por. Facundo Ezequiel
Todos ellos parecían hermanos (y lo eran), todos llevaban sombrero, todos se sentaron al mismo tiempo en la misma mesa en el mismo reservado del mismo bar, pero en diferentes sillas, aunque hubiese sido divertido verlos apilarse sobre la silla barata y ver cómo las patas oxidadas se doblaban y cedían bajo el peso de los tres extraños.
Una mesera rubia de pechos turgentes se acercó para tomarles el pedido.
—Esperamos a alguien —dijeron los tres—, cuando llegue pedimos.
La rubia se fue bamboleando su gran culo de tal forma que hasta podía marear a un marinero.
Un tipo entró al bar borracho como un cosaco.
Él también llevaba sombrero, pero no se parecía mucho a los otros tres.
—Ahí llegó —dijo el uno al dos.
—Borracho como siempre —dijo el dos al tres.
El tres sonrió amargamente y le hizo una seña a la mesera.
—Eh... hermanoss —dijo el cuatro acercándose a la mesa—... Hermanitoss...
—Sentate —ordenó el tres.
—¿Sí, señores? —apareció la mesera.
—Cuatro Coronas —dijeron los tres primeros.
—Que sean cinco —dijo el cuatro.
—¿Cinco? —preguntó la mesera.
—No le haga caso, traiga solo cuatro cervezas —dijo el uno.
—¡Que dije cinco, carajo! —se paró el cuatro.
—Sentate, idiota, que estás quedando como un pelotudo... —dijo el tres.
La mesera se fue y quedaron nuevamente solos los cuatro de sombrero. El cuatro no paraba de moverse de izquierda a derecha, como si estuviese en un barco en altamar.
—Me voy a coger a esa mesera —balbuceó.
—Estás tan borracho que no se te pararía nunca —dijo el dos.
—Sí, además sos un cachivache, no te miraría ni a los ojos esa preciosura —dijo el uno.
—No necesito que me mire a los ojos, y un verdadero hombre no necesita el consentimiento de ninguna mujer, maricas de mierda.
El tres se mantuvo callado pero se podía notar que estaba molesto por la actitud del cuatro.
La mesera se volvió a acercar con las cervezas. Puso una delante de cada uno de los hombres y las destapó.
—Eh... —dijo el cuatro, tomando del brazo a la mujer.
—¿Sí?
—¿Dónde está la otra cerveza?
—A-ahora se la traigo, señor.
La mesera intentó zafarse pero el cuatro la agarró más fuerte y la revoleó sobre la mesa.
—¡Ninguna mujer va decidir por mí! ¿Entendiste?
—¡Suélteme, señor, por favor!
El cuatro sacó una navaja del pantalón y desgarró la camiseta de la mesera, dejando al descubierto dos enormes pechos que se movían de acá para allá con cada intento desesperado de la mujer por soltarse.
—¡Mirá esas tetas, boludo! —dijo el uno al dos.
—No parecían tan buenas; de haberlo sabido me la hubiese agarrado yo primero —dijo el dos.
El cuatro estaba teniendo dificultades para desabrocharse el pantalón y mascullaba profanaciones. En el bar había algunas personas más que miraban la escena sin hacer nada. El cocinero había escuchado el alboroto y había salido a ver qué pasaba pero al ver las tetas de la mesera se quedó como piedra detrás de la barra.
—Eh, ¿qué hace ese tipo? Deje de usar las manos para eso y prepáreme la milanesa —dijo un empleado del correo que esperaba su almuerzo desde hacía más de quince minutos.
—Dejala —dijo el tres al cuatro sin el más mínimo interés en mostrar turbación.
El cuatro todavía luchaba con el cierre.
—Dejala o lo vas a lamentar...
Finalmente logró sacar un pito flojo a través de la cremallera del pantalón.
—Te lo dije.
El tres sacó un enorme y brillante cuchillo de caza de su cinturón y con un rápido movimiento le cercenó el miembro al cuatro, quien tardó unos segundos en darse cuenta de que esa cosa que había caído entre las piernas de la mesera no era un ñoqui con tuco sino su propio pene.
—Hijo de puta... —dijo el cuatro, pálido como un papel.
El tres pateó al cuatro hasta que éste cayó al suelo y no se movió más, y luego se desabrochó el pantalón. La mesera había entrado en estado de shock y estaba ausente, ya no sabía lo que pasaba. El tres sacó de su pantalón un miembro abominable, una boa venosa. Empezó a sacudírselo, pero era tan monstruosamente grande que necesitaba demasiada sangre para lograr una erección decente, y, cuando parecía que iba a lograrlo, se desmayó.
El uno se frotó las manos y dijo:
—Ahora me toca a mí.
—Las pelotas —dijo el dos y desenfundó su revolver.
Al ver el gesto de su hermano el uno hizo lo mismo y se apuró a disparar. El dos lo imitó y en seguida estaban los dos en el suelo, sin vida.
El tipo que todavía esperaba la milanesa se puso de pie y, viendo que el cocinero todavía estaba ocupado, se acercó a la mesa donde yacían los cuatro hermanos, hizo a un lado el pene cercenado con un revés y acercó las caderas de la mesera a las suyas. La mujer estaba catatónica, con la mirada perdida en algún lugar del techo. Sacó su pija de tamaño medio y la puso dentro de la mujer ausente, como un animal en una sala de espera.
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