podían hablar ni reaccionar ante una atrocidad como la que acababa de ocurrir. Las grietas que lo acunaban como en una frágil tela de araña de pavimento me daban la sensación de estar creciendo a cada segundo, pero cuando lograba quitar los ojos del agujero y miraba las grietas, no me parecía que hubiese algún cambio en su extensión o forma. Por un rato largo me mantuve mirando frenéticamente así, primero el agujero y después las grietas en una repetición que acabó por hacerme doler los ojos.
Me refregué los ojos y me dispuse a relajarme, pero al volver a mirar al agujero, algo me llamó la atención; dentro de él, en la oscuridad que lo conformaba, algo parecía moverse. ¿Sería el recién caído?
«¡Es el hombre!,» grité, contento, exaltado.
Pero nadie reaccionó y más allá de mi súbito desafuero yo tampoco reaccioné. Al segundo me dispuse a aguzar la vista y observé esa oscuridad que se arremolinaba inexplicablemente. Había algo ahí dentro. Había algo. Había algo, así que miré.

1 comentario:

Kermax Bathz dijo...

Seguro que eso fue en una calle de Alemania, porque aca... ojala hubiese un agujero nada mas!

PD: lomil