martes, septiembre 04, 2007

Cleanup time

Por. Facundo Ezequiel

—¡A limpiar! —tronó la Gorda a través de la podrida puerta de madera. Su voz sonaba como una gran cuchara golpeando una cacerola de hojalata. La Gorda me despertaba siempre de la misma manera y nunca entendí por qué carajo gritaba “¡a limpiar!”; ni siquiera era justificable la mera mención de la limpieza en un asqueroso agujero como ése.
Me levanté de la forma en la que podría levantarse un borracho en un bote en altamar antes de las seis de la mañana: casi me parto la nariz contra el suelo. Me arrastré hasta el primer escalón de la exageradamente empinada escalera y, en cuatro patas, como un perro atropellado, trepé hasta la puerta. Me molestaba tener la certeza de que del otro lado me iba a encontrar con el culo celulítico más grande y horrible que jamás le sonriera a hombre alguno. Tomé mucho aire y... Ahí estaba; con sus dos enormes cachetes y su raja que razonablemente intentaba la conciliación de semejantes pedazos de nalgas con su amable sonrisa vertical. La Gorda no podía evitar que el bombachón amenazara con desaparecer en la oscuridad de su hambriento culo. La muy vaca estaba esperándome, dándole la espalda a la puerta, mientras se morfaba un paquete entero de pan lactal, rodaja por rodaja, muy lentamente, pero, eso sí, con queso untable de bajas calorías. Era una escena muy asquerosa y uno nunca se terminaba de acostumbrar.
—¡Mmm...!
La gorda se dio cuenta de mi entrada y, con la boca llena y el movimiento gelatinoso de su papada, me indicaba dónde sentarme. Yo le hice caso aunque fuese para evitar que siguiera flameando su fláccida carne. Sabía que esa mañana me sería imposible probar un solo bocado; al menos no con la Gorda delante mío y el alcohol de la noche anterior aún en mi sistema.
La Gorda intentó comunicarse en su repugnante idioma de migas y saliva:
—¡Moy flinda la mojafifa daferg!
No entendí ni una de las palabras de la Gorda, pero, por la manera frenética en la que los pedacitos de pan salían despedidos de su boca y por la cantidad de baba que formaba espumones en la comisura de sus labios, deduje que era un comentario sarcástico acerca de la mujerona que había llevado el día anterior a mi mugriento sótano. La Gorda siempre se ponía celosa de mí y asquerosamente protectora e insultaba a toda mujer que ocasionalmente pudiera relacionarse conmigo. Era su forma de preservación puesto que creía que en cualquier momento la podría dejar a ella, sola en aquel agujero, sola con su enorme culo.
Intenté cambiar el tema y le pregunté si no le molestaba que me diera una ducha rápida. De alguna forma asquerosa me dijo que no y yo me fui derecho al baño, así como pude; tambaleante y con la vista todavía un poco borrosa por la lagaña.
El baño no era menos roñoso que mi habitación subterránea —quizás porque no podía evitar mearme y cagarme en él cada vez que entraba—, pero el agua de la ducha que caía en forma de lluvia daba la ilusión de provocar la limpieza del cuerpo y del alma. Claramente uno se daba cuenta de que era una mera ilusión cuando al despabilarse un poco se recordaba el grito matutino de la Gorda: “¡a limpiar!”. Y era terrorífico que la Gorda chiflada usara justo esas palabras; le quitaba el misticismo a la ducha y creaba la sensación de bañarse en una fosa séptica. El eco de sus palabras metálicas continuaba resonando y resonando y no había forma de quitárselas de encima. Ahí es cuando se terminaba el baño y uno ya quería volverse a dormir o a beber o a coger con cualquier cosa que no se pareciera ni remotamente a la Gorda o a su culo.
Salí del baño ya vestido, esperando poder escurrirme fuera de ahí en la primera oportunidad que encontrara. Pero la Gorda estaba siempre atenta. No dejaba escapar una mosca sin una excusa que para ella fuese realmente justificable, así que cuando vi que me ponía su mirada de matrona-psíquica-hipnotizadora dije seca pero naturalmente que me iba a comprar pan y cerveza, que en seguida volvía.
—Esperame que te voy a traer una sorpresita —agregué con mi mejor sonrisa.
Salí despacio por la puerta de entrada —de salida, en mi caso— y sentí un alivio como nunca sentí antes de poder ver en todo su esplandor el peor barrio de la ciudad. La luz del día todavía era un tanto pálida y sólo había unos pocos tipos que salían a trabajar —o volvían— y un par de drogadictos que aún no podían pegar un ojo pero que parecían estar por caerse en el primer montón de basura mullida que encontrasen. También estaba la puta de la vuelta que de vez en cuando me la chupaba gratis. Creo que yo le gustaba, o le gustaba el sabor de mi pija. Por suerte no me vio; yo no estaba de ánimos... todavía era muy temprano para empezar.
Me encaminé hacia el único bar que sabía abierto y que todavía me fiaba. Para el tiempo en que llegué sólo había un par de borrachos que prácticamente debían de vivir ahí; se los veía inclinados sobre sus vasos como si éstos los aspiraran dentro de ellos con una extraña e invisible fuerza de atracción. Levantaban los vasos de una forma tan brutal y primaria que parecían estar luchando contra ellos y no bebiendo de ellos. Los vasos parecían estar ganando; no paraban de vomitarles su contenido alcohólico dentro de sus gargantas y, aunque las pobres víctimas se quejaban con incomprensibles musitaciones, no había ninguna muestra de piedad por parte de los victimarios. Se podía oler los dulces eructos de estos muertos en vida; la cirrosis flotaba en el aire y yo no quise desencajar de ninguna manera así que me pedí un buen vaso de ginebra.
Jugueteé un rato con el vaso, mirándome en el reflejo y pensando en éste, en cómo se deformaba y en cómo la luz podía ser a veces tan fantástica y otras veces una verdadera molestia. Me pregunté si habría fórmulas que calcularan la manera en que actúa la luz sobre los cristales y pensé un poco sobre las sombras, si eran en verdad algo así como la falta de luz o si no serían simplemente algo diferente. Me tomé el vaso. Me pedí otro. «Ningún otro vaso hasta que no pagues los que debés», me dijo el tipo del bar, seguramente pensando en alguna película yankee por la forma en que lo dijo. Yo no dije nada. Me fui.
Caminé un tanto más, perdiendo el tiempo hasta que abriera el siguiente bar que aún me dejaba tomar sin pagar. Los viejos barrían las veredas, las baldeaban con los pies descalzos en el agua, como si hiciera calor. Los viejos están todos locos. Aunque, después de todo, cuando tenés la seguridad que te morís de un día para el otro, no te va a importar mucho resfriarte.
Los tipos como yo somos la maldición de estos lugares que sanguijuelan a los pobres borrachos, porque nunca pagamos un solo vaso. Pero ellos no pueden hacer nada contra nosotros porque saben que, el borracho, aunque no pague hoy deberá pagar mañana, así que fían una o dos veces y luego no te sirven más, hasta que pagues; pero mientras mis piernas duren no me importa mudarme de bar en bar tan sólo para tomar una o dos copas. Nunca me rebajaría a pagar una sola gota de alcohol; eso es para imbéciles perdidos. Convencido de eso llegué al siguiente bar. Era una especie de pasillo en el que había que entrar de costado y en el que no podías evitar llegar hasta el fondo sin haber gastado el culo con la pared y haber pasado el bulto por la espalda de todos los clientes sentados a la barra. Era el bar predilecto de los maricones. El tipo que servía los tragos no tenía ningún problema en que yo tomara gratis, de hecho, sospechosamente, me alentaba para que yo tome. Creo que era maricón también, y se quería aprovechar de mí.
Le sonreí un poco al tipo de la barra, al presunto maricón, hasta que con sus hermosas botellas me puso un poco en sintonía con el mundo, luego me levanté y, tambaleando, me largué de ahí lo más rápido que pude.
Ya había gente en la calle. El sol brillaba en todo su esplendor. A los pocos minutos de caminar bajo él pasó de ser hermoso y glorioso a ser sofocante y horripilante. De a poco empecé a sentirme realmente mal. El sudor me corria desde la frente hasta las bolas y casi me cago encima. Busqué un lugar con sombra para sentarme y recuperarme. El primer lugar que encontré fue un supermercado chino; entré dando saltitos, disimulando mi carrera hacia la zona de los congelados. Agarré un par de sachets de leche y los sostuve en mi cuello y frente. No pasó un minuto que ya tenía a uno de esos chinos vigilantes encima, diciéndome con su acento chino «no se hace, no se hace, deja, fuera», y lo repetía una y otra vez mientras hacía gestos y ponía caras chinas como sólo hacen los chinos cuando te echan de sus supermercados.
Le hice caso al chino porque, después de todo, ya me sentía mejor, lo suficiente como para llegar al siguiente lugar protegido del sol.
La plaza se veía bien y parecía bastante viva con todos los chiquitos correteando y vociferando pendejadas; los pibes rateados del colegio siguiendo chicas y canchereando sobre sus dudosas habilidades sexuales en una vergonzosa forma de piropo que, por lo visto, funcionaba de maravillas con las chiquitas más rápidas. Los que ya estaban en una etapa más avanzada se comían las bocas entre las sombras de los árboles. Ahí me senté yo, entre las parejitas que por poco no estaban teniendo sexo, lo que hubiese sido maravilloso de haber sucedido.
Me quedé observando cómo estos inconscientes seres, víctimas de la animalidad, se comportaban en su medio ambiente. ¿Qué finalidad había en joder y procrearse hasta el hartazgo? ¿Cuál era la razón por la que todos estos pobres e inconscientes seres que habitaban este planeta tenían la imperiosa urgencia de matarse cogiendo, de coger hasta reventarse los miembros de tanto bombear?
No tenía las respuestas, pero de pronto a mí también me estaba urgiendo coger. O fumar un cigarrillo. Hacía mucho calor para el ejercicio físico así que le pedí un cigarrillo a todo aquél que pasaba. La mayoría fingía no escucharme y los otros me mentían diciendo que no tenían. Finalmente conseguí uno de mano de un basurero que estaba juntando papeles en la plaza. Era una mierda de cigarrillo, con un gusto a alquitrán que me secó la garganta, pero era todo lo que necesitaba para calmarme por el momento.
Por alrededor de una hora miré a todas las hermosas mujeres y chiquitas que paseaban en su inocente escasez textil e, interiormente, me quejé prácticamente a los gritos de mi suerte. Ese efecto causan las bellas mujeres en los hombres desesperados que necesitan, en su desesperación, desesperadamente dar amor. ¿Pero acaso una mujer desesperada se cruza en el camino de este hombre desesperado? No. Al menos no ninguna que valga la pena conservar.
Esos pensamientos empezaban a dolerme físicamente así que me puse de vuelta al ruedo, al siguiente bar.
A menos de mitad de camino mis pies se arrepintieron y me llevaron en otra dirección. No sabía adónde me llevarían pero suelo confiar en ellos; nunca me habían fallado antes...
Cuando me di cuenta estaba en la calle de atrás del mugriento lugar en el que vivía, delante de la puerta de la puta, a punto de tocar el timbre.
El sol estaba un tanto más flojo que antes; por lo visto había estado caminando por un buen rato antes de llegar ahí. Se podía ver a la luna asomando un ojo a través de lo azulado del cielo. No faltaba mucho para que oscureciera.
El timbre sonaba como un viejo teléfono. Tuve que tocar dos o tres veces hasta que se escucharon los pasos acercándose a través de la puerta. Yo estaba un poco nervioso, siempre me pasa así cuando toco una puerta por primera vez; antes siempre me había buscado ella, así que no sabía exactamente qué hacer o decir cuando me abriera; ni siquiera me acordaba su nombre, siempre la recordé como la puta.
De todas formas, se escuchó cómo se destrababa la puerta y luego se abrió de golpe, de forma violenta, aunque sólo un poquito, lo suficiente como para asomar un ojo y medio por la abertura. El ojo que se asomó era claramente el de la puta. Era un ojo cargado de maquillaje; un ojo demasiado sexual, en mi opinión. De pronto hasta quise cogerme al ojo, pero eso hubiese sido raro. Me reí de mi pensamiento y éste me sirvió como para relajarme un poco. Hablé yo primero:
—Hola... bueno, ¿qué tal?
—Hola —me dijo secamente, o me pareció a mí, que esperaba algo más que un simple “hola”.
—Ejem... ¿Puedo pasar?
Ella sonrió y, por fin, abrió la puerta, haciendo suficiente lugar como para que mi cuerpo pase. Y mi cuerpo pasó.
No perdimos mucho tiempo hablando; era bastante obvio a lo que yo iba y seguramente se me figuraba la idea en la cara en esa expresión estúpida que tienen todos los hombres excitados cuando casi no se pueden contener más.
Fue una sesión rápida y salvaje en la que casi me disloco la cadera. Al terminar, bailaron delante de mis ojos miles de estrellitas, de esas que aparecen cuando no nos llega suficiente oxígeno a la cabeza. Estaba agotado. Estaba dispuesto a subirme el cierre del pantalón (ni siquiera me había molestado en sacármelo) cuando la puta me metió la mano de nuevo y empezó a sacudírmela, y, bueno... yo no puedo negarle a una mujer semejante placer. Treinta segundos más tarde mi pinga ya estaba dura de nuevo y la muy puta prácticamente me violó. Lo único que tuve que hacer fue acabar en el momento justo; ella hizo el resto del trabajo. Dejé que me violara un par de veces más y luego me escapé... muy a su pesar.
Con una importante cojera (qué palabra más acertada) me mandé a patear el asfalto como un maldito tullido. Di vueltas en forma de espiral, incrementando progresivamente el perímetro de las circunferencias que seguía en mi camino, ayudando a la circulación en mi entrepierna. A unos quince minutos de comenzado el recorrido ya me sentía mejor.
El cielo era de un negro azulado y si se miraba más allá de los focos de los postes de luz se podía ver uno o dos tímidos puntitos de débil luz sideral. Esa luz viajaba millones y millones de kilómetros hasta que llegaba a nuestras córneas; eso te daba la seguridad de que nuestra existencia se extendería poco menos de lo que llaman eternidad. Quizás esas estrellas ya hubiesen desaparecido, sin embargo, para nosotros, es como si estuviesen justo delante de nuestros ojos; nuestros reflejos de luz viajarían millones y millones de kilómetros también para ser vistos en un futuro por alguien en otra galaxia que pensaría lo mismo que pensaba yo entonces.
En ese momento me crucé con un pequeño puesto de flores que estaba en una esquina, pegado a una parada de colectivos. Hubiese comprado un ramo de flores; estaban muy lindas; pero, como por costumbre, no tenía un peso. Así que pasé caminando rápido y tomé prestado uno sin permiso.
Si me preguntan para qué quería yo tan desesperadamente un puto ramo de flores no sabría qué contestar; fue más bien un impulso inconsciente el que me hizo robarlas. Pero después de caminar tres cuadras ridículamente con el ramo de flores en mis manos no iba a tirarlo; piensen en las personas que se toman el trabajo de regar a las guachitas, que esperan quizás incluso meses para poder descuartizarlas en vida. ¿Cómo desperdiciar el esfuerzo de tan honorables personas?
Tuve un momento de reflexión zen que no me llevó a ningún lado que yo quisiera llegar. Estaba enfrente de la pocilga de lugar en el que solía dormir.
Suspiré. Tosí húmedamente. Quizás tenía que aflojar un poco con el alcohol. La Gorda debía de estar durmiendo. Su culo estaría roncando.
Me lancé tímidamente al picaporte pero no llegué a agarrarlo; estaba indeciso. Sabía lo que significaba el abrir esa puerta, sería lo mismo que cerrar miles de otras puertas muy atractivas, puertas no varicosas o celulíticas sino puertas de las que guardan pasillos con otras miles de puertas detrás. Pero, ¿cuántas de esas puertas darían con una cama propia y un juego de sábanas, no diría limpio, pero juego de sábanas al fin?
Retrocedí, me alejé de la puerta de entrada y tosí nuevamente. Me abalancé otra vez sobre el picaporte, esta vez sin vergüenza. Dejé las flores sobre la mesa y cuidadosamente abrí la puerta de mi cuarto, e, intentando no hacer ruido, bajé las escaleras para echarme en mi mugriento y asqueroso catre. Antes de dormir pensé en la bendición que era tener mi lugarcito en el mundo. ¡Y gratis!

1 comentario:

Wendy Aparicio dijo...

Comenta el post que dice "Mi juego" por fa...es importante para mi.